EL REGRESO
Mientras contemplaba las ramas desnudas del viejo olmo, una bandada de golondrinas atravesó el cielo, dejando en el aire una estela vibrante. Por unos instantes, seguí el vuelo de aquellos pájaros pensando en que todas y cada una de las evidencias habían ido desgranándose de una forma lenta y continua, como hojas secas caídas en la tierra. Pero yo no supe ver las señales que indicaban la llegada inevitable de los tiempos fríos. Ni siquiera intuí la certeza del peligro hasta que ya fue demasiado tarde para volver atrás, cuando ya no hubo ni tiempo ni razón para escapar porque para entonces yo misma era él y a ambos nos reflejaba la misma luz en el espejo. No hay palabras para expresar el silencio que envolvía nuestros gestos.
Y poco importaron las diferencias, si el color de su pelo era oscuro, rubio, o blanco como ahora; sus facciones, angulosas o redondeadas, o bien ajadas bajo pátina gris de la vejez…Porque, en el momento justo, yo descubriría aquella fugaz detención de su mirada, aquello que yo conocía tan bien y que desde el fondo de sus ojos parecía querer absorber a todo el movimiento del Universo. Sin embargo, ese instante preciso tardó demasiado en llegar, quizá a causa de esa inconsciencia que nos hace ignorar, una y otra vez, las terribles experiencias de nuestras vidas.
Y así viví durante un tiempo, rodeada de su sombra sin sospechar nada, creyendo lo que manifestaba su apariencia de anciano servil y a punto de claudicar. Llegué a considerarlo como el mayor consuelo en aquellos días donde la soledad corroía las horas mientras caminaba bajo el follaje sombrío de los grandes árboles. Un triste sentimiento envolvía mis pasos entre los setos de los jardines de Villa Eugenia: acababa de perder a mi primer hijo, un varón de cinco meses cuyos hermosos ojos no conseguía borrar de mi mente. Era, por lo demás, la segunda muerte que golpeó nuestra casa, pues mi marido había fallecido de fiebres al poco de nacer mi hijo. Recuerdo que quise morir al instante también, y aún ignoro de dónde saqué las fuerzas que me decidieron a clausurar la vida que pocos meses antes parecía crecer en ilusiones y futuro.
Me sentía perdida en medio de aquel vacío que llenaba la finca entera, y había cerrado la mayor parte de las estancias de la casa, quedando para mi uso personal el salón del piano y una parte del ala oeste, con mi habitación al principio del pasillo. Eran días de espera donde las horas se deslizaban pegajosamente bajo el sofocante calor que hacía sudar las piedras; aguardaba la inminente llegada de mi hermana y su marido, que me acompañarían en el viaje de regreso a las altas tierras donde nací, muy lejos de Villa Eugenia y de los huertos brillantes de naranjos y palmeras.
Mis parientes, preocupados por mi salud en la soledad de la gran mansión, recibieron al fin mi asentimiento a las propuestas rechazadas para ser acogida en su compañía. Pero el interminable viaje en carruaje cruzando media Europa, con la guerra preparándose en Italia, demoraba día a día la llegada de los viajeros, complicándose la situación a causa de una enfermedad que en pleno viaje había postrado a mi hermana en una pequeña ciudad del Norte de Alemania.
Un baúl silencioso permanecía junto a la chimenea de mi dormitorio, mientras yo esperaba las noticias paseando mi ansiedad por los senderos sombríos de Villa Eugenia. Los días se deslizaban como blancas lenguas de glaciares, y algo denso envolvía la luz de las mañanas, que parecían detenerse en algún lugar del cielo. Sin embargo, las noches caían bruscamente para fijar de pronto una oscuridad impenetrable que me llegaba hasta lo más hondo del corazón. El tiempo no existía, solo la claridad hiriente y la espesa oscuridad.
Pero fue bajo las columnatas de piedra, en la pequeña glorieta rebosante de flores azules, donde tuvo lugar el regreso de nuestro primer encuentro.
Mis ojos seguían las líneas del libro que siempre me acompañaba, mientras un suave viento susurraba sobre mi cabeza a través del fresco follaje de los sauces. De pronto, un cambio en la intensidad de la luz hizo que levantara la mirada, y ante mí apareció la imagen de unos zapatos sucios de barro seco. Un hombre viejo, de lánguida figura, me miraba en un gesto de desamparo y temor; entonces sentí de pronto que algo se debatía por aflorar en mi memoria; sin embargo, al instante pareció escurrirse aquella sensación ambigua, sumergiéndose de nuevo en quién sabe qué laberintos ocultos.
