“Barra de labios”.

Cuando sonó el timbre, Virginia cocinaba arroz con costillas que había comprado esa misma mañana. La puerta de la cocina estaba abierta y por toda la casa flotaba el suculento olor de las grasas que lentamente se derretían en el horno. Se quitó el delantal y se dirigió al pasillo. Cuando vio a los tres niños en el rellano de la escalera, recordó que faltaban pocos días para Navidad y enseguida pensó en el aguinaldo que los chicos del vecindario recogen a cambio de cantar villancicos. Pero estos pequeños no cantaban. Fue el más alto de ellos el que rompió el silencio: “Señora ¿puede darnos algo?” Quien había dicho estas palabras tendría unos ocho años, de piel clara y ojos oscuros, llevaba el pelo peinado hacia atrás con esmero. Detrás de él, una niña con una melena suelta daba la mano a un pequeño de poco más de tres años. Virginia no podía apartar su mirada de ella. Los tres tenían un aspecto pulcro, aunque sus ropas, planchadas y limpias, no parecían acomodarse a sus tallas. Sus pequeños cuerpos se perdían en ellas.

Los hizo entrar, y cuando caminaba por el pasillo oyó a sus espaldas la voz del niño, sugiriendo tímidamente: “Si tiene algo de ropa…”

Se quedó paralizada. ¡Claro que tenía ropa!

Colocó todo rápidamente y bien apretado en la mochila que su hija Paula había utilizado en las excursiones escolares. Salió al pasillo cargada con la ropa y con un pañuelo de papel en la mano derecha. Cada uno de los niños llevaba un bulto cuando ya se despedían, pero la niña silenciosa dio un tirón en el jersey de su hermano y el niño pidió: “Señora, ¿no tendría alguna barra de labios para nuestra madre?”. ©