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Cuando Tomás tenía siete años su mamá Emilia le regaló un libro enorme y lleno de dibujos en el cual se narraban los viajes del Capitán Salsipuedes alrededor del mundo. El Capitán Salsipuedes, un hombre alto que siempre usaba un pañuelo rojo alrededor del cuello, había recorrido América, incluyendo el Amazonas, África y un montón de islas que a Tomás le resultaron particularmente interesantes. También se contaba que el Capitán había viajado con su aeroplano hasta el Ártico, donde tuvo innumerables aventuras. Todo esto, por supuesto, interesó a Tomás, pero ocurrió algo más: descubrió lo que quería hacer durante el verano. ¿Y que quería hacer? Su idea era muy simple: construir su propio avión y viajar por todo el planeta.



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Durante aquel año Tomás había imaginado su viaje con paciencia. Así, cuando llegó enero ya había pensado cuidadosamente su plan: como todos los veranos iría durante un mes a la casa de sus abuelos y ahí nadie lo molestaría, estaría solo para preparar sus cosas, buscar información y construir su aeroplano. Primero pensó en contarle a su abuelo Jorge su propósito, después, creyendo que toda la gente grande es igual, es decir, que toda la gente grande no cree en las ideas de los chicos, desistió. Lo realmente difícil fue fingir que todas las hojas de papel que había recolectado mientras iba a la escuela eran, como le había contado a su mamá Emilia, para dibujar. Tomás había decidido construir un avión de papel del tamaño suficiente para que él y su perro Arturo viajaran realmente cómodos.



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El jardín de los abuelos de Tomás era grandísimo y estaba cubierto de enredaderas y plantas de colores. Todas las tardes Tomás se sentaba en el pasto y pegaba las hojas con boligoma. Siempre tenía a su lado un pequeño plano para no perder de vista el diseño del avión y, por supuesto, a Arturo, quien lo miraba hacer sin molestarlo. Su abuela, una mujer que cantaba canciones de amor todo el día y cocinaba unas tortas riquísimas, le preguntaba:

– ¿Qué es lo que estás haciendo?

Tomás le contestaba que estaba pegando hojas para hacer un dibujo enorme de su familia. “Los grandes son muy fáciles de engañar” pensaba Tomás, mirando como su abuela se alejaba lo más tranquila. Pero su abuelo Jorge era un hombre muy distinto: a veces se pasaba horas enteras al sol arreglando muebles o limpiando su bicicleta. Un día lo encontró jugando, lo mas tranquilo, con el perro Arturo. Esa misma tarde Tomás comprendió que podría contarle su secreto.

– Si querés yo te ayudo a construir el avión, eso sí, vamos a tener que pintarlo y ponerle un lindo nombre – le dijo muy entusiasmado el abuelo Jorge.



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Durante tres días enteros estuvo lloviendo, así que el abuelo, Tomás y el perro Arturo continuaron los preparativos en el garaje de la casa. Al poco tiempo tuvieron terminado el avión de papel. ¡Había quedado lindísimo! Por supuesto tenía palancas, alerones de papel y un tablero que indicaba la velocidad del viento. Después, por sugerencia del abuelo, lo pintaron de color naranja para que no se confundiera con las nubes. Faltaba una sola cosa antes de lanzarse a la aventura. ¡Probarlo!



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A la mañana siguiente el abuelo Jorge y Tomás se subieron al techo de la casa.

– Das la vuelta a la manzana y volvés ¿Entendiste? – le dijo el abuelo.

Tomás le respondió que sí y se preparó para el despegue. El abuelo empujó al avioncito de papel suavemente (porque los aviones de papel no pesan casi nada) y, antes de darse cuenta, Tomás ya estaba volando sobre el jardín. ¡Que bonito se sentía el viento en la cara! Tuvo que esquivar a un grupo de pájaros y con mucho cuidado levantó el manubrio para no chocar contra la copa de un árbol.

– Estuvo cerca – se dijo.

Tomás no dio una sino dos vueltas a la manzana, pero después, para no contrariar a su abuelo, bajó la nariz del avión y aterrizó suavemente al lado de las plantitas de colores.



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La última noche Tomás no pudo dormir: estaba demasiado nervioso. Probó todos los métodos que conocía: contar ovejas, dar vuelta la almohada una y otra vez, acordarse de todas las cosas aburridas que le enseñaban en el colegio. A la mañana siguiente el abuelo Jorge lo despertó y le alcanzó unas antiparras de aviador, una mochila con comida y unos mapas. ¿Pero donde pondría todo eso? El abuelo tenía la solución: con un lápiz dibujó una puertita en la parte de atrás del avión y ahí dentro metió la mochila. Faltaba una sola cosa. ¿Cómo llamarían al avioncito de papel? Al perro Arturo no se le caía una idea, al abuelo tampoco.

