Matilde bajó del taxi con una pequeña maleta roja en la mano izquierda y un bolso negro en la derecha. Solamente el bosque rodeaba la casona de los Troncoso, su nuevo lugar de trabajo. Una mujer gruesa y poco agraciada vino a abrir los candados, con un prolífero manojo de llaves entre sus dedos.
-Usted debe ser la nueva enfermera ¿no?
-Si, yo soy. Me llamo Matilde Foster .
-Mucho gusto, yo soy Adriana de Troncoso. Pase por aquí, mi marido la está esperando.
Las dos mujeres se acercaron a la casa, una construcción colonial de dos pisos con la fachada carcomida por el paso del tiempo. Todo era oscuro y con olor a encierro. Candelabros, muebles de madera fina y cuadros de pared a pared se encontraban en cada salón de la casa. Adriana abrió la puerta de la habitación que se hallaba al final del corredor e hizo pasar a la enfermera; un fuerte aroma a puro se hizo presente. Al centro, un hombre sentado que parecía no haberse percatado de la llegada de Matilde.
-Buenas tardes. Usted debe ser el Sr. Troncoso.
-Eduardo. Eduardo Troncoso –reiteró él secamente, manteniéndose siempre de espaldas.
-Yo soy Matilde Foster, la enfermera que ustedes solicitaron....
Solo entonces el hombre giró su silla y encaró a la mujer. Sus ojos grises la penetraron durante un minuto, mientras la observaba en silencio.
-Usted sabe a lo que vino ¿no, Sra. Foster?
-Srta- le corrigió ella, bajando los ojos mientras limpiaba pelusas de su uniforme – Sobre el empleo, sé que se trata de sus dos hermanos, nada más.
-Afortunada o desafortunadamente, usted sólo tendrá que tratar con uno, con Tobías. Gaspar escapó. Nadie sabe donde está.
-Lo siento.
-No aceptamos errores en esta casa, Srta. Foster. Un error para nosotros puede resultar muy caro, como puede ver.
-Comprendo.....-murmuró la otra, algo nerviosa.
-No tiene que asustarse. El trabajo no es tan complicado. Es verdad que tanto Tobías como Gaspar tienen una naturaleza violenta, pero ambos son controlables.
-¿Naturaleza violenta?
A lo lejos, se oyó una tímida carcajada; era Adriana, que escuchaba la conversación desde la otra sala, tapando sus risitas con las manos para no ser oída.
- ¿Cree usted que será capaz de manejarse en este empleo, Srta. Foster?
-Me gustaría conocer a su hermano Tobías antes de responderle esa pregunta ¿sería eso posible?
El hombre la miró de reojo y, luego de esbozar una imperceptible mueca, la invitó a seguirlo por el pasillo, rumbo al subterráneo.
La iluminación era escasa y la ventilación inexistente, lo que otorgaba a aquél espacio un aire siniestro y perturbador. Bajaron con dificultad debido a la poca visibilidad. Llegaron a un nuevo pasillo repleto de pequeños ventanales, desde donde se podían divisar tres puertas, siendo una de ellas aparentemente un baño.
-La puerta de la derecha da a la habitación de Tobías, y la de la izquierda a la de Gaspar. Tal vez deba advertirle que ambos se encuentran en una fase muy avanzada de su desvarío...ya prácticamente no queda nada de humano en ellos, al menos en su forma de comportarse. En verdad, son como dos bestias. No hablan, más bien gruñen. Generalmente presentan golpes y hematomas debido a que se atacan ellos mismos cuando se les deja aislados por mucho tiempo, arrojándose contra las paredes, mordiendo su cuerpo, arrancándose pedazos de piel.... Debe estar preparada a ver algo que no le resultará muy agradable.
-Pero usted me dijo que ellos eran fáciles de controlar.
