Era de noche en la ruta, iba manejando de regreso desde el centro del pueblo hasta la finca, en mi camioneta F-100, modelo ´78. Ya que no tenía radio, pensaba en la época de cerezas que se estaba acercando. Mis favoritas siempre habían sido las cerezas “corazón de paloma”, llamadas así porque eran grandes y con un color carmesí tan vivo, cual un verdadero corazón.
Era así como manejaba tranquilo por la ruta asfaltada que atravesaba una de las más bellas colonias del pueblo. La noche era esplendida. Las estrellas iluminaban el camino rodeado de árboles frutales que tanto abundan por la zona del valle de la región.
Doblé por una calle de tierra en dirección a la finca. Conducía entre arboles cada vez más frondosos hasta que finalmente llegue a la tranquera. Tras haber recorrido sin problemas los diez kilómetros diarios, el paisaje se despejaba dejándome ver la casa, los corrales y la huerta.
Siempre dejaba la tranquera abierta, así que entré y estacioné la F-100 junto a los rosales del jardín, mientras los perros me daban la bienvenida con sus ladridos.
Al bajar de la camioneta y acercarme a la puerta de la casa, escuche el ruido de los otros animales, inquietos en ese momento; y por el rabillo del ojo vi lo que pareció ser la sombra de un hombre corriendo desde el corral de las vacas hasta el chiquero de los chanchos. Giré la cabeza por completo en dirección al lugar donde había estado la sombra, pero no pude ver nada más. Me acerqué hasta donde los perros estaban, que seguían ladrando como al momento de llegar. Fue entonces que lo comprendí, ellos no me ladraban a mí.
Corrí hasta la puerta de la casa y, entre el resbalar de mis dedos y las llaves que no se dejaban encajar en la cerradura, pude entrar y recoger la linterna. Antes de salir tomé el machete, pero pensé: “¿y si no está solo?”. Dejé el machete en la mesa y me acerqué al cajón de la alacena. Dentro estaba la escopeta recortada de doble cañón. Le cargué un cartucho de municiones en cada cañón y sonreí; con decenas de bolitas metálicas en cada cartucho, el ladrón no se iba a ir con las manos vacías.
Al salir y caminar en dirección a los perros, pensé en desatarlos; pero entonces, lo ví. Era la sombra de un hombre oculto tras un arbusto, a unos treinta pasos de donde yo me encontraba.
El temblor que recorrió mi cuerpo me ofuscó la mente durante uno o dos segundos. Sentía que el corazón latía con tanta fuerza, que el ladrón lo escucharía; pero, ¡Como podía latir a esa velocidad un corazón, con mi sangre congelada como estaba en ese momento!
Cuando reaccioné, tanto la linterna encendida como el arma apuntaban hacia el arbusto. La distancia entre nosotros disminuyó hasta encontrarme a unos diez pasos de él.
¿Y ahora qué?, puedo gritar, ¿pero gritar qué? Mi mente estaba en blanco, así que el instinto floreció, y de mi boca oí la frase más seria que podría escuchar: ¡SALÍ O DISPARO!
Mi voz se oyó temeraria ante el arbusto que tan cerca de mí se hallaba. Claro que eso era lo único temerario con lo que contaba, por que el resto era miedo.
Comence a percibir el movimiento de las ramas del arbusto. Él estaba inquieto. Las hojas secas a sus pies crujían incesantemente; tal vez quería correr, pero al estar yo apuntