A las tres de la madrugada, un intenso dolor en el pecho despertó a Raoul. Parecía que una mole lo aplastaba y le impedía respirar. Primero, cambió trabajosamente de posición, buscando el alivio, pero el dolor se intensificó aún más. Estaba solo en su habitación, como todas las noches, desde tiempos inmemoriales.
Si bien no era un anciano, tampoco era un mozuelo. Siempre lo habían tildado de hipocondríaco por su excesivo afán de creerse enfermo de una multitud de males. Por lo tanto, pensó que esa noche exageraba su propia dolencia. Pero, el dolor era cosa viva y creyó de inmediato que un infarto era el causante de aquello. Recién entonces, recordó a su familia: un hijo lejano, producto de un matrimonio fallido y una prima de la cual nada sabía. La inminencia de la muerte le produjo angustia, no tanto porque tuviese un apego tremendo a la vida, sino por los proyectos que quedarían inconclusos.
Raoul trabajaba en una pastelería y era un cotizado maestro. Se había caracterizado siempre por llegar con extrema puntualidad, hecho que ya no sorprendía a su jefe, quien lo recibía siempre con muestras de alegría, ya que nuestro protagonista era un hombre simpático. Por lo mismo, don Pepino siempre le hacía notar su extrañeza por su compulsiva soltería. Raoul le respondía que no era hombre para vivir atado y soltaba una carcajada, que delataba la poca convicción de sus palabras. Mujeres existían, pero no las adecuadas para él. Uno que otro lance amoroso de cuando en vez, lo convencía que no había una mujer que le llenara el gusto.
El dolor persistía y parecía querer destrozarle su pecho. Raoul pensó en su hijo, que se había embarcado en un buque naviero hacía un par de años y del cual no tenía demasiadas noticias, salvo por alguna esporádica postal de un apartado lugar de la tierra. Recordó las pocas situaciones que compartieron, lo poco que rieron y lo mucho que se fueron distanciando el uno del otro. Raoul sintió pena de sí mismo, por la poca consistencia que había adquirido a estas alturas de su vida.
El dolor cesó de pronto y el hombre alzó su cabeza y la giró de inmediato para mirar su propia almohada. Había escuchado y leído muchas veces que cuando el hombre fallece, se produce un cese contractual del alma con el cuerpo que la sustenta. Por lo mismo, quiso cerciorarse que no se vería a sí mismo tendido en el lecho, transformado ya él en una entidad espiritual. Más tranquilo, al saberse aún un ser de este mundo, se levantó. El sueño, tan abruptamente interrumpido, se negó a aparecer de nuevo, por lo que se preparó un vaso de leche tibia y se acomodó en el living para hojear una revista de cocina.
Cuando la alarma del reloj se hizo sentir en toda su estridencia, Raoul se dio cuenta que se había quedado dormido sobre el sofá. Por lo que, se levantó somnoliento, se afeitó, se aseó y se preparó para salir. Una extraña sensación de ligereza lo embargaba. Supuso que había sido la dicha de saberse vivo. De todos modos, concurriría al día siguiente al doctor para que lo examinara.
La primavera recién despuntaba y se manifestaba en el follaje tierno de los árboles y el cantar de las aves. Era una mañana esplendorosa, muy acorde con su espíritu alegre. Ese día trabajaría con entusiasmo y a la noche esperaría al cartero por si llegaban noticias de su hijo. También estimó que ya era hora que llamase a su prima para saber de ella, o acaso fuese mejor visitarla. Lo pensaría en el transcurso del día.
Divisó a lo lejos a su jefe, el que, como siempre, lo esperaba en la puerta del establecimiento. Le hizo señas con los brazos, pero don Pepino no se inmutó. Cuando estaba a escasos metros, le saludó con entusiasmo, pero el jefe parecía claveteado a la puerta. Se aproximó asombrado y a boca de jarro, le dijo a su jefe: ¿Amaneció ciego, sordo y mudo que no me responde caballero?
Don Pepino, hablando consigo mismo, se preguntó: ¿Qué le habrá pasado al badulaque de Raoul que todavía no aparece?
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