Podría contar mil y una historias con La Ternura, algunas inesperadas, otras buscadas y muchas de ellas encontradas.
La Ternura, así la llamaban en el barrio, ronda ya los setenta a pesar de que ella jamás confesará más de cuarenta y cinco. Para todos nosotros y en especial para mí siempre fue y será un icono de hierática coquetería. Estatura media, no pienso que mida más de uno sesenta, pero esto no le impide ser admirada de lejos tanto como de cerca; recia, que no gruesa; morena, de pelo ondulado y largo, muy largo. Recuerdo que a los chiquillos nos gustaba imaginar su pelo al viento enredando con nuestro rostro porque, decían lo mayores, que le olía a despertar de primavera y obligados a pensar estábamos que eso tenía que ser algo muy placentero a juzgar por el gozo de sus narraciones. De ojos enormes y negros, y como comentaba mi padre en voz baja con sus amigos, hablaban solos y lo decían todo.
Nos gustaba tanto La Ternura que pasábamos horas observándola cuando ella descansaba apoyada en su esquina. Una esquina de aristas muy particulares porque daban a tres calles, la rambla, la de la iglesia y la del callejoncillo sin salida por el que nadie transitaba. Era dueña y señora de la esquina de la rambla más cotizada. El padre de mi amigo Jordi exponía que era su tertulia lo que le había hecho conquistar aquella gran esquina. Tampoco entendíamos esto.
Al final del día, cuando las calles estaban ya casi vacías ella se encendía un cigarrillo y observábamos cómo de sus labios carnosos y rojos salía un hilillo de humo cuando no unos círculos blancos que desaparecían entre su alocado pelo. Seguramente ese olor sería el que le daría tanta fama en el barrio.
Hoy pienso en ella y veo cómo la candidez de los niños de aquella cosecha la convirtieron en una diosa, en nuestra Diosa Ternura, siempre repartiendo cariño, amor y sonrisas, muchas sonrisas.