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EL MAESTRO DE VIOLÍN


Ocurrió en el sur, durante una de las tantas giras que la orquesta organizaba por esas frías latitudes. Tocamos en varias ciudades de la Patagonia, algunas importantes, otras, sólo un entrecruzamiento de casas y calles para justificar un nombre.
En la última de nuestro itinerario, (apenas un pueblito alrededor de la ruta), luego de nuestro concierto, me pidieron que me quedase unos días para dar unos cursos de iniciación al violín; más precisamente, que dirigiese un concierto con su orquesta de jóvenes alumnos de la Municipalidad. Miré mi agenda, estaba vacía para esos días y acepté de inmediato. Me despedí de mis colegas y seguí mi camino.
Me alojé en el único hotel del pueblo. Estaba casi vacío, añorando quizás, la sombra de un huésped lejano. Comí algo en el bar; el mismo dueño me sirvió la comida. Su mujer le daba las órdenes desde la cocina. Después del postre me condujo a la habitación y me entregó unas toallas y el control remoto del televisor. Soñé esa noche que ese hombre era manejado por control remoto desde la cocina.
Al otro día desayuné con el otro huésped del hotel: un hermoso gato siamés al que apodaban misteriosamente” Jerry”. Me sirvió el mismo hombre manejado a control remoto. Después de consumir unas medialunas que serían del siglo anterior, me reuní con la gente de cultura en las oficinas del Municipio. Para esa tarde ya tenía programada mi primera actividad
A pesar de los pocos recursos que disponía la Municipalidad, me sorprendió el entusiasmo que ponían los lugareños en llevar adelante su proyecto cultural. La supervisora del plan, una mujer relativamente joven y educada, me comentó que ensayaban en un precario salón de actos de la única escuelita del pueblo y que hoy estaban de festejo porque habían conseguido una donación para comprar una estufa. No era para menos, las temperaturas bajo cero dificultaban el aprendizaje.
Un alemán octogenario era el que dirigía el proyecto. La idea era formar una orquesta infantil con los niños de las zonas más excluidas de la provincia. Los instrumentos los había donado gentilmente la embajada de Alemania, por iniciativa del viejo teutón y las clases las daba el mismo anciano con los pocos conocimientos que tenía o que recordaba de sus años juveniles.” Emociona ver a los chicos llegar con sus instrumentos a cuestas, embarrados de ilusiones” contaba emocionada la mujer de cultura; “se lo debemos todo a él”, decía en referencia al peculiar maestro de violín.
Decía su curriculum que el profesor había estudiado de chico en el conservatorio de Heidelberg, y que había tocado en varias orquestas de provincia, lo cual era más que suficiente para llevar adelante el plan. Los alumnos estaban encantados con él; era como un abuelo para todos ellos.
El primer ensayo fue esa misma tarde. Después de ultimar algunos detalles con la gente de cultura, me fui a la escuelita donde daban los cursos; quedaba a media cuadra del hotel. El viento me hizo llegar más rápido de lo que pensé, la llovizna dibujaba un llanto sobre mi rostro burlándose de mi paciencia.
El salón estaba acondicionado para los ensayos, con su larga fila de atriles prolijamente dispuestos en semicírculo. La estufa, su gran conquista, observaba, inmóvil, las consecuencias de su invisible poder.
Los chicos llegaron de la mano de sus padres, algunos desde muy lejos; al principio se intimidaron por mi presencia. Cuando vieron que yo también era un ser humano se relajaron y tocaron juntos una pieza fácil, algo así como una canción de cuna que el viejo les arregló para su formación. Más tarde, algo folklórico, creo que del norte del país, recordó nuestros orígenes.
El alemán se mostraba sumamente afectuoso con los chicos, hasta les servía una generosa merienda, que nadie despreciaba, por cierto. Se tomaba un tiempo generoso con cada uno de sus alumnos, a los que apodaba en alemán “mis nietos”. El maestro había logrado lo que un imposible: que los chicos tuviesen disciplina y orden, algo nada despreciable por estas latitudes.
Luego de tocar la canción de cuna los hizo pasar uno por uno para que tocasen frente a mí. Les corregí y les sugerí algunos conceptos básicos, lo que el poco tiempo me daba para hacerlo y preparé con todos los alumnos al final del día, un minué de Boquerini para el concierto de clausura.
Esa noche cené con los organizadores del curso en el bar del hotel. Nos atendió el mismo hombre de siempre convertido ahora en mozo. Yo me preguntaba cómo hacía para estar en todos lados al mismo tiempo.
No escatimé en elogios a su pequeña orquesta y a su genial maestro. Era sorprendente cómo se comportaban en grupo esos chicos que venían de las zonas más marginales de toda la provincia. Estaba claro para todos que la función de esta orquesta no era sólo la de aprender música. Estaba claro también para todos, que el proyecto dependía del apoyo del gobernador. Terminamos hablando más de política que de música.
