Decía el gran Chejov que si en la primera escena de un drama una escopeta aparecía colgada de la pared, en la segunda o tercera escena esa escopeta debería dispararse. En otras palabras, venía a decir que nada en el relato debe ser accesorio, superfluo, sino que todas sus partes han de estar perfectamente ensambladas. Con ello se dota de coherencia a la narración, y, con la coherencia, de una sensación de necesidad (de fatalidad, en el sentido griego del término). Este principio es conocido como el principio de “la escopeta de Chejov”.
Decía otro maestro, Gabriel Garcia Márquez, que un día de enero de 1965, mientras se dirigía a Acapulco, encontró el tono con el que había de escribir “Cien años de soledad”. Paró el coche y le dijo a su mujer: “¡Voy a narrar la historia con la misma cara de palo con que mi abuela me contaba sus historias!”. La cara de palo de su abuela Tranquilina Iguarán, por muy expresiva, o, mejor dicho, por poco expresiva que fuera, forma parte del lenguaje no verbal. Doña Tranquilina contaría las cosas más fabulosas sin mover un músculo de la cara, sin darles la menor importancia, como si fueran lo más normal del mundo. Pero, ¿qué tipo de palabras usaba?, ¿recurría mucho o poco a los adjetivos?, ¿las frases eran intrincadas o sencillas? Todo eso habría que preguntárselo a Gabriel García Marquez. Mi opinión es que el reflejo de la cara de palo de su abuela en su forma de narrar sólo podía consistir en que la misma no variaba, con independencia de que fuera más o menos rutinario o más o menos fantasioso lo que estaba contando.
Así que tenemos un duelo en todo lo alto entre la escopeta de Chejov, que abomina de los detalles intrascendentes, y la cara de palo de Tranquilina Iguarán, que condiciona los mismos al tono general de la novela.
Si quieren saber mi opinión particular (se la voy a decir de todas maneras), me inclino más por la teoría de la cara de palo. Y voy un paso más lejos: creo que, en general, la verosimilitud de un relato de ficción aumenta conforme aumenta el grado de detalle de las descripciones. Las descripciones pormenorizadas inducen al lector a pensar, de forma inconsciente, que el narrador nos está contando la verdad. Dicho de otra manera, son las anotaciones circunstanciales las que apuntalan la credibilidad de lo narrado. Si un niño se excusa ante el profesor diciendo que no había asistido a clase el día anterior por haber estado en cama con gripe y con más de 38 grados de fiebre, como consecuencia del frío pasado durante el fin de semana en la sierra, el profesor estará más dispuesto a creerle que si sólo le dice que se había encontrado mal. Pues en el relato pasa algo parecido. A modo de ejemplo, incluyo dos textos fantasiosos y plenos de detalles:
En el primero, perteneciente a “Cien años de soledad”, Gabriel García Marquez nos relata el diluvio que hubo en Macondo:
“Llovió cuatro años, once meses y dos días. (... ) Lo malo es que la lluvia lo trastornaba todo, y las máquinas más áridas echaban flores por entre los engranajes si no se les aceitaba cada tres días, y se oxidaban los hilos de los brocados y le nacían algas de azafrán a la ropa mojada. La atmósfera era tan húmeda que los peces hubieran podido entrar por las puertas y salir por las ventanas, navegando en el aire de los aposentos".
En el segundo, perteneciente a “El unicornio”, Manuel Mújica Lainez nos relata como el hada Melusina contempló fascinada la aparición de un unicornio:
“Una tarde, en la floresta de Lussac, cerca del vado de la Biche, donde Clodoveo hizo beber a sus caballos, pasó un unicornio a mi vera, al galope. Tuve tiempo de apresar con los ojos su forma fugaz, y ya había escapado, dejándome la visión multicolor de su cuerpo equino, blanco, su cabeza roja, sus ojos azules, su cuerno negro, blanco y escarlata”.
Para terminar, y por no dejar demasiado mal parado al bueno de Chejov, creo que sería una buena idea darle la vuelta a su principio: “si en la segunda o tercera escena se dispara una escopeta, ésta ha debido haberse visto colgada de la pared (o de algún otro sitio) en la primera escena”. Ello daría vuelo libre a la creatividad del escritor, sin menoscabar la imagen de fatalidad
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