-Controlables, le dije yo. Controlables –respondió sacando una inyección de su bolsillo- con los calmantes y medicamentos adecuados, resultan fáciles de tratar. Mis hermanos han estado enfermos toda su vida, Srta. Foster, y el único motivo por el cual los mantengo es porque mi madre me hizo jurar en su lecho de muerte que yo no los abandonaría jamás, que los cuidaría de por vida y no permitiría que se los llevasen del hogar que ella con tanto amor construyó. Y eso fue lo que hice. Pero sé muy bien que no tienen cura, estarán locos hasta el día de su muerte, y no espero que usted venga a cambiar eso. Tan sólo quiero que se preocupe de que, mientras estén en esta casa, sigan con vida; que coman, que duerman, que no se maten a cabezazos. Eso fue lo que le prometí a mi madre, eso es lo que espero de usted.
Un grito proveniente de la habitación derecha interrumpió súbitamente la conversación.
-¿Qué fue eso? –preguntó sobresaltada la mujer.
-Es mi hermano. Debe haber entrado en otra crisis. Tal vez la oyó. Siempre se pone así cuando hay desconocidos.
Violentos golpes comenzaron a escucharse de pronto, como si un cuerpo estuviese siendo azotado contra una pared.
-Se está pegando contra las murallas. Siempre lo hace, para llamar la atención.
-Tal vez sea mejor que yo me retire –señaló la mujer.
-No, por el contrario. Yo creo que sería mejor que usted le coloque la inyección. Generalmente lo dopamos con la comida, pero hay que estar prevenidos para cualquier emergencia; Solo de ese modo veremos si usted es apta para este trabajo.
Matilde recibió la jeringa de manos de Troncoso y asintió con la cabeza.
-Usted se va a poner detrás de mí –le dijo él con tranquilidad - cuando mi hermano me vea, va a intentar atacarme. Mientras él se preocupa de eso, usted le clava la jeringa en donde sea. Lo único que le pido es que no se demore mucho, porque tiene bastante fuerza....
Eduardo se acercó a la puerta e introdujo una de las llaves del manojo en su cinturón; Matilde, con la jeringa en una mano y un pañuelo blanco envolviendo la otra, trataba en vano de concentrarse en un avemaría. Los gritos se hacían más intensos y los golpes, más bruscos.
Eduardo giró la manilla; la puerta se abrió lentamente, los gritos cesaron; la enfermera se aferró a la jeringa como si de ella dependiera su vida.
Apenas el hombre ingresó a la habitación, el otro se le abalanzó con fiereza. Matilde entró en pánico; no podía divisar más que dos cuerpos que se trenzaban a golpes entre gritos indescifrables. Se mantuvo junto a la puerta, paralizada, con la jeringa en la mano, sin atreverse a entrar.
-Vamos, mujer, clávele esa inyección de una buena vez!
-No....no puedo.
-¡Que se la clave, le digo!
De pronto, al oír la voz de la enfermera, el demente se alejó de su hermano y se fijó en Matilde. Al verlo frente a frente, ella se inmovilizó; Estaba helada, con los músculos tiesos e incapaces de reaccionar. Quería huir, pero no podía. El ser comenzó a moverse hacia ella con pasos descoordinados, como si la ansiedad se apoderara de sus sentidos.
-¡No se me acerque –gritó espantada- ¡Aléjese de mi, se lo advierto!
El hombre se lanzó a sus brazos balbuceando palabras ininteligibles. Al sentir el contacto de su cuerpo, Matilde cayó en pánico, y, asiendo la jeringa en su mano derecha, la dirigió con todas sus fuerzas hacia el torso de su atacante. Fue cuestión de segundos para que el agresor cayera al suelo, volviendo con ello el silencio al lugar. Por un minuto tanto Matilde como Eduardo se mantuvieron callados, contemplándose a hurtadillas, con la respiración jadeante y el rostro empapado.
-Lo siento –dijo ella, rompiendo el hielo- es evidente que no sirvo para este trabajo. Perdóneme por hacerle perder su tiempo, Sr. Troncoso, creo que será mejor que me vaya.
-No, por favor –la retuvo el hombre, con cierta ansiedad- nadie puede ser brillante en su primer día de labores. Creo que manejó bastante bien la situación, dadas las circunstancias.
-Entré en pánico...
