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EL DISPARO

Arreciaban el frío invierno y la represión. Parecían ser primos hermanos. Don Abelardo regresó al taller después de hacer una entrega de sillas. Aseguró todo, entró en el pesado pero calentador abrigo que le cubría hasta media canilla y emprendió el regreso a casa.
Detestaba el gélido invierno que acortaba tanto el día, al igual que odiaba la falta de libertad que, además, obligaba bajo el toque de queda a encerrarse temprano en casa. Caminaba con recelo pues debía atravesar una población donde las protestas estaban en su apogeo.

Resentidas reflexiones lo acompañaban en su caminar.
Los dioses declaraban estar ordenando la economía del país, lo que permitiría salir del subdesarrollo en pocos años. Por eso, traspasaban las empresas de todos a manos de unos pocos patriotas de corazón que sí sabrían trabajarlas, haciendo que las riquezas chorrearan en abundancia hacia los más humildes ciudadanos. Porque "el Estado es mal administra-dor", dice el sagrado dogma de la economía
Claro está que no podían poner un precio excesivo a esas empresas a los afortunados amigos, pues debía quedarles algo de capital en los bolsi-llos para hacerlas producir. Eso, todos lo podíamos entender.

Se pedía también comprensión a la gente, ya que, además, había que solucionar la crisis bancaria. Los bancos, como sabemos, son los puntales de la moderna economía. Y los cánones de ésta, en las actuales circuns-tancias, exigían aportarles dineros del Erario Nacional. Por otra parte, los banqueros son personas honorables, honradas. Así es que, frente a tamaña crisis, ¿cómo les vamos a exigir garantías, intereses y fechas de pago? ¡No señores! ¡No se debe agraviar a la gente que piensa y trabaja por el bien de la nación!

Todo esto rumiaba con furor y sarcasmo don Abelardo, a quien recientemente le habían negado un préstamo, porque sus maquinarias no alcan-zaban a garantizar el pago de la deuda y sus intereses en caso de mora. El pobre no caía en cuenta que aquellos eran grandes e importantes empre-sarios que darían brillo y desarrollo al país, cuando él a lo más podría contratar un par de operarios no calificados.

A todo esto, se aproximaba al territorio conflictivo, donde la "pobla" protestaba. En las esquinas convergían hombres y mujeres, muchos jóvenes y adolescentes, y abundancia de niños. Para muchos, era una especie de juego frente a tantas restricciones de reunión y opinión. Un juego peligroso y, a veces, trágico.
Porque, si venían los dioses a poner orden entre los subversivos, entonces..., a salir corriendo, con el temor a una bala perdida. Por ese entonces, las balas solían extraviarse y se metían en costillas y cráneos de los "antipatriotas", como los tildaba el dios de los dioses.

El ruido de las cacerolas, monocordes instrumentos musicales de las manifestaciones populares, se escuchaba desde lejos. Ya más cerca, uno podía distinguir las consignas, maldiciones e insultos del folklore nacional contra los opresores, que hacían coro con el monótono resonar de las baterías domésticas.
Don Abelardo se envalentonaba con las protestas. Si no estuviese casado..., si no tuviera dos hijos..., pensaba. Pero, tenía una familia. Por eso no participaba y, al pasar junto a los protestantes, se ponía medroso.

Iba llegando al epicentro, una intersección de dos avenidas. Arreciaba la pasión vecinal. Un grito sobresalió en la algarabía, grito que tuvo muchos ecos sonoros y en desbandada: ¡Vienen los pacos!
En la amplia bocacalle no quedaron ni las almas vagabundas del más allá, por lo que nuestro hombre atravesó la amplia calzada de norte a sur acompañado de un silencio sepulcral. Empezó a sentir el ronquido de un motor. Un vehículo causante de la estampida se acercaba raudo.
El corazón se acurrucó en su pecho, pero recordó y se creyó la mentirosa frase: "quien nada hace, nada teme". Procuró someterse a una insegura tranquilidad. A pesar del frío, irguió la cabeza, sacó las manos del gabán para que se vieran libres de culpa, y prosiguió su camino a casa.

A la luz de unos faroles más allá, divisó a un diosito verde en la pisadera del bus policial, que le apuntaba con su arma y que, justo al pasar frente a él, le disparó.
El fulgor le quiso enceguecer, y el ruido ensordecer. Un ardor en el cuello, ¿o en la espalda?, no sabía bien, lo invadió.
¡Me dieron!
El bus giró en la esquina y continuó su rumbo alfombrado de miedo. Más allá resonaron otros disparos.

Sus piernas comenzaron a temblar, pero, le faltaban aún cinco cuadras para llegar a casa. Una cuadra más allá empezó a sentir un líquido calien-te que bajaba por el cuello, ¿o desde los hombros?
Estaba confundido.
Debo llegar a casa.
Pronto, el líquido, viscoso lo sentía, bañaba todo su dorso y lo iba abrazando hacia adelante. No se atrevía ni a mirar ni tocarse. El paso se le hizo inseguro.
¡Debo llegar a casa!