– Ya sé – dijo Tomás muy contento – lo llamaremos Plumita.

Antes del mediodía, mientras la abuela estaba ocupada cocinando sus tortas, el perro Arturo, que hacía de co-piloto, y Tomás subieron al avión. El abuelo les dio un empujoncito para que pudieran arrancar y de pronto, en un milisegundo (que, como todos saben, es mucho menos que un segundo) los dos estaban volando encima del barrio.



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– Desde arriba todo se ve más pequeño – decía Tomás.

El perro Arturo, con las antiparras puestas, miraba para todos lados, contentísimo. El avión era mucho más veloz de lo que Tomás había imaginado, así que muy pronto dejaron atrás la casa del abuelo Jorge.

Lo primero que Tomás y Arturo encontraron en su viaje fueron unas golondrinas que no los dejaban pasar.

– ¡Quitensen del medio! – gritaba Tomás, pero no había caso.

Ni siquiera con los ladridos de Arturo o con el ruido de la bocina las golondrinas se corrían del camino.

“En el cielo tendría que haber distintos carriles” pensaba Tomás “uno para los que vamos más rápido, como nosotros, otro para las golondrinas y los gorriones”. Lo que no sabía Tomás era que nadie había pensando antes que un niño pudiera construir un avión de papel tan pero tan veloz como Plumita.

– No nos corremos – dijo de pronto la golondrina que estaba más cerca.

– ¿Cómo? ¿Podes hablar? – preguntó Tomás, muy sorprendido.

La golondrina, que tenía un peinado muy a la moda, le dijo:

– Por supuesto: ¿que te pensabas? Si te animás, jugamos una carrera.

Tomás no lo dudó un instante: le dijo a Arturo que se ajustara el cinturón de papel glasé, midió la velocidad del viento en su aparato circular y gritó:

– ¡Listo! ¡Ahora!

La carrera había comenzado. Aunque es una forma de decir, porque la golondrina, que a decir verdad estaba un poco gorda, se cansó enseguida. Tomás las dejó atrás muy pronto y continuó su viaje.



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¡La cantidad de animales y de lugares que no conocía! Estaba tan distraído mirándolo todo que no se dio cuenta que venía una tormenta. De pronto el cielo se oscureció y empezó a llover. Arturo, en su idioma perruno, le aconsejó a Tomás que aterrizara porque era verdaderamente peligroso seguir viajando con semejante clima. Tomás estaba buscando un lugar donde descender cuando un rayo le rozó el ala del avión. Como esta era de papel y muy frágil, comenzó a romperse rápidamente.

– ¡Aterrizaje de emergencia! – gritó Tomás.

El perro Arturo se tapó la cara con las manos mientras el avión descendía a toda velocidad. Por suerte, justo debajo, había un bosque y un terreno con mucho pasto que, según los cálculos de Tomás, funcionaría como un colchón. Tomás no se había equivocado: rebotaron en la gramilla como si estuvieran en un gran castillo inflable. Arturo, algo mareado, empezó a ladrar. Lo que en realidad sucedía era que a ningún perro le gusta mojarse, salvo cuando hace mucho calor. Así que, sin siquiera quitarse las antiparras, corrió para protegerse en un gran árbol de manzanas.

– ¡Esperame Arturo! – le dijo Tomás, agarrando su mochila del escondite que había dibujado su abuelo.



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Sentados en la hierba Tomás y Arturo comieron unos sanguches de jamón, queso y tomate. Recién entonces Tomás se dio cuenta que la lluvia no le hacia nada bien al papel con el que estaba construido su avión: las hojas comenzaban a doblarse y a perder consistencia. ¡Ya no tenían la misma rigidez de antes! Por suerte la tormenta no duró mucho. Cuando ni una gota caía del cielo, Tomás se acercó a revisar el estado de su aeroplano. Las alas estaban muy pero muy blandas. ¿Qué harían ahora?



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Tomás no sabía que hacer. Se había sentado de espaldas a su avión y tenía ganas de llorar. Arturo, porque lo quería mucho, se acercó y empezó a pasarle la lengua por toda la cara. Tomás, un poquito más tranquilo, se acurrucó en el suelo y se quedó dormido. Al rato lo despertaron unos soplidos. Shiuuuuu. Shiuuuuu. ¿Quién sería el que respiraba tan pero tan fuerte y no lo dejaba dormir? Tomás no podía creer lo que estaba viendo: un elefante enorme, completamente azul, estaba soplando en dirección a su avión de papel. No solo eso: también había una jirafa altísima y un oso. Todos soplaban. Cuando Tomás se levantó, casi pisa sin querer a un par de sapos.