-Todos entran en pánico al estar con mis hermanos –prosiguió, mirando con cierto desdén al hombre en el suelo - No le costará acostumbrarse a sus labores, Srta. Foster. Con el tiempo, esto será rutina para usted.
-Don Eduardo, no quiero que “esto” pase a formar parte de mi rutina.
-Un millón de pesos al mes –le interrumpió él- Solamente por alimentarlo y sanarle las heridas. Piense cuando podrá volver a ganar esa cantidad de dinero.
Matilde calló; efectivamente era mucho más de lo que podría ganar en cualquier otro empleo. En un par de meses podría tener suficiente como para pagar todas las deudas de los meses de cesantía. Miró al hombre que yacía en el suelo, para estudiarlo bien.
-Dormido así no se ve tan amenazante –comentó la mujer.
-Ya le dije que era cuestión de acostumbrarse –contestó Eduardo, con algo de condescendencia- vamos, le diré a Adriana que le enseñe su habitación.
Una vez instalada en su nueva habitación, Matilde bajó para la cena; Mucho le impresionó encontrar a la desaliñada y mal vestida Adriana ataviada con delantal de cocinera sirviendo un maloliente guiso de verduras sobre platos mal lavados. La mujer, despeinada y con restos de comida en su desgastada camisa, miró a Matilde con sorpresa y en seguida le dirigió una entrecortada sonrisa, invitándola a sentarse.
-¿Es el día libre de los empleados? –preguntó la enfermera al percatarse de que no había ningún sirviente en toda la casa.
-No, no tenemos servidumbre en esta casa- contestó severamente Eduardo, sin quitar los ojos de su plato.
Matilde mantuvo silencio, pero retuvo la vista en sus dos comensales, como si esperase una explicación.
-Si esperaba tener alguien con quien chismear siento decepcionarla, Srta. Foster. No va a tener más compañía que la mía y la de mi mujer. Bueno, y la de Tobías, por supuesto. Verá, nosotros no solemos ir al pueblo, no nos gusta salir de casa. Ya nos cansamos de las caras de compasión y burla; por eso, casi como un favor, me gustaría pedirle que además de cuidar a Tobías, usted se haga cargo de los trámites que hay que hacer fuera de casa.....hablo de pagar cuentas, pedidos de almacén, ese tipo de cosas, nada complicado.
Matilde miró a Troncoso apretando los dientes. Avaro, tacaño. Con tal de ahorrarse un sueldo, le iba a cargar con quehaceres domésticos. Eso no le hacía nada bien a su orgullo, pero todo fuera por el millón mensual que le iban a pagar.
Matilde no pudo pegar una pestaña aquella noche; su habitación era demasiado grande. El frío parecía haberse asilado en la casona de campo, llenando con su presencia cada rincón.
Un gran ventanal comunicaba su cuarto en segundo piso con el jardín posterior de la casa, en donde abundaban los árboles de frondosas copas, despojados de todas sus hojas por el otoño. Un seco golpe en el ventanal sobresaltó a la mujer; se sentó en la cama y encendió la pequeña lámpara del velador. El reloj indicaba las 4 menos veinte. Ya no había caso seguir intentando dormir, pensó, y tomó un libro de autoayuda.
Fue entonces que la oyó. Una carcajada punzante e histérica, pero en voz baja, ahogada por el silencio, como de alguien que quiere pasar desapercibido. Extrañada, se acercó al ventanal para intentar descifrar de donde provenían aquellas risitas. Afuera, el viento borraba todos los demás ruidos. Las ramas y hojas secas bailaban en remolinos, confundiendo los cansados ojos de la mujer. Luego de un par de minutos, Matilde cerró las gruesas cortinas y regresó a su cama.
Intentó recuperar el sueño cubriéndose con las colchas hasta la altura de su nariz. Pero antes que alcanzase a olvidar el asunto, un gran ruido la volvió a sacudir; esta vez, el de una piedra arrojada contra su ventana, y nuevamente la carcajada. Era un niño sí, un niño que reía enloquecido. Temblando de pies a cabeza, se acercó a las cortinas grises que tapaban los vidrios. Entre las ramas secas de los árboles, Matilde pudo divisar un cuerpo ancho, macizo, que se movía con rapidez entre troncos y arbustos, espiando, riéndose.
