El sol empezaba a decir adiós. Miró su reloj, eran ya casi las ocho de la tarde. Tomo aire. Estaba sereno. Dio un paso más, sus zapatillas rozaban el aire. De repente miró hacia abajo, hacia a la calle y empezó a observar a toda la gente, que desde aquella altura le parecía minúscula. Corrían de un lado para otro, o al menos eso le parecía, muchos otros discutían, mientras unos pocos parecían medio felices. Nadie se dio cuenta de su presencia. Y eso era lo que precisamente deseaba. Miró al cielo una vez más, en señal de despedida. Suspiró. Alzo los brazos, como quien va a tirarse a una piscina, y entonces en un acto de lucidez y cobardía abrió los ojos. Los dirigió hacia a la calle y divisó a un pequeño grupo de personas que se arremolinaban enfrente del edificio. ¡Mierda! Gritó, para sus adentros, se puso la capucha y salió corriendo hacia la escalera. Las bajó a toda prisa, de dos en dos. Una vez ya fuera, se quitó la capucha y empezó a andar de manera pausada. Tenia que haber planeado mas las cosas, pues el sueño de su vida no era precisamente morirse de aquella forma, no por tirarse al vacío, sino por todas aquellas miradas puestas sobre su inerte cuerpo. Se imaginaba, tirado, en una postura totalmente incomprensible, y con la boca chorreando de sangre, mientras toda aquella gente lo observaba con pena. No soportaba que nadie sintiera pena, ni lástima. Esa gente jamás podría sentirlo por su vida. Nadie puede sentir lo que otro siente. |