Soy un gato homeless pero me considero especial.
El lugar de los desperdicios que frecuento está rodeado por un semicírculo de piedra donde nos reunimos todos los gatos del vecindario. ¿Por qué me considero especial? Porque cuando ya estaba resignado a entregarle mi vida al Gran Gato, después de un golpe contra el parafangos del coche de un inconsciente, un alma piadosa me recogió, curó mis heridas y abrió mi espíritu. Mi benefactor es un profesor y al abandonar su casa después de dos semanas, no sólo estaba sano, sino que me había convertido en un gato sabio. En mi convalescencia echado en la caja de cartón, le escuché muchas veces hablar con un rectángulo luminoso que no le respondía.
La vida de los gatos en el muro del recinto de los desperdicios es monótona y rutinaria. Estamos siempre pendientes del momento en el que algún distraído lo deje mal cerrado, para desparramar ipso facto el contenido de las bolsas. Ciertos días, sin embargo, suceden hechos que interrumpen la monotonía y le levantan a uno los bigotes; como aquella vez que una viejecita revolvió desesperada los desperdicios haciendo más desbarajuste que nosotros, para encontrar al fin lo que buscaba. Era un bultito insignificante que introdujo con alivio en el bolsillo de su delantal, mientras sus encías relucían desnudas y alborozadas.
Después que viví con el profesor entendí mejor a la gente. Por ejemplo, el viejo de la esquina es un avaro; trae bolsitas insignificantes, lo que indica que compra poco y tira menos. La mujer que una vez por mes llega con bolsas descomunales debe ser sucia y haragana ya que amontona los desechos para no afrontar las pequeñas molestias cotidianas. Hay uno que cuando tira algo, sé que va a volver a los dos minutos para controlar si no puso las llaves dentro de la bolsa. Otros, los generosos, dejan en el recinto cosas todavía utilizables. Las apoyan contra el paredón de piedra y los objetos desaparecen al instante como si un ojo atento estuviera controlando todo desde las ventanas vecinas.
Una noche, al pasar junto al recinto, era una noche toda llena de perfumes de bananas y de gatas ronroneadas, pasó una joven que se quitó con rabia la sortija que llevaba al dedo y la arrojó sin fijarse dónde caía. Yo sí me fijé. La muchacha desapareció tras un portón, unos metros más allá. Al rato llegó otra mujer joven, tenía parte del rostro tapado por una pañoleta y también ella se alejó de prisa luego de dejar un canasto con trapos cerca del cubo de la basura.
Cuando me estaba despidiendo de mi gatita (ella vive en una casa y no puede llegar tarde) percibí un cierto rumor parecido a nuestros maullidos de descontento y vi que dos manitas rosadas brotaban de los trapos del canasto. No supe qué hacer pero no tuve mucho tiempo para pensar porque llegó otra vez la joven del anillo. Traía una linterna y estaba acompañada por una mujer mayor que debía ser su madre. Discutían agitadas y al principio no oyeron el llanto que salía de la cesta.
Cuando lo escucharon, la mujer tomó en brazos a la criatura y la joven quedó petrificada por la sorpresa pero después de unos cuantos aspavientos siguió buscando su sortija con la ayuda de la linterna.
Estando ya seguro de que la criatura estaba a salvo, me acerqué al anillo y, con un certero colazo, lo mandé hasta los zapatos de la chica.
Madre e hija se alejaron llevando consigo el bebé, la cesta y el anillo.
Desde esa noche la muchacha me trae un cuenco lleno de leche repleto de migas de pan, y lo que más me gusta, es que siempre me palmea cariñosamente la cabeza con su mano ensortijada.
Una vez le escuché decir a mi benefactor que la bondad es como un boomerang. Ahora sé lo que quiso decir. |