Yo me repartía los días entre los ensayos, las clases individuales y las largas conversaciones con el alemán. La última noche la recuerdo más que ninguna. Fue en la víspera del concierto final. Me invitó a comer a su casa. Quedaba en las afueras del pueblo, aunque eso no significaba nada. Su mujer, nos estaba esperando con un exquisito Strogonoff. Era alta y elegante, pero algo anticuada; parecía salida de una ópera de Wagner.
Cuando entré recordé una casa a la que yo había estado en el sur de Alemania. Era un calco o quizás todas fuesen así por dentro. Lamenté no hablar el alemán porque era lo único que le faltó a la velada rodeada de toda la simbología germana que a uno se le ocurriese. Su querida Heidelberg colgaba desde todos los ángulos posibles.
-Hermosa ciudad, decía la mujer mientras servía la comida.
-Ya lo creo, contesté, Beethoven pensaba lo mismo, dije para romper un poco el hielo germánico.
-El viejo sonrió, era la primera vez que lo hacía desde que lo había conocido.
En esa, su primera sonrisa, reconocí el afecto mutuo que nos habíamos construido en estos días de labor conjunta. Sabía que nunca olvidaría ese gesto, así como tampoco podría olvidar su mirada de rayos x que tenían sus ojos claros. Cuando miraba, miraba en serio, como si sus ojos de pronto hiciesen contacto con su alma y ésta a su vez estuviese conectada con una base de datos ancestral.
Más tarde, la cerveza nos tendió un gentil puente entre dos mundos distintos. Recorrí su juventud, su país y la tragedia de la guerra; sus años en Sudamérica, su pequeña fábrica de cerveza artesanal y su anhelo de volver algún día a Alemania. Para rematar la noche me sorprendió con un viejo disco a vinílico donde el Idilio de Sigfrido de Wagner, dirigido nada menos que por Furtwrangler, nos transportó de repente, a su tierra natal.
Había algo que sobrevolaba el ambiente y era el hecho de que no habían tenido hijos y esto quizás explicaba su devoción por los chicos y su orquesta. La Walquiria, (así la apodé yo) estaba orgullosa de los logros conseguidos por su marido y muy entusiasmada con una posible presentación de la orquestita en la capital de su provincia para el mes próximo. Faltaba solamente la aprobación del Gobernador. Le prometí que los ayudaría desde mi humilde posición.
Al otro día llegó el concierto final. Los chicos estaban prolijamente de uniforme y ordenadamente entraron al recinto, como si estuviesen en una banda del ejército. Sus padres fogoneaban un recuerdo con sus intermitentes flashes. No había faltado nadie a la cita, las autoridades estaban en la primera fila de la platea. Primero tocaron lo que habían preparado con su maestro y luego dirigí yo el minué. Recibí una catarata de aplausos pero yo sabía que eran para el viejo. Como remate final todos los vecinos del pueblo nos agasajaron con un cordero patagónico.
Me comentó el intendente, luego de la cena, que los chicos esperan con ansiedad la llegada de la tarde para ir a la orquesta y tocar sus instrumentos y compartir un momento de magia. “El viejo les devolvió los sueños”, decían los padres de los alumnos, cuando me despedí de ellos.
Me fui al otro día ya que mis tareas en la capital así lo requerían; lo eché de menos al alemán, porque ya había llegado a entablar cierta amistad con el peculiar maestro de violín. Prometí volver, ayudar y escuchar las anécdotas de juventud del violinista de Heidelberg.” Hay muchas cosas que no le conté”, me dijo cuando me despidió emocionado en el aeropuerto.
Como al año volvimos al sur. Esta vez no pasamos por la ciudad del maestro de violín pero como teníamos un día libre, yo aproveché el viaje para pasar a saludar a los entrañables viejos. Sabía que habían logrado tocar para el gobernador y que el intendente le otorgó un importante premio.
Pasé primero por el hotel. Su dueño, sentado en la puerta estaba curiosamente contento. No era para menos, su mujer ya no le daba las órdenes desde la cocina sino desde el cementerio.
Seguí caminando y me topé enseguida con la escuelita donde dimos el concierto final. Pregunté si sabían algo del alemán y la Walquiria. “No están”, me contó el portero. Se habían vuelto a Alemania. Lo lamenté, pero a la vez me alegré por ellos, nadie más que yo sabía lo que significaba para Josef Schwammberger volver a su patria.
- ¿Viajó por lo de su premio? le pregunté.
-Nada de premio señor, lo extraditaron.
-¿Y porqué?
-Por criminal de guerra. Hacía cuarenta años que lo venían buscando. Ha sido un golpe duro para todo el pueblo. Dicen las malas lenguas que fue uno de los ideólogos de las cámaras de gas.



Texto agregado el 30-05-2010, y leído por 173 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
31-05-2010 me gusto el cuento ysobre el ultimo comentario le digo cuales serian las expresiones incorrectas me gustaria saberlo porque asi aprendo para mis cuentos gracias . Rocxy
30-05-2010 A mí me encantó, historia y forma. La_Aguja
30-05-2010 Toda persona tiene derecho a una segunda oportunidad, para hacerse más humano. Gracias, porque me dio un momento de lectura agradable. simasima
30-05-2010 Una anécdota digna de contarse. No obstante el texto adolece de cierta falta de tensión narrativa y abundan las expresiones gramáticalmente incorrectas. sombrabl
 
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