Porque sabía. Lo había visto al salir temprano en los primeros días del golpe de Estado, recién terminado el toque de queda. Cadáveres regados en las calles. Camioneros que tomaban de pies y hombros a los "subversivos caídos en enfrentamiento con las fuerzas de orden" y, con un vaivén, los tiraban arriba de los camiones y se marchaban rumbo desconocido. Pocos osaban reclamar los restos de sus desaparecidos, y nunca se supo a dónde fueron a reposar.
No quiero que eso me suceda. ¡Debo llegar a casa!, fue su angustiosa letanía.

A medida que atravesaba la penúltima cuadra, un erial oscuro donde se reunían los drogadictos, ya arrastraba sus pies de plomo.
¡Debo llegar a casa!
Que por lo menos, no desapareciera de la historia sin que su mujer e hijos no supieran siquiera dónde depositar un ramo de flores en recuerdo y aprecio. Atravesó el último pasaje y continuó aferrándose a los barrotes de los antejardines. A esa hora ya nadie transitaba.

Con sus ojos semicerrados, divisó el último árbol de la cuadra, que quedaba justo frente a su hogar. Ahí tienes que llegar, "Ave Lerdo", se dijo, recordando la burla que hacían de su nombre los compañeros de Básica. Y su mente en agonía empezó a rememorar a grandes rasgos primero su infancia, luego su adolescencia.
Recordó que ese fenómeno precedía a la gente al morir, por lo que regresó apresuradamente al repaso de su juventud. Debo terminar mi historia completa, se autodeterminó. Sus diversos trabajos, su maravilloso noviazgo con Dorita, el amor de toda su vida; su matrimonio, sus dos hijos. Y concluyó con la entrega de sillas efectuada esa tarde. Había sido muy creativo, y estaba satisfecho de su existencia y lograda felicidad.

Levantó la cabeza y la vista. Faltaban pocos metros. Con menguadas fuerzas se agarraba desesperadamente de las rejas al avanzar.
No llamaré. No gritaré. Debo llegar y entrar. Para retardar lo más posible el dolor de los míos. Eso le dio ánimo.
¡Pero, debo llegar!

Tras varios intentos abrió la cerradura del antejardín, trastabilló, y logró asirse de la manilla de la puerta. Fue incapaz de introducir la llave en la cerradura, golpeó la puerta con las últimas fuerzas, afirmándose en ella para no caer.
Un visillo se deslizó tras la ventana. Dorita atisbó y, al verlo, abrió la
puerta recibiéndolo en sus brazos. Pesaba.
Lo más cercano era una banqueta donde él se dejó caer pesadamente. Quedó con la cabeza entre las manos.
La azorada Dorita empezó a tiritar. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasó? ¿Qué te duele?, llovieron las preguntas. Me hirieron los pacos -musitó resu-miendo-, un balazo.
¿Dónde? En la nuca..., en el cuello..., en la espalda..., no sé bien. No he querido ni tocarme.

La mujer le examinó la cabeza: nada. El cuello: nada. Por detrás levantó el abrigo, luego, la gruesa chaleca de lana. Al subirle la camisa, sus manos ya estaban totalmente húmedas y pegajosas, mientras mil pelícu-las de viudez y abandono la alteraron más aún.

De pronto, advirtió que sus manos estaban húmedas, pero no escarlatas, y puso freno a su enloquecido corazón.
¿Qué ves?, preguntó el agónico Abelardo.
Indulgente, y no queriendo avergonzar a su amor, Dorita le dijo: nada.
¿Nada? ¿Y la herida?
No hay herida.
¿Y entonces? Ven, le dijo ella. Ayudó a incorporarse al confundido Abelardo. Le rodeó la cintura con su brazo y lo guió hasta el baño.
Date una buena ducha caliente. Yo te traeré pijama y calentaré la comida.
Tengo una sopita tan sabrosa, capaz de resucitar muertos. Quedarás como nuevo.
Luego nos acostaremos a descansar. Los niños ya están durmiendo.
Su voz sonaba dulce.
Dorita siempre había sido una dulzura.

Texto agregado el 29-05-2010, y leído por 331 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
23-12-2023 Excelente relato, caso muy común en los 80 y 90. Cuántos mártires quedaron regados por nuestra América, victimas de "una bala perdida ". NAYO56
20-11-2013 Una buena narración donde el miedo crea la fantasía de la muerte. Abrazo Padre. NINI
10-10-2013 Suspenso y humor juntos. Una buena mezcla. Rentass
19-05-2013 Una narración angustiante, al sentir la desesperación del protagonista. Época dura que debemos seguir contando. Felicitaciones. huallaga
21-04-2013 SIGO!! nicasso
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