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En el pueblo las viejas chusmas todavía recuerdan y narran una y otra vez como fue el increíble nombramiento de Gaspar García para el puesto de sereno del cementerio, también de lo que sucedió después, durante una noche de verano y que tuvo como consecuencia la entrada de Gaspar al hospital psiquiátrico del vecino pueblo de El Arce.
Las ancianas cuentan que para el puesto de sereno del cementerio se habían postulado varios hombres de edades dispares. El intendente ofrecía un sueldo jugoso, y la cuestión se resolvió de forma poco convencional, más bien disparatadamente. El intendente hombre algo estrambótico propuso un “juego”, y hay que reconocer que el pueblo en general apoyó la idea y hasta siguió con cierta bizarría los preparativos y el desarrollo del “juego”.
El “juego” consistía en pasar una noche en medio de varios ataúdes con su correspondiente tapa abierta. Es decir compartir el transcurso de una noche desde el ocaso hasta las primeras luces del alba, junto a los restos mortuorios de varios fallecidos.
El único que pasó la prueba estoicamente fue un tal Gaspar García, conocido por todos un hombre rústico, de pocas luces, fue eso sin duda lo que le sirvió para pasar la noche como si estuviera en su dormitorio, en su cama, con su esposa.
Los otros postulados huyeron poco después de anochecer y juraron no volver a pisar el cementerio en toda su vida. Algunos de ellos, quedaron con leves secuelas psíquicas, entre ellos un tal Ramiro Gonzales, que al nombrarle palabras como “cementerio”, “ataúd” o simplemente “muerto”, empezaba a transpirar la gota gorda y terminaba por retirarse sombrío de la reunión.
Días después del “juego” Gaspar fue nombrado sereno del cementerio de El trébol, y una semana después asumió sus nuevas responsabilidades. Los días pasaban y Gaspar pasaba las noches en su puesto agradablemente, jugaba al solitario con una baraja de cartas españolas, escuchaba algún programa nocturno en una radio minúscula, o paseaba por entre las tumbas silbando melodías aprendidas en su juventud.
A la mañana volvía a su casa, se recostaba en su cama y dormía como un recién nacido hasta la hora del almuerzo que preparaba Sara, su esposa, mujer gruesa, de mejillas sonrosadas. A la tarde se iba al bar del “gallego”, para compartir unos momentos con sus amigos.
Gaspar se convirtió poco a poco en una persona respetada y admirada en el pueblo y se transformó en un hombre vanidoso y jactancioso.
Todo iba bien hasta que una noche sucedió algo terrible, eran cerca de las tres de la mañana, cuando Gaspar oyó un lamentó momentos después de que su radio se quedara sin pilas. Gaspar, como hemos comprobado, hombre poco miedoso, salió de cuartito sin ninguna merma en su apacibilidad y se dirigió a la parte sur del cementerio por un caminito secundario cubierto de canto rodado.
A sus costados se quedaban atrás las tumbas con sus respectivas lápidas, inscriptas con cincel los nombres de los enterrados. A medida que Gaspar avanzaba como hacia siempre, saludaba a los antes vivos por sus apodos o nombres en diminutivo, de esta manera:
-Hola Carlitos, nunca te llevan flores, debes haber sido un gran truhan para que tus familiares te ignoren así. Frasquito, hoy cumplirías años, casi cien, te deseo un buen día, je je.
Siguió con su paso firme y despreocupado hacia donde venía el lamento:
-Debe ser uno de los gatos. –dijo con una sonrisa sardónica. Abundaban los gatos en el cementerio.
Pero a medida que el lamento aumentaba, Gaspar pensó en un bebe, quizá una criatura abandonada que lloraba hambrienta. Apuró el paso hasta llegar a pocos metros sin haber visto aún ni bebé ni gato. Entonces se paró confundido y se rascó la barbilla, no entendía lo que pasaba.
De pronto de atrás de un árbol de grueso tronco se asomó una cabeza blanquecina y casi transparente, el rústico del sereno se quedó pasmado, sin saber que hacer ni decir. La figura fantasmal se descubrió en su totalidad, era una mujer… pero muerta, su aspecto putrefacto lo confirmaba.
La muerta carecía de nariz, solo se le veían dos agujeritos, por los cuales se asomaban gusanitos inquietos, el peló desordenado y flameante quién sabe por que fuerza, ya que no corría la más suave de las brisas, cubría su cuerpo un vestido a la antigua, ancho y blanco, por añadidura.
Está vez Gaspar sí se sensibilizó, sus piernas empezaron a temblar, su frente empezó a cubrirse por gotas de sudor y su corazón aumentó sus palpitaciones. El sereno dio medía vuelta y escapó a la carrera, pisando tumbas por doquier.
Desde entonces Gaspar no volvió al cementerio. Esa noche tuvo tanto miedo que no llegó siquiera tomar sus pertenencias, escapó por las calles en medio de gritos. Las ventanas de las casas se iluminaron, los apacibles pueblerinos salieron en pijama o bata a la calle para ver quien interrumpía tan descaradamente su sueño.
Al llegar a su casa, Gaspar contó, en medio de un ataque nervioso, lo que había visto. Sara le preparó un té de tilo y le aseguró una y otra vez que había sido un engaño de su mente, que los muertos están bien muertos, y que los fantasmas no existen.
Quién sabe cómo, el episodio del cementerio llegó a oídos de la mayoría de los pueblerinos, y Gaspar quién además había quedado muy afectado por lo que había visto, bastaba que saliera a la calle y se cruzara con alguien, para que recibiera una cargada o algún comentario acido y cruel.
El estado del sereno empeoró hasta el punto que fue llevado al hospital psiquiátrico del pueblo vecino. Desde entonces el puesto de sereno del cementerio quedó vacante.

Texto agregado el 18-05-2010, y leído por 163 visitantes. (1 voto)


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