Una nueva piedra fue arrojada contra la ventana, arrancándole un grito; Divisó al hombre con medio cuerpo oculto tras el árbol; sus facciones se veían borrosas, a excepción de los ojos brillosos y los dientes blanquecinos, que le dirigían una sonrisa desafiante. Soltó una última carcajada y se internó en la oscuridad, corriendo como un lobo. No había lugar a dudas; Gaspar Troncoso no había escapado. Él seguía ahí en la parcela, oculto en el bosque, esperando la noche.
Eduardo estaba tomando desayuno apaciblemente con un puro en su mano derecha; Adriana daba vueltas por la cocina con sumisa tranquilidad, sin hacer nada realmente. Ninguno pareció notar el estado de agitación de Matilde aquella mañana.
-¡Es su hermano, don Eduardo, estoy segura! ¡Él estaba afuera de la casa, tirando piedras a mi ventana, imitando la voz de un niño!
Eduardo miró de reojo a Adriana, y ambos ahogaron una carcajada. Una vez recuperada la compostura, pero aún con una tenue sonrisa, Troncoso se dirigió a la enfermera:
-Eso es imposible, Srta. Foster; si Gaspar hubiese estado cerca, nosotros ya lo habríamos encontrado. Él siempre odió este lugar. Si se escapó, fue para alejarse de aquí.
-Pero él no es una persona que esté en plenitud de funciones.
-Yo creo que a usted la pone nerviosa el campo, Srta. Foster, como a todas las personas de ciudad. El silencio los enerva tanto que empiezan a ver y oír cosas. No se preocupe, no es a la primera que le pasa.
-Las demás enfermeras también oían cosas –dijo entre risas Adriana, mientras tomaba bruscamente un pedazo de pan de la mesa y se lo echaba a la boca- ¡es muy divertido!
-Yo les juro que vi a un hombre allá afuera....
-No sea tan asustadiza, y mejor concéntrese en Tobías. Es hora de llevarle su desayuno.
Frustrada, Matilde se puso de pie sin probar bocado y se dispuso a prepararle la bandeja a su paciente; disolvió dos pastillas de tranquilizantes sobre el vaso de leche fría y colocó un poco más en el sándwich de quesillo y, sin emitir palabra, bajó al subterráneo.
En la mañana el lugar se veía aún más oscuro; se dirigió a la puerta derecha y abrió la pequeña ventanilla para pasar los alimentos. Miró de reojo y vio entre la penumbra a su paciente sentado en una esquina, con su ropa aún sucia de sangre, sollozando en silencio. Aparentemente no se había percatado de la visita de la mujer. Dejó la bandeja sobre la ventanilla y se retiró. Pasadas las dos horas, Matilde encontró al hombre dormido sobre el suelo, junto a la bandeja ya vacía; Tomó el manojo de llaves y abrió la cerradura.
El hombre respiraba agitadamente, pero dormía profundo, completamente entregado a los efectos de los fármacos. Había comida desparramada por suelo y pared. Lo tomó por el cuello y lo sentó sobre la silla de ruedas, para trasladarlo hasta el baño; Una tina con agua tibia, preparada minutos antes, lo esperaba. No se esmeró demasiado en limpiarlo; no examinó sus pupilas, no le lavó los dientes y no le importó lo largo de sus uñas; le causaba tedio aquél hombre, y deseaba pasar el menor tiempo posible junto a él.
El cuarto de Tobías era bastante amplio, pero no poseía muchos muebles; apenas una cama americana y una lámpara de goma que envolvía la ampolleta del techo. No había cortinas, dada la escasa luz que entraba a la habitación. Las paredes estaban rayadas, y la pintura descascarada en algunos rincones, dejando al descubierto pedazos de ladrillo. Depositó al hombre sobre su cama y retiró la silla de ruedas. No le pareció tan difícil, después de todo.
