Clemencia era la chica más linda del barrio y le decían la linda, deslumbrando a cuanto hombre se le cruzara con su elegante caminata y sus contorneados glúteos. Era capaz de desviar la mirada de hasta un sacerdote. Tenía muchos admiradores, pero ninguno había podido tocarle ni un cabello. Ella vivía con fervor el arte, lo único que le importaba. Observaba todas las galerías de arte que podía. Amaba los colores, el teatro y, sobre todo las esculturas.
Un día la linda salió a pasear por Av. Los Olivos, recorriendo cada mirada que le perseguía para ver si alguien le interesaba o le provocaba algo, pero ni siquiera el hombre más galante y hermoso lo hacía. Había escuchado que el amor inspiraba, pero como nunca lo había vivido en carne propia, no podía saberlo de verdad y ni siquiera inspirarse en su escritura.
El amor no se persigue, llegó a esa conclusión y mientras no pueda enamorarme, nunca lograré ser una gran escritora. Pese a su conclusión, comenzó a salir con muchos hombres, esos mismos admiradores que alguna vez la cortejaron. Fue al cine, a bailar, a comer. A veces tenía dos citas en un mismo día. Comenzó a frustrase; todos los galanes que la perseguían no la transportaban a ningún mundo a ningún lugar más que el aquí y el ahora. Quería poder viajar, así como con el arte. Ahora sólo escribía sobre miedo que era la única cosa que le inspiró en aquel momento. Sentía miedo de ese aquí y ahora, de no volar a lo inimaginable en toda su vida. Después, incluso, probó con mujeres, pero tampoco esa aventura rindió ningún resultado.
Clemencia estaba triste y caminaba constantemente para dejar esa estela negativa por los caminos. En una de esas caminatas, encontró lo más hermoso que vio en toda su vida; una escultura tan hermosa como lo que podía considerar amor, creyó ella. Estaba bautizada como ‘Niña Soñadora’. Era una pequeña con un canasto de flores, no era perfecta, pero si carismática bajo ese fierro frío y forjado. Tenía vida y un pequeño detalle: le faltaba un dedo. Viajó por mares, tormentas, cerros y vio a la luna en su esplendor. Imagino lo inimaginable. Era como ella. Tenía su espíritu y no esa belleza superficial que hasta a veces aborrecía. Una firma que decía Damián adornaba a la niña; era la del autor de la escultura.
Desde que conoció a ‘Niña Soñadora’, pasó todos los días por ahí. Alguien había descubierto el punto exacto de su sensibilidad, hasta que un día no la vio más. Día tras día entristeció al no verla, pues habían puesto una escultura que le parecía horrenda en su recambio que tenía otro seudónimo, no el de Damián. Supo que la escultura se la había llevado a otro país. Viajó de Chile a Colombia sólo para verla, porque ya estaba cayendo en depresión.
Iba con la gran ilusión de reencontrarse con ella para viajar, para soñar. Llegó a una plaza en Bogotá y buscó entre un sinnúmero de esculturas que no le hacían mella a la ‘Niña soñadora’, hasta que la encontró y volvió a iluminarse. Después de empaparse con de hermosas sensaciones, hasta lloró, sintió la mano de un hombre en su hombro. Dio media vuelta y vio a la persona más fea que había visto en su vida. Era un rostro con un ojo mucho más pequeño que el otro, un pómulo quemado y, además, calvo. Clemencia lo miró con asombro, en ningún momento con desagrado y menos con lástima. Descubrió que le faltaba un dedo.
-¿Su nombre?- le preguntó ella con ilusión.
-Florencio, mucho gusto- entristeció ella al escuchar la respuesta, pero antes que se dignara a desilusionarse él agregó- pero me dicen Damián-y un beso selló ese encuentro de amor.