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El asesino.

Ricardo Díaz miró por la ventana, un día claro, ante él un edificio antiguo, de paredes envejecidas con una pintura reciente, miró el celular y en éste la hora: 2:45 pm, faltaban cinco minutos para que se comunicaran. Ocultó el celular en el abrigo y fijo los ojos en la ventana alta. Allá está, se dijo con una tenue sonrisa. Su brazo fuerte y musculoso, pegado a las manos ágiles tomaron la tasa por la oreja, miró el contenido oscuro: café negro, sin azúcar.
La mesera se acercó.
– ¿Desea algo más?, Señor –dijo en tono amable, él le sonrió y miró el folleto del menú, después verificó la hora y dijo:
–Unos panecillos con nueces.
Junto a él un estuche grande, un estuche para un chelo.
Sacó el chelo y miró su textura lisa y reluciente, está dentro de aquí. Miró dentro del chelo y vio el paquete que allí se observaba, el arma.
La mesera regresó con los panecillos, los depositó a un costado del la tasa y sonriente se retiró para atender a una pareja que había entrado.
La luz del día se reflejaba en las ventanas de los autos cercanos, todos ellos estacionados.
Cogió un panecillo horneado y lo llevó cerca de la nariz, recibió el aroma dulzón y un poco amargo de éste. Lo llevó a la boca.
Consultó el reloj pulsera: 2:47 pm.
Por la calle, fuera de la ventana que los separaba, transitaban personas a diferentes velocidades, unos apresurados, otros lentamente, viendo en las tiendas, algunos grupos de jovencitas mirando en los aparadores de ropa, o bien en los estantes de joyería; algunas parejas cogidas de las manos y abrazados quienes se miraban risueños, un viejo mendigo sin piernas postrado en la acera, pidiendo con un bote dinero a los transeúntes. No lejos llegaba la carretera de asfalto oscuro a una avenida principal, sumamente ataviada de autos, resonaban los pitidos de claxon y de mentadas de madre. Un semáforo que marcaba el rojo y las personas que atravesaban y los que venían, junto al semáforo un raquítico árbol, delgado de ramas y tallo, endeble ante el empuje del viento y las personas. Al otro lado una iglesia colonial en reconstrucción, se observaban los andamios y sobre ellos algunos hombres, más adelante un parquecillo, diminuto colmado de personas y puestos ambulantes.
Era época de elecciones, de gobernadores. Lo sabían por la incansable publicidad de los candidatos, nada agraciados, quienes sonreían a la nada, mostrando esas sonrisas falsas y esos ojos quedos y fijos.
Un grupo de personas con guitarras pasó cantando una canción rebosante de tristeza.
2:49 pm.
El celular sonó, una melodía brotó de las bocinas: El Bolero de Ravel.
Él contestó, bajando un poco la voz, casi al susurro.
La mesera estaba cerca, atendiendo a la pareja y recibiendo el pedido de los mismos.
– ¿Diga? –contestó.
–Rojo 1, listo –dijo la voz venida del móvil.
–Hora lista, rutina estudiada, el sujeto entrará en… -miró y vio a un hombre rechoncho, sin mostacho y seguido por algunos fotógrafos y algunas cámaras de video, resguardado por un grupo significante de guardaespaldas, todos ellos mirando a los periodistas detrás de los oscuros lentes. –Ahora.
–El medio, ya está estudiado, ¿Verdad? –dijo la voz.
–Listo.
–Usualmente va a una oficina cerrada, pero ahora está confiado.
–Es lógico, cree que va a ganar, –dijo Ricardo sonriendo. Acarició el chelo. –Me voy. –Se volvió a la bella mesera –Dejó esto –colocando un billete de doscientos sobre la mesa, metió el chelo en el estuche y con paso despreocupado abandonó el café.
Dentro del chelo. Bien oculto estaba Accuracy International Arctic Warfare., una nueva arma pero confiable, la necesitaba de esas condiciones, para que fuera rastreada a alguien más, alguien que sería encerrado por aquel crimen.
Bajó por la calle y entró a un edifico de departamentos, un edificio bien cuidado, con vigas viejas y resistentes. Fijó sus ojos en las escaleras, ascendió velozmente. Abrió la puerta del departamento que había solicitado con nombre falso, aún su rostro era falso, siempre disimulado con el maquillaje y el la caracterización, con una nariz más larga y prominente, con sobresaliente pómulos y lentes de contacto que cambiaban el color de sus ojos y la peluca de cabello enmarañado de color castaño claro. Subió y abrió la puerta, miró a su alrededor.
