Son las 6AM-¡¡Mierda!!-grito con todo el corazón que está a punto de reventar con esa sorpresa y el miedo que se me esparce por el cuerpo. Llevo cuatro días aquí y acaba de explotar una bomba en Kabul, Afganistán. Prefería mi despertador, que suena dos segundos después. Me encuentro en una pocilga con una cama y un baño que ni siquiera es amurallado y está casi al lado de mi cama, a la intemperie. No es la mejor pieza, pero no puedo pedir más, ya que trabajo para un canal de los más pequeños en Chile. Apenas repaso con un poco de agua el pelo y la cara. No necesito vestirme, porque dormí con ropa. Me miro al espejo y me digo: “No tengo miedo”. Tomo mi libreta de apuntes, grabadora y la pluma negra que me regaló mi madre después de graduarme. La dejo en mi chaqueta como un gran tesoro y bajo rápidamente, porque Madrid está esperándome. Él es el camarógrafo que está a cargo mío, ya que esté es mi primer trabajo de verdad como periodista. Es una especie de jefe y guía de corresponsal de guerra.
A mis 22 años me espera la guerra y con ella Madrid, que me grita- pendejo, apúrate, no tenemos todo el día- aún no me llama por mi nombre, pero ya me he acostumbrado a que me diga así, aunque suene feo. Madrid, es un tipo con experiencia en guerras. Ya estuvo en la de Serbia, en la del Golfo, así que sabe bastante. He aprendido a conocerlo de a poco. Luce una gran barriga de esas que sólo dejan los rastros de la cerveza y siempre anda a medio afeitar. Es alto como un toro y eso le sirve para moverse entre los lugares más difíciles con su gran cámara. Dice que es una extensión de su hombro.
Salimos raudos del hotel y paramos al primer taxi. El inglés de Madrid no es bueno y me mira y dice-ya pendejo, dile- El chofer es un afgano que lleva un gran turbante blanco y la barba larga que le llega casi al estómago. –Go to the bomb site, hurry up please (Vamos al lugar de la bomba, apúrese por favor)- le digo y me mira desconcertado. –No entiende este, huevón- dice Madrid y realiza dos sonidos-bom,bom-y gesticula con las manos-Aha…-responde el taxista comprendiendo y acelera a toda velocidad. Mientras recorre el camino, puedo ver las construcciones destruidas y tierra por todos lados. Los soldados afganos y de naciones unidas colman la ciudad. Siento un olor putrefacto a cuerpos descompuestos, mezclado con el humo que dejan las bombas.
Llegamos al congreso de Kabul. La bomba fue ahí y el lugar está atestado de periodistas de todas partes del mundo. Hay llamas que tratan de apagar: la policía, soldados y bomberos, un caos total. Aún no bajo del taxi y ya siento un pavor que me carcome y sigo repitiendo-no tengo miedo- hasta que despierto con el llamado de Madrid- Párate, pendejo, vamos-. Le pasa unos cuantos afganis (la moneda del país), al chofer y partimos de nuevo. Nos infiltramos entre la multitud y Madrid me abre el paso con su voluptuosa humanidad. Hay cuerpos en el suelo que él graba sin inhibiciones, hay algunos que aún no están del todo mutilados. Siento desesperación y me graba …no sé qué decir, pero me concentro y empiezo a describir cada paso que damos. Mi misión es informar antes que todo. Cumplimos nuestro trabajo con prolijidad hasta que de pronto sentimos que dos tipos nos agarran por la espalda. Madrid cuida la cámara más que su vida. Son dos soldados Afganos que nos empujan y hacen caminar hacia adelante. De pronto Madrid se da vuelta y le muestra la credencial periodística. Ambos se miran y nos dejan. –Malditos milicos, qué se creen los huevones ¿Estás bien pendejo?-me preguntó- Sí, señor, Madrid- le respondo.-Bueno, continuemos entonces- y empezamos a grabar nuevamente. Trabajamos más de dos horas y después montamos otro taxi para editar las imágenes en la sala de grabaciones que nos presta el canal KabulTV. Traspasamos todo y lo enviamos a Chile. Al terminar, Madrid me dice- Buen trabajo, pendejo- y me golpetea la espalda, eso que él no es muy expresivo. -Ahora vamos a tomar una siesta, porque en un rato más vas a tener la exclusiva, después te cuento, pendejo- Y nos vamos de nuevo a toda velocidad al hotelucho.
