En una boutique, existió un maniquí pálido con una faz pulida: sin rasgo alguno. Este siempre se encontraba exhibiéndose en un aparador contiguo a una calle, las personas que pasaban por ahí se detenían para contemplar la belleza que mostraba, no por el maniquí, sino por la indumentaria, él ya sabía que no lo admiraban, esto lo afligía mucho. Al cerrar el negocio, el maniquí se acongojó por el desdén que le mostraban a el y no a su traje color esmeralda; pensaba que se debía a su rostro, y maldecía con los peores improperios a su creador, sin embargo, se dirigía a un montón de fárragos apilados en el sótano al caer la noche, empezó a buscar sabiendo que era lo que buscaba, tomó tres máscaras teatrales mientras se decía con esperanza “quizá, si tengo rostro me brindarán elogios más que a mi indumentaria, la gente me amará”.
Al día transcurrido se exhibía nuevamente con una máscara de tristeza, en representación de cómo se sentía actualmente, las miradas de las personas le miraban su nuevo rostro, pero eran muy fugaces y no decían nada. Al otro día se mostró con una mascara de alegría, como señal de esperanza ante su primer intento, pero igual. Al tercer día mostró un rostro de enojo, era obvio el porqué de su última faz, pero menos, solo volvía a escuchar el monótono comentario “que hermoso traje”.
Casi al borde de la resignación, decidió tomar las tres máscaras: tristeza, felicidad y frustración; y se las puso una sobre la otra como última oportunidad, las personas que se detenían a mirarlo en anterioridad, le mostraban mayor desdén al traje, para el asombro del maniquí recibía elogios, no se escuchaba decir “que hermoso traje”, esto cambió y ahora decían “que hermoso rostro”, pues el maniquí se había transformado, poseía un rostro humano.
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