–No hay nadie- balbuceó.
Sin preámbulo destruyo el chelo, el arma quedó al descubierto.
Fijó los ojos en el arma envuelta en papel oscuro, la sacó y acarició con dulzura, con una sádica dulzura.
Acomodase en una silla, y colocó el arma en una mesa, como apoyo.
Respiró hondamente, apuntaba a una ventana abierta donde las cortinas se mecían con una suave brisa.
El Candidato apareció, junto a él un hombre delgado, de nariz aguileña y cuello marcado por venas, parecía discutir con el Candidato.
–Jajaja –rió. Momentos después recuperó la cordura.
Acarició la mira y fijó ésta en el corazón…
–En el corazón ya han sobrevivido algunos –y elevó la mira, apuntando a la cabeza.
El candidato se mecía de un lado a otro, nervioso, algo lo había trastornado.
La vista quedó interrumpida por una de las hojas de las cortinas, esta volvió a revolotear como un ave agitada y decayó en un ligero y suave movimiento.
Junto al candidato aparecieron otros dos hombres, sin duda eran dos guardaespaldas, resguardando la puerta.
Contuvo un momento la respiración y aló del gatillo. El disparo apenas produjo un sonido, como el provocado por una tos de un asmático.
Al otro lado, a muchos metros de distancia, el Candidato se meció hacia atrás, y un chorro púrpura manó de la frente, sus ojos subieron, como tratando de ver la herida mortal, dejando en blanco los ojos, una sonrisa aún en su rostro y con los papeles que sostenía en la mano. Cayó en la sillón, tendido, flácido, inerte.
Los guardaespaldas miraron, absortos en el agujero circular perfecto en el cráneo, sujetaron instintivamente sus armas, pero era tarde; el tercer hombre emitió un gritó. La sangre bajaba, hilos rojos que se perdían en la hondura de la ropa, los ojos volvieron a sus lugares, sin luz ni consciencia.
Ricardo bajó el arma, se arrancó de tajo el maquillaje y la caracterización del rostro, las guardó en una bolsa, retiró de su cabeza la peluca y la metió dentro de su traje, quizás más tarde la ameritaría, retornó para ver de nuevo, ahora con binoculares el cuerpo, éste rodeado por otros hombres.
Retiró las balas del arma, la ocultó en el estuche, y permaneció un momento, fijando los ojos en el día que avanzaba.
Sin prisa, abrió la puerta, no sin recoger el casquillo y salió.
Fuera, la gente se conglomeraba, mirando o tratando de saber el acontecimiento que ameritaba tantas personas curiosas.
Bajó hasta llegar a las puertas de hierro, miró a su izquierda, luego a su derecha. Vio pasar a unas apresuradas patrullas con las sirenas ululando.
Una ambulancia, atravesó, dejando atrás a unas patrullas rezagadas.
Díaz avanzó por la acera, mirando hacia adelante, después, sacó un libro de partituras y siguió andando, simulando que veía las notas musicales allí tatuadas.
Cogió un auto estacionado, después avanzó hasta llegar a una calle poco transitada. Descendió del auto y lo dejó con la puerta abierta, cerca, una camioneta roja. Rebuscó en su abrigo las llaves. Dentro había una caja con maquillaje y materiales para la caracterización. Comenzó su caracterización, ahora ensució su rostro y se vistió con harapos, disimulando ser un mendigo.
Volvió para ver el ajetreo, ya trasportaban en cuerpo sin ser cubierto porque un periodista arrancó la tela blanca que lo cubría, el público de la escena gritó, trastornada.
El teléfono sonó.
Ocultado el celular con el abrigo harapiento contestó.
–¿Está hecho? –dijo la voz.
–Afirmativo, Señor –dijo Díaz.
Se fue, para cumplir con otro trabajo.Ases



Texto agregado el 18-05-2010, y leído por 289 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-05-2010 muy bueno historia que quiza fue un caso real (1994) Rocxy
18-05-2010 muy bueno.todo perfecto nimzay
18-05-2010 Así son las cosas. Un trabajo es un trabajo. malaya
 
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