Después de una hora ya estoy como nuevo. Me junto con Madrid en el lobby del hotel. Tengo ansias de conocer que es lo que prepara, cuál es la exclusiva. –Pendejo, ya estás aquí. Ahora te vas a hacer famoso- me dice y yo lo miro, esperando más información. Me cuenta que contactarán a Osama Bin Laden a través de un talibán y nos dará una entrevista. Es una propuesta peligrosa, pero única. Un empleado del hotel tiene el dato y nos guiaría.
Mohamed Fajir, es el empleado del hotel. Tiene un español bien particular, pero entendible. Nos cuenta que Bin Laden quiere hablar con un medio extranjero, pero de un país pequeño. Explica que nosotros somos los elegidos. Además, él se lleva una cuantiosa suma de dólares que el canal estuvo dispuesto a pagar. Abordamos un auto que él conduce. Nos dice que llegaremos pronto, pero eso sí deberemos montar unos camellos durante dos horas para encontrar el escondite de Bin Laden. Fajir es un tipo expresivo, carismático que nos entretiene con historias en el trayecto del auto. De pronto, para en una esquina, porque pasa un convoy militar. Una mujer afgana que tiene todo su cuerpo tapado con una túnica negra, menos sus grandes ojos, me mira y yo a ella. Un soldado la ve y con un palo largo la golpea con fuerza dos veces en la espalda.-Sube, sube los seguros, Fajir- le digo yo a nuestro guía, porque quiero ayudar a la muchacha. –Estás huevón, pendejo-me grita Madrid y toma del brazo. Me explica que ellos tienen su cultura y una mujer no puede mirar así como así a un hombre, que está estrictamente prohibido según su religión. Entiendo el razonamiento de Madrid aunque me parece injusto, pero sí, es su cultura.
Llegamos a la periferia a una casa rústica en la que nos espera la esposa de Fajir. Ella también lleva una túnica negra que la cubre por completo. Estamos en la entrada del desierto. Hay tres camellos esperándonos. Qué experiencia nueva, me digo para mis adentros. Fajir nos enseña rápidamente cómo debemos montarlos y no es fácil mantener el equilibrio al principio. Además, la cola duele una enormidad y pensar que son dos horas de viaje. Antes, nos aprovisionamos con grandes botella de agua. Partimos nuestra travesía. El sol quema, definitivamente, más que en el desierto de Atacama, en el norte de Chile, y a cada rato debo recurrir a la botella de agua, mientras el camello se tambalea en la arena. Las dos horas se hacen largas, porque no hay nada nuevo, sólo desierto y más desierto, hasta que se vislumbran unas montañas.
Llegamos, dice Fajir. Es un alivio escuchar esas palabras, porque ya no resisto más el estar montado en el camello y creo que Madrid tampoco. –Listo pendejo, a la acción. Te quiero lo más despierto que has estado en tu puta vida- me dice Madrid y yo asiento con la cabeza y le confirmo con un-sí, señor-. A nuestra llegada salen dos hombres vestidos de militar con grandes escopetas, ambos con la barba larga y con cara poco amigable. Hablan con Fajir y nos conducen por una cueva. Fajir va adelante con uno de ellos y una antorcha y en la retaguardia va el otro hombre también con una antorcha, dando una tétrica luz a la caverna. Caminamos al menos diez minutos y siento las pulsaciones muy rápidas.- Estamos llegando- repite Fajir una y otra vez, mientras habla con el otro tipo en su idioma natal. De pronto, a lo lejos, vislumbramos una silueta también de barba larga y el hombre que va en la retaguardia se adelanta, porque su luz está a punto de apagarse. Los tres afganos se reúnen y no sabemos aún si esa sombra distante es la de Bin Laden, pero si escuchamos como cargan una de las armas. –Es una trampa, Damián- Madrid me llama por primera vez por mi nombre. Sólo atino a tomar mi pluma y apretarla con todas mis fuerzas y repetir- no tengo miedo-. Escucho a Fajir gritar- Malditos occidentales- Son unos cuántos disparos y la pluma vuela por los aires y se incrusta en la tierra.
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