Aquel viejo apenas pudo disimular su embarazo con un saludo respetuoso con la cabeza, desapareciendo hacia el sitio de los rosales, donde vi cómo sacaba algunos aperos de una bolsa de esparto que sostenía entre sus manos. Empezó a trabajar la tierra con la azada.
Lo cierto era que no recordaba aquel rostro de entre el personal del servicio, y me dirigí a la cocina para preguntarle a María quién era el desconocido jardinero con el que acaba de encontrarme. Mientras caminaba, imaginaba la sorpresa de la cocinera, pues hacía días que evitaba todo contacto con las gentes de la casa. Había dado la orden de no molestarme bajo ningún concepto, a excepción de las noticias de los viajeros, que encontraba siempre sobre la mesa del salón. Me resultaban insufribles las miradas compasivas, y prefería pasar las horas de espera en mi habitación, de la que salía únicamente para mi paseo solitario de la tarde.
Algo bullía lentamente en uno de los fuegos, pero la cocinera no estaba allí. El olor de los guisos y las especias me lastimó, pues apenas me alimentaba en aquellos días. Deambulé por la cocina encontrándola extrañamente silenciosa; quizá María estaría recogiendo las verduras en el huerto o anduviera ocupada con la ropa en el lavadero. Dejé vagar mi mirada hasta que mis ojos tropezaron con un pequeño gancho donde se hallaba clavado un taco de papeles grasientos, escritos con torpe caligrafía. La mayoría eran pedidos de compra y anotaciones de cuentas, pero en uno de ellos aparecía un recordatorio: “Encargar a Tomás la poda de los setos de la glorieta”. De pronto, me sobresaltó a mis espaldas el sollozo ahogado de un niño. Me volví, ya distinguiendo claramente el maullido grave de un gato. Estaba en la parte más oscura, encima de unos sacos de harina. Al principio, sólo pude ver aquella mirada luminosa que me recordó el frío reflejo de la luna sobre las aguas oscuras de la acequia; luego vi su negro pelaje, y, después, su figura abultada y erizada. Se trataba de Miset, el mismo gato juguetón que tantas otras veces había tenido yo en mi regazo y que, por alguna extraña razón, no parecía reconocerme. Le hablé de una forma cariñosa mientras me acercaba a él, pero no conseguí que cejara en su actitud, y sus roncos maullidos eran cada vez más amenazantes. Confundida, salí precipitadamente de allí.
El contraste de la sombría cocina con la luminosidad de la mañana me cegó, y caminé por el sendero bajo la presencia vigilante del sol sobre mi cabeza. Llegué hasta el lavadero y me detuve en el claro que hay detrás de la casa, donde unas cuerdas cuelgan para solear el ajuar. Me adentré buscando a María, y de pronto me rodeó por completo la luz que resplandecía en la blancura de las grandes sábanas extendidas. Entonces escuché de nuevo aquellos maullidos profundos; giré, a un lado y a otro, envolviéndome entre las telas blancas, pero no veía al gato, sólo aquel sonido ronco y extraño que cada vez parecía acercarse más a mi. Una voz de hombre irrumpió de pronto.
-¡Eh! ¿Dónde vas? ¡Ven aquí!
Aparté el lienzo con mis manos y vi al viejo jardinero inclinado sobre la hierba, acariciando el lomo del gato. Hasta mí llegaba el ronroneo complaciente con el que Miset aceptaba el roce de aquellas manos rudas, que se detuvieron cuando el hombre levantó la mirada y me vio.
Y otra vez algo dentro de mí reconoció al instante aquellos ojos, aquella mirada quieta que parecía mirarme desde siempre, y, sin embargo, ni un solo pensamiento, ningún recuerdo pudo atrapar mi mente, pues de pronto una extraña claridad lo invadió todo. Con gran esfuerzo me alejé de allí, en cuanto pude volver a ver de nuevo.
