Práctico como todos los que tienen como forma de vida manejar una motocicleta: toma el refresco de la botella, come con las manos y para comer mezcla ingredientes y platillos que nunca deberían ir juntos; sólo él podría mezclar un trozo de pechuga de pavo con pozole y lasaña, “a fin de cuentas comida y va para el mismo lado”. No olvidaré el día que me ofreció una rebanada de pastel servida en un cd usado, y refresco en una botella de donde ya habían bebido todos sus compinches.
Tan práctico como informal, me dejó esperando por 30 minutos en aquel café donde todos los meseros me dirigían miradas de: “pobre, la dejaron plantada”. No recuerdo exactamente la plática, pero al final me preguntó: ¿quieres que volvamos a vernos? Respondí afirmativamente y salimos del lugar.
La presencia imponente de esa gran moticleta me motivó las ganas de viajar en ella, ignoro si él lo notó o siempre se ofrece a llevar a todas las mujeres que conoce. Ya arriba de la moto emprendió en camino no sin antes decirme: “agárrate bien”, mientras jalaba suavemente mis brazos para invitarme a abrazarlo más de cerca. En el primer semáforo frenó impetuosamente y con eso (él bien lo sabía) toda yo me recorrí hacia adelante, es decir, más cerca de él, adherida a él desde la pelvis hasta los hombros. Al llegar a mi destino nos despedimos y concretamos una cita en la semana siguiente, esta vez en mi casa.
Llegado el día, el ruido de la moto me hizo sentir ansiedad en el pecho, era el primero que dejaría entrar a mi casa y quedarse hasta que se quisiera ir. Entró, tomó asiento, nuevamente compartimos una larga conversación y unas cuantas cervezas. Pasadas algnas horas me ausenté un momento, recordemos que la cerveza es diurética y cuando volví él ya estaba de pie, dispuesto a todo.
“ Ven acá” dijo, yo no podía creer lo intempestivo de su actitud, por lo que me quedé inmóvil y sin decir palabra. “¡Ah! Quieres que te persiga “. La idea de una persecución me sedujo tanto, que en el instante comencé a correr, y él, detrás de mi. Como la casa no es muy grande, solamente corríamos en círculos, hasta que cambié mi rumbo, hacia la recámara. Nos detuvimos uno frente a otro a escazos dos metros de distancia. “¡Quítate esa blusa!” ordenó. Me apresuré a responder, siguiendo con el juego “Ven y quítamela tú”. Seguí corriendo hasta que me atrapó / me dejé atrapar.
Comenzó la desesperada faena de quitarnos la ropa, cuando ya solamente conservaba mis calzones, los arrancó de un tirón, no lo podía creer, había roto mis calzones. Enseguida, un episodio lleno de arranques, impulsos y una deliciosa brutalidad que aún me enchina la piel. Con el sudor liberado bien hubiéramos podido inundar toda una ciudad, sí, suda como cerdo; dejó mi cama como si hubiésemos tirado una cubetada de agua encima del colchón pero… ¿a quién le importa?
Pasado el trance continuamos platicando, y pude observar que estaba muy lejos de ser guapo, de hecho se hizo llamar “El Feo”, así lo llaman todos sus amigos y jamás supe su nombre. Un cuerpo precisamente atlético no tiene pero ¿a quién le importa? Nada importa cuando mi cuerpo adolorido de placer me hizo recordarlo los dos siguientes días.
Aprendí que puede haber un sinfín de maneras de realizar el mismo acto, en la variedad está el encanto.
Aprendí que cuando un amante se queda a dormir, se agradece (calladamente) igual o más que un ramo de flores o cualquier otro detalle. También aprendí que otra sesión en la mañana provee la energía necesaria para empezar el día.
Y sobre todo aprendí, que nada pierdo con darle la oportunidad a alguien no tan agraciado físicamente, mientras mida más de 1.75 de estatura. Lo siento, los chaparritos no tienen oportunidad conmigo.
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