Aquella noche Matilde estaba agitada. Adriana le había prestado el pequeño televisor que tenían en la cocina, con el cual al menos podía escapar del silencio. No le resultaba fácil conciliar el sueño en aquella casa. De pronto, un agudo aullido proveniente del primer piso volvió a colocarla en alerta; era poco más de la medianoche, y afuera solamente se sentía el ruido del viento. Aterrada, se ocultó bajo las sábanas y apagó el televisor. Un profundo silencio siguió al grito. La ausencia de reacciones la volvían más nerviosa.
De súbito, un nuevo alarido, más prolongado que el anterior. Venía de abajo, y esta vez le pareció familiar. Se puso la bata rápidamente y, tomando un abre carta, se dispuso a bajar.
La casa se encontraba en total silencio, y como ella aún no conocía bien sus rincones, no daba con los interruptores. Comenzó a palpar con recelo las paredes del pasillo, en busca de la luz, con las piernas temblorosas. De pronto, todas las luces se encendieron, y Adriana apareció desde el primer piso, interceptándola en las escaleras. Matilde, aliviada, sintió el impulso de abrazarla, pero se contuvo.
-No te asustes, querida, solamente es Tobías con otro de sus ataques.....no es nada grave, vuelve a acostarte.
-Pero algo le está pasando –un nuevo alarido irrumpió en el aire- deberíamos ir a verlo.
-Tú no conoces a esos pobres como yo. Tobías acostumbra a lastimarse para llamar la atención; lo hace casi todas las noches. No le hagas caso o será peor. Tendrás que acostumbrarte a sus pataletas nocturnas, son habituales. Yo y Eduardo ya ni nos despertamos. Si no es porque bajé a tomar agua...
Matilde volvió a su habitación, en contra de su voluntad. Los gritos continuaron durante toda la noche, y ella no pudo volver a pegar un ojo. Pero, por más que continuaron, decidió hacerle caso a Adriana, y no bajó.
Aquél día cumplía una semana en la casa. Era necesario hacer un aseo a fondo, tanto de la pieza como de su paciente. Limpiaría las manchas de comida del suelo, asearía el baño, cambiaría las sábanas; Incluso pasaría por la desagradable tarea de abrir su boca y lavarle los dientes.
Tobías, tal como las noches anteriores, había gritado durante largas horas, mientras ella lo oía sin moverse de su cama. La idea de que Gaspar estuviese oculto en su pieza la llenaba de miedo, así que la posibilidad de bajar a medianoche era nula. Al limpiarle la sangre, notó un hecho que la extrañó sobremanera; Tobías tenía heridas largas y finas, como si hubiesen sido producidas por un arma blanca. Alarmada, comenzó a revisar la pieza rincón por rincón, buscando el escondite en donde el hombre ocultaba la navaja que usaba para auto herirse. No encontró nada.
Bastante extrañada, volvió a la faena de asearlo. Había llegado la hora de lavarle los dientes, pese a lo mucho que le desagradaba la idea. Tomó una escobilla del baño, la llenó de pasta de diente y, con la fuerza de sus manos, abrió las mandíbulas de Tobías. Y entonces, descubrió algo de que no se había percatado hasta entonces:
No tenía lengua.
-¿Qué no le había dicho que Tobías se había cortado su propia lengua en un arrebato de furia? Qué distraído soy. Estaba seguro que eso había sido la primera cosa en decir.....
-Eso es terrible ¿cómo podría comunicarse de otro modo que no fuesen gruñidos? Y, además, encontré marcas de cortes con navajas en su cuerpo. Don Eduardo. él no está bien aquí, es indispensable que lo llevemos a un lugar en que puedan cuidarlo como se debe.
-¡No insista, Srta Foster –antepuso el otro, molesto- Mi hermano nunca saldrá de esta casa. Espero no tener que volver a repetírselo. Se lo juré a mi madre, y cumpliré mi palabra.
El hombre se marchó, dejando a la enfermera desconcertada. Ya no sabía qué pensar. Comenzaba a preguntarse si el dinero valía todo ese sacrificio.