Me precipité corriendo hacia el pequeño huerto donde el fluir de las aguas de la acequia rompía el silencio de la mañana; el sol, casi en el cenit, expandía con fuerza deslumbrante sus rayos sobre las verduras. Pero María tampoco estaba allí. De pronto, sentí un profundo sopor, un entumecimiento extraño que apenas me permitió dirigirme hacia la casa mientras en mi cabeza un zumbido agudo parecía traspasar mis sienes. Casi sin aliento, subí las escaleras de mármol apoyándome en la barandilla, y, cuando al fin llegué a mi habitación, exhausta, me tendí en la cama. Todo se volvió oscuro entonces, la mirada de aquel hombre, la amenazante actitud de Miset y la ausencia incomprensible de María. Mis propios pensamientos formaban una masa informe que me abrumaba, mientras empezaba a comprender que había algo completamente distinto en la casa, algo que parecía flotar sobre todas las cosas y que antes no estaba allí. Aquello lo impregnaba todo, envolviendo el aire, los árboles, las paredes de la casa y a toda Villa Eugenia. Pero la oscuridad se hizo más intensa y mis ojos se cerraron al fin, en un sueño intranquilo.
En días sucesivos, y a excepción del viejo jardinero, nadie encontré a mi paso, ni siquiera aquel ingrato animal –ya dudaba de que realmente fuera Miset-. Sin embargo, la casa estaba habitada. Podía sentir la presencia del personal del servicio, los pasos familiares por la escalera, el abrir y cerrar de puertas, el sonido al dejar los cubos de agua, el ruido al correr las sillas o los muebles…En dos ocasiones, abrí bruscamente la puerta de mi habitación y salí de improviso esperando encontrar a la doncella ocupada en la limpieza del pasillo. Pero no había allí nada más que la luz cayendo desde el techo por la claraboya que iluminaba el comienzo de la escalera, dilatándose hacia abajo por los peldaños de mármol. Entonces me di cuenta de que era esa extraña luz lo que había cambiado, que era aquel resplandor lo que envolvía los objetos, impregnando a la misma atmósfera de una luminosidad nueva y dando una apariencia de espejo a lo que me rodeaba. Bajo la dureza de su fulgor todo brillaba, limpio, deslumbrante, emitiendo irisaciones doradas en la barandilla, reflejos de pulida caoba en los muebles, y, bajo mis pies, el negro más reluciente y el blanco más cegador alternaban en las baldosas ajedrezadas que parecían querer alzarse y liberarse del mismo suelo. Había también una leve palpitación interior a mi alrededor, un pequeño temblor que apenas podía percibir cuando mis ojos miraban de soslayo; entonces algo se movía, vibrando, emitiendo un latido imperceptible que desaparecía al instante cuando enfrentaba la mirada y lo que allí había volvía de nuevo a tomar una perturbadora quietud, llena de vivísimos reflejos.
Era todo tan nítido que mis ojos empezaron a sufrir los efectos de aquella rutilante brillantez. Me dolían, y en mi habitación apenas permitía que un débil rayo de aquella luz atravesara las vaporosas cortinas. A salvo en la oscura penumbra, creía escuchar entonces las voces de María y la doncella entre los crujidos quejumbrosos de las viejas paredes. Sin duda, todos estaban allí, haciendo las mismas cosas de siempre, y eran visibles los efectos de su actividad cotidiana: aunque no sentía ninguna necesidad de alimentarme, la comida me era servida puntualmente en mi habitación, aprovechando mi ausencia; los cajones rebosaban de ropa limpia y perfumada, y en los armarios mis ropas planchadas colgaban delicadamente de sus perchas. En más de una ocasión tuve la campanilla del servicio en mis manos, pero un temor irracional me impidió utilizarla.
Al atardecer, después de leer las noticias cada vez más alarmantes de mis parientes, paseaba por los jardines de villa Eugenia, miraba distraídamente el repetido vuelo de los pájaros, escuchaba el perpetúo murmullo de la brisa…Aspiraba idénticas ráfagas del endulzado perfume de las flores.
También me acostumbré a encontrar la misma rosa amarilla sobre el banco de madera de la glorieta, donde solía sentarme con un libro entre las manos. Apenas abierta, tenía un tallo largo despojado de espinas. No me cabía la menor duda acerca de a quién pertenecían las manos que la colocaban allí cada día, y el denso olor de sus pétalos acompañaba mi lectura mientras observaba al jardinero por los alrededores de la glorieta. Quizá fuera él, y los sonidos que le acompañaban –la podadora cortando las ramas, la azada clavándose en la tierra- lo único que se moviera en aquella naturaleza de atmósfera quieta.
