Siempre fue una mujer fuerte. Trabajó desde muy pequeña criando cerdos.
A su marido le amputaron la pierna, pero no la alegría. Hasta contando historias de la guerra, acababas riéndote. “El Chipiona” le decían.
Ellos se conocieron jóvenes. Pero antes tuvo otro novio, novio de mili. La relación empezaba cuando él se marchaba al servicio. Se escribían durante todo el tiempo, cuando volvía a los tres años, se casaban. Pero a ella no le gustaba ese novio. Ella escribía y escribía pero no recibió ninguna carta. Cuando él regresó, no quiso saber nada de él. No le bastó que le explicase que nunca aprendió a leer.
Así que se casó con el Chipiona, un gaditano pequeño y ágil que siempre la hacía reír.
Fueron muy felices y tuvieron muchos hijos. Hasta que un día, hará veinte años, con su silla de ruedas se fue cantando por bulerías.
Hasta hace poco si te hablaba de él, siempre le asomaba alguna lágrima. Su voz ya no era el torrente de antaño, cuando alguna pelota se colaba en sus parterres de lirios y temblaba todo el barrio. Su cuerpo se hacía cada vez más pequeño, parece que fuese a desaparecer. Parece no, es. Y aunque esta es una carta en su memoria, también debe ser real como lo ha sido su vida
Hoy he ido a despedirme. Le he dicho que nunca voy a olvidarme de ella y me ha echado de la habitación, como si quisiera espantar la certeza de su muerte.
Me he puesto triste, no porque se muera irremediablemente.
A sus 98 años ha vivido bastante. Si no porque he visto en sus ojos que no estaba resignada a ello.
Me ha decepcionado que se aferre a la vida con hilo de tanza.
Y es que que siempre ha sido una mujer fuerte.