Pasado el almuerzo, Adriana le entregó dinero para que fuera de compras al pueblo. Un radio taxi la esperaba en la puerta. Le agradó mucho la idea de compartir con alguien, después de aquellos días de aislamiento. Apenas se subió al vehículo, inició el diálogo, hablando del clima, del paisaje y de lo mucho que le gustaba el campo. El conductor solamente asentía con la cabeza, sin entusiasmarse con ninguno de los temas.
-¿Usted sabía de la familia Troncoso? –le preguntó finalmente ella, intentando averiguar las teorías populares respecto a ellos.
-Por supuesto- contestó brevemente – todos en el pueblo conocen a los Troncoso.
-¿Y qué se dice de ellos?
-Lo que usted seguramente debe haber visto. Que están locos. Que son peligrosos. Que están encerrados.
-¿La gente les tiene mucho miedo?
-Yo diría más bien lástima. Y rabia, por como tratan a esos dos. Un buen día van a escaparse y matarán al despiadado que los tiene encerrados.
-¿Usted conoce a Don Eduardo?
-Muy poco. Él se la pasa viajando por negocios, aparentemente. La única que se queda es su esposa. La Sra. Troncoso es la que va al pueblo, aunque hace un buen tiempo que no se le ve por allá...seguramente estará haciendo sus compras en otro lugar. Pobre, ella es la que más pena me da. Quedarse cuidando a esos dementes sola, sin más compañía que la de sus empleados...usted sabe, ella nunca pudo tener hijos....
-¿Empleados? ¿Había empleados en la casa?
-Preferiría no seguir hablando de ese tema, Srta.; Los Troncoso tienen mucho dinero, y nadie los quisiera de enemigos.
Por más que la mujer intentó volver a ahondar en el asunto, el chofer se mantuvo silencioso. Luego de 25 minutos por caminos de tierra, llegaron al pequeño y modesto pueblo cercano a la parcela. Se detuvieron en un almacén y ella se bajó con la lista que le había entregado Adriana. Aunque nunca dijo quién era o donde trabajaba, todas las señoras que se encontraban en la tienda parecían saberlo, a juzgar por la curiosidad y recelo con que la observaban.
Se sintió muy incómoda con el sepulcral silencio de los presentes; podía comprender, en parte, porqué los Troncoso ya no querían ir al pueblo. Se subió al taxi con la mercadería y ordenó al hombre partir.
-Para esta gente pareciera ser un pecado la locura. ¿vio como me miraban?
-En los pueblos somos así, señora. No nos gustan los extraños.
-Con razón ellos no quieren volver a salir.
-No se equivoque. A diferencia de su esposo, la Sra. Adriana es muy querida por la gente. Es una mujer muy buena, y de una paciencia inagotable. Además, es tan bella y elegante, que no puede más que provocar admiración.
-¿Bella?...¿usted encuentra bella y elegante a la Sra. Adriana?
-Por supuesto. Al menos lo era, tiempo atrás.
Matilde emitió un suspiro de incredulidad y calló. No sacaba nada con tratar de obtener información de alguien que encontrara bella y elegante a la descuidada esposa de Troncoso. Seguramente las demás mujeres de este pueblucho deben ser un espanto, pensó la enfermera. Con cierta angustia, vio al taxi alejarse, dejándola nuevamente en soledad.
Guardó las compras y enseguida fue a ver como estaba el enfermo; observó por la escotilla y lo encontró durmiendo, sin notar heridas o sangre, al menos desde la distancia. Se disponía a subir cuando oyó ruidos en la habitación a la izquierda del pasillo: la pieza de Gaspar.
La mujer se paralizó; seguramente Gaspar se encontraba en aquella habitación. Sin pensarlo más, se lanzó escaleras arriba. Pero antes de alcanzar el primer piso, la curiosidad la hizo detenerse. Era su oportunidad para averiguar qué escondían los Troncoso. Si seguía escapando, perpetuaría su miedo. Era mejor enfrentarse a algo real. Volvió a descender los escalones.
La puerta estaba cerrada, pero sin llave. Desde el interior se podía oír una especie de canto. Cuidando no hacer ruido, Matilde giró la manilla.
Y ahí estaba ella. O más bien, él.
Adriana de Troncoso, la desarreglada y maciza esposa de Eduardo, era un hombre. No le quedaron dudas al verlo jugueteando desnudo sobre la cama.
Están todos locos en esta casa. Debo irme de aquí, ahora mismo. Lo antes posible. Debo irme YA.
Temía decirle a Troncoso que se marchaba, pues podría sospechar algo. Fugarse a pie en la oscuridad, con maletas y un loco suelto por ahí, era absolutamente impensable Lo mejor sería irse de madrugada, qué importaba ya que no le pagaran nada. Entraría al escritorio sin ser vista, llamaría a un radio taxi por teléfono y se marcharía en medio de la noche.
Decidió calmarse y actuar como si nada. Se ofreció a cocinar la cena, para tener así la posibilidad de mezclar en los guisos los mismos calmantes que le suministraban al loco que cuidaba. Una vez puestos a dormir, se apoderaría del manojo de llaves de Eduardo, abriría el escritorio, llamaría por teléfono, y no volvería a poner sus pies en aquél lugar.
Subió a su habitación a esperar que los calmantes surtiesen efecto. Cuando hubo pasado un tiempo prudente, regresó al comedor y encontró a Eduardo y al que decía llamarse Adriana, sentados sobre la mesa, profundamente dormidos. Se acercó lentamente a Eduardo y removió sigilosamente el manojo de llaves que llevaba en su cinturón.
Había anotado el teléfono de la compañía de radio taxis del pueblo, y apenas abrió la cerradura del escritorio, se abalanzó sobre el teléfono y solicitó que viniesen a buscarla.
-Lo siento –le dijo la operadora- no podremos enviar ningún auto para allá antes de cuatro horas. Si usted lo hubiese pedido con anticipación...
-Pero es una emergencia......
-Lo siento, Srta. No hay nada que yo pueda hacer.
Cuatro horas. Eso le parecía una eternidad. Ya tenía las maletas listas en su pieza. Pero no debía caer en pánico; total, si nada había sucedido hasta entonces, no tendría que ser diferente en las horas siguientes. Cerró el escritorio, retornó el manojo de llaves al cinturón de Eduardo y dejó todo tal como estaba.
Eran pasadas las once de la noche; Volvió a su habitación y se cerró con llave. La temperatura lentamente comenzaba a descender. Matilde miraba de reojo de cuando en cuando ventana afuera, con la esperanza de que el taxi se adelantara un tanto. Pero nada. Dieron las doce, doce con treinta. Una de la mañana. De pronto, el lejano sonido de un teléfono rompió el silencio. Venía del escritorio; de seguro era de la compañía de taxis. Al cuarto ring, el sonido se detuvo. Matilde, acercándose al borde de las escaleras, se concentró en el silencio y pudo oír un tenue murmullo. ¿Acaso Eduardo habría contestado el llamado? Eso la delataría de inmediato.
Bajó sigilosamente las escaleras, mirando para todos lados. Tomó una de sus jeringas con fuerza y se dirigió al comedor; ya ninguno de los Troncoso estaba en la mesa..Habían pasado más de 4 horas desde la cena, y el efecto de los tranquilizantes ya podría haber pasado.
Lo más probable era que ambos estén durmiendo en su habitación. Eso es, deben haberse despertado en la mesa, cansados, y se fueron a acostar.
Llena de miedo, se encaminó hacia el escritorio. Encontró la puerta cerrada, pero no quiso girarla, por si Eduardo estaba adentro. Los gritos de Tobías irrumpieron con violencia desde el subterráneo, disparando los latidos de la enfermera. Eran gritos salvajes, casi inhumanos. Se oían murmullos, pero no se podían entender. La compasión pudo más que el miedo, y decidió bajar para inyectarle calmantes, sin encender luces para no delatar su presencia. Al llegar al último peldaño, vio algo que la estremeció; la puerta de la habitación derecha estaba entreabierta.
