Salimos de aquel lugar más tarde de lo que debíamos. El frío de la noche nos azotó el cuerpo y la humedad del ambiente se introdujo hasta los huesos. No había estrellas, ni Luna en el firmamento. Comenzamos a caminar en dirección a nuestro barrio, tabaleándonos de lo ebrios que estábamos. Junto a mí, mi amigo, el que se mudó a la casa de a lado, hace ya cinco años. Y ella la chica que nos traía locos a ambos.
Su hermoso rostro y sus negros ojos no nos impactó tanto como su personalidad desenvuelta y desenfadada. Esa inteligencia que encontraba respuesta para todo, nos enamoró. Los ojos de ella se volvieron más expresivos con el alcohol, sus cabellos negros estaban despeinados, pero igual eran hermosos.
Mientras yo vomitaba toda la frustración de la noche en aquella vereda. Vi como él, el de los interminables partidos de básquetbol, la cogía de las manos. ¡Maldita sea! Él, el de las épicas borracheras, la asía de la cintura. Él, el de conversaciones que terminaban en ataques de risa, la besaba.
Entonces, fue como si el tiempo pasara de forma muy lenta. Estaban parados allí junto a ese viejo árbol, debajo de aquella luz tenue que proporcionaba el farol desgastado, besándose; mientras la lluvia empezaba a caer. Estoy seguro de que aquella escena ya la había visto y sabía el final de ella. Tal vez, en un terrible sueño; en una pesadilla.
No sé si fueron los celos, la perturbación, el cansancio, la borrachera ¡Qué sé yo!
Me quedé pasmado. ¡No dije nada!¡No hice nada!
Deje que ese armazón de hierro los golpeara y que la luz de esos enormes faros les extinguiera la vida. |