Pero mi ánimo cada vez se removía más en mi interior, y por las noches me embargaba un sueño agitado que terminaba despertándome entre angustiosos sudores fríos. Soñaba que viajaba, que huía de Villa Eugenia en un carruaje llevado al galope veloz de los caballos. En aquella pesadilla, la apremiante necesidad de llegar a la ciudad donde estaban detenidos mi hermana y su marido tropezaba, una y otra vez, con toda clase de obstáculos insalvables. La misma experiencia turbadora se repetía cada noche, pero había algo que nunca lograba recordar, y al despertarme sentía dolorosamente haber extraviado el hilo de Ariadna, que me hubiera conducido por la gruta oscura de mi sueño hacia la salida donde los míos me aguardaban.
Sin embargo, al fin pude ver el fondo de aquel túnel.
Me desperté en mitad de la noche con aquella alarmante sensación de haber olvidado parte del sueño. La luna llena fluctuaba sobre los huertos de naranjos, claramente visibles desde la terraza de mi habitación. Bajé hasta el jardín llevada por un algún instinto, e inmediatamente mis pies siguieron el camino conocido, el sendero de la glorieta. Al pasar por donde los grandes árboles juntan sus ramas en lo más alto, se cerró sobre mí la noche y un sonido muy distinto al croar de las ranas me sobrecogió: escuché golpes sordos de algo metálico sobre una superficie densa y blanda. Era el sonido de la azada sobre la tierra.
Un joven de cabellos rizados cavaba en el suelo de la glorieta. Había sacado los tablones de la tarima, que se esparcían a un lado de los rosales. Desde uno de los setos lo vi hundir el pico, detenerse, mirar a su alrededor, y, rápidamente, volver a clavar la lengua de metal en la tierra.
De nuevo se detuvo, y entonces me habló con la mirada dirigida hacia un bulto envuelto en unas sábanas blancas que se encontraba a sus pies.
-Me mentiste, Laura, me mentiste…
Sacó un pañuelo y se secó la frente, y volvió a mirar al cadáver envuelto en lienzos donde mi rostro asomaba con unos ojos que miraban al vacío.
-…Nunca más volverás hacerlo. Ya te lo dije: conmigo no puedes jugar.
Volvió a cavar, mientras detrás de él mi cuerpo frío recibía la tibia caricia de la luna.
-Cuando María me contó que habías abandonado Villa Eugenia, quise matarte al instante, Laura, quise matarte…
Sus palabras llegaban ahsta mí con toda nitidez. Sentí una honda compasión viendo todo aquel sufrimiento.
-…Tu figura enlutada se confundía con la oscuridad de la noche. Subiste al carruaje aprovechando mi ausencia. Tus ojos estaban humedecidos. Llorabas. ¿Por qué llorabas, Laura? ¿Por qué? Lo que hicimos juntos ya no tiene ningún remedio.
Un dolor agudo me atravesó de pronto; todo giró dolorosamente a mi alrededor, tambaleé, quise desaparecer al instante…pero aquel joven siguió hablando:
-Sí, es hora ya de acabar con los llantos. Sin embargo, tú quisiste irte.
Soltó de pronto la azada sobre el montículo de tierra.
-“El caballo del amo corre más rápido que el viento”, ése es el dicho, y con el corcel de tu marido te seguí y te traje desde aquella fonda.
Se acercó y me tomó la cara con sus manos. Sus ojos parecían mirarme desde siempre.
-Ahora, nada cambiará ya nunca-me dijo. Y me abrazó, envolviéndome en aquella fuerte pasión que nos había destruido, una vez más.
-Yo cuidaré de tus rosales y tú pasarás las tardes bajo los sauces de la glorieta. Así debe ser, juntos los dos aquí, entre estos jardines que son nuestros.
Cerró mis ojos. La oscuridad se volvió una claridad hiriente.
Mientras contemplo las ramas desnudas del viejo olmo, una bandada de golondrinas atraviesa el aire, y, por unos instantes, sigo el vuelo de los pájaros pensando en que todas y cada una de las evidencias han ido desgranándose de una forma lenta y continua, como hojas secas caídas en la tierra.
Espero el regreso de los tiempos fríos. Sé que morirá pronto porque su viejo cuerpo ya está a punto de claudicar. Inevitablemente, todo volverá a fluir y la luz ya no me hará daño.
Y cuando el plazo se haya cumplido regresaremos juntos, una y otra vez, hasta que el error desaparezca y al fin seamos libres de nosotros mismos. Me elevo de alegría como estos pájaros al sentir nuestro regreso tan próximo. ¡Deseo profundamente un amor tan cristalino! Un amor que al fin nos permita separarnos; aunque, para entonces, ya seremos otros. Sin embargo, al regresar sólo podré reconocer unos ojos que parecen mirarme desde siempre. © |