Tomó la jeringa con fuerzas y avanzó, apoyándose en las mohosas paredes. A medida que se acercaba, podía distinguir que, tras los lastimeros chillidos de su paciente, había otra voz, gruesa, violenta, que murmuraba con rabia y reía. Se acercó un poco más y pudo divisar el cuerpo de un hombre sentado sobre él. El atacante tenía un cortaplumas en la mano, el que clavaba una y otra vez en su víctima, entre risas e insultos. Temblando, Matilde se acercó al hombre para enterrarle la jeringa, pero un mal paso llamó la atención del agresor, quien giró el rostro y se enfrentó cara a cara con la enfermera.
Matilde dejó caer la jeringa al suelo.
-¡ Don Eduardo!.....
Eduardo, sonriendo con un poco de la sangre de su hermano en los labios, volvió a mirar al hombre en el suelo, como si no hiciera caso de la presencia de la mujer en la habitación.
La mujer retrocedió dos pasos; vio brillar en los ojos de Eduardo (o mejor dicho, del que ella conocía como Eduardo) el fuego descontrolado que percibiera en su mirada cuando lo conociera. Pero ese fuego estaba ahora desatado, sin control.
-Dios mío ¡Usted no es Eduardo Troncoso! – gritó ella, angustiada. Dirigiendo la vista al ensangrentado hombre sin lengua que yacía en el suelo, exclamó- ¡Eduardo Troncoso es él!
-Entonces dígame Gaspar –respondió estallando en carcajadas- ¿No le resulta ridículo que todo este tiempo me haya estado diciendo que “creía haber visto a Gaspar, que lo podía oír caminando por el jardín, por la casa?”
Matilde, consternada, recordó la primera vez que vio a Eduardo, cuando lo creía Tobías; La había intentado abrazar, buscando ayuda, pero ella, dejándose llevar por las palabras de su hermano, pensó que trataba de atacarla.
-Pero ahora llegó la hora de callar su bocota ¡Yo sabía que no podíamos confiar en usted!
El hombre aplaudió dos veces y de súbito, el verdadero Tobías, el que se había estado haciendo pasar por Adriana, apareció en la puerta de la habitación. Matilde se dio media vuelta horrorizada. Divisó en él a la misma mujer fea y sin gracia que le abriera la puerta cuando llegara, la que no sabía cocinar en absoluto, la que se comportaba de forma apacible y remilgada. Pero no tenía sus trajes de mujer; ahora tenía un short y una polera blanca, manchada de lodo y tierra, y al encararse con Matilde por primera vez como hombre, soltó una breve pero sonora carcajada; la enfermera reconoció al instante la mirada fija y los dientes blancos que captara aquella noche, oculto entre las árboles.
-Es hora de jugar, Tobías –le ordenó con severidad Gaspar.
-¿Jugar? ¿Jugar a qué? –respondió el otro, distorsionando su voz hasta agudizarla por completo, como la de un niño de 4 años que aún no sabe hablar bien.
-Es hora de jugar a matar a la perra.
-¡Viva, me encanta jugar a matar a la perra!- exclamó el otro, aplaudiendo. Y, cambiando la expresión de su rostro, dejando de lado la apacible y sumisa Adriana, Tobías constipó sus facciones, perdiendo la mirada y apretando los dientes. Como un grito de caza, comenzó a repetir en voz alta, sin tregua, la misma palabra. “Perra, Perra, Perra, Perra, PERRA..:.....”
Matilde soltó un alarido y se largó a correr escaleras arriba, sin rumbo y golpeándose contra las paredes. De cerca la seguía el demente, que corría como un animal desbocado, emitiendo aullidos y extraños ruidos, repitiendo la palabra “Perra” una y otra vez. Al verlos partir, excitado, Gaspar volvió a dirigirse Eduardo, aún en el suelo.
-¿Ves? –le decía entre risas- otra más que te vas a tener que comer. Lástima que tu lengua esté en el congelador; no me vas a poder contar si la Srta. Foster tenía o no el mismo sabor que Adriana...
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