– Cuidado – le dijeron.

El elefante, que ya se estaba poniendo colorado de tanto soplar, dijo:

– En un momento terminamos de secar al avión – y tomó tanto aire que al despedirlo por su trompa Plumita casi se desploma.



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Tomás no sabía como agradecerles a todos los animales que lo habían ayudado.

– Gracias, gracias – repetía una y otra vez.

El perro Arturo saltaba de felicidad a su lado. Pero todavía quedaba un problema: el ala rota. Tomás no había traído consigo la boligoma, así que no había manera de pegar las hojas de papel. En eso se acercó una familia de caracoles.

– Nosotros podemos pegar cualquier cosa con nuestra saliva – dijo el caracol más grande y de un salto se sentó arriba del ala. Toda la familia de caracoles hizo lo mismo y en muy poco tiempo el ala estaba como nueva. La familia de caracoles le contó a Tomás que ellos estaban cansados del bosque, que les gustaría viajar con él. ¡Eran caracoles aventureros! Tomás los sentó al lado del perro Arturo y les dijo que se prepararan. Luego se colocó las antiparras y le pidió al elefante que soplara muy fuerte para así poder despegar. El elefante lo hizo con tanta energía que el avión de papel salió despedido a una velocidad supersónica.



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¡Cuantos amigos había hecho Tomás! Los caracoles, mientras tanto, no paraban de bailar al lado del perro Arturo. Tomás giró el manubrio y dio la vuelta: había tenido demasiadas aventuras y ya era hora de regresar a la casa de sus abuelos. Mientras volaba pensó que sería lindo llevarle un regalo a su abuelo Jorge, ya que, después de todo, él lo había ayudado con los preparativos. Así que enderezó el avión y comenzó a subir hasta las nubes.

Tomás se fue dando cuenta que hay muchas clases de nubes: están las nubes solitarias, las esponjosas, las que viajan en familia, las nubes grandotas que ocupan espacios grandísimos de cielo. Tomás se acercó a una muy redonda y compacta que olía a helado de vainilla y estirando la mano le arrancó un pedacito de algodón.

– Ay – dijo la nube – ¿quién fue el que me pellizcó?

Tomás le explicó que había sido sin querer y que necesitaba un pedacito de algodón para regalarle a su abuelo.

– De ninguna manera voy a dejar que te lleves mi algodón – le respondió la nube, un poco enojada.

“Ya sé” pensó Tomás y le pidió al perro Arturo que le alcanzara su mochila.

– Te cambio el pedacito de algodón por este mapa, así vas a poder saber siempre por donde estás – le dijo.

La nube se quedó pensativa un instante y luego, riéndose, dijo:

– Siempre quise tener un mapa. ¡Soy una nube tan despistada!

¡Qué fácil resulta todo si uno se pone a conversar con las nubes! Tomás se despidió y partió a toda velocidad.



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Cuando fue llegando notó que sus abuelos estaban en el jardín.

– Agarrensen todos que aterrizamos – gritó Tomas.

Los caracoles se tomaron de las manos y el perro Arturo, como siempre, cerró los ojos. El avioncito aterrizó en el jardín de los abuelos.

– Llegaste justo para la merienda – le dijo la abuela, abrazándolo fuerte. Mientras su abuelo preguntaba como le había ido, Tomás le alcanzó el pedazo de algodón que olía a vainilla. Entonces Tomás se dio cuenta que viajar era muy lindo, pero que también era lindo regresar y reencontrarse con sus seres queridos. Todos se sentaron a la mesa y fueron probando la torta que había hecho su abuela. Los caracoles dijeron que nunca habían comido una torta tan rica.

– ¿Sabes una cosa abuelo? – dijo Tomás – ¡No sabes la cantidad de amigos que hice en mi viaje!

Texto agregado el 19-05-2010, y leído por 1656 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
14-08-2011 Siempre he considerado que escribir para niños es algo muy difícil. A ti te ha salido muy bien, pero tendría que pasar la prueba de fuego: osea, que lo lea un niño y te de su opinión. Selkis
15-01-2011 En una historia para niños se vale todo, incluso imaginar... y aquí hay mucho de eso, además de un lenguaje sencillo y claro. Habrá cosas siempre que no gusten a alguien, pero si no las expresa no ayuda, así que considera que has hecho un gran y buen intento... Saludos... tobegio
07-01-2011 ahora no tengo tiempo, pero en rato le digo algunas cosas que no me han gustado de su texto. collectivesoul
19-05-2010 wao, me trae bueno recuerdos tu texto, similar al principito, el principio, es bueno,me gusta tu forma de narrar, tan simple como un cuento de adas o algo asi. mucha imaginacion tiene tomas, jeje igual que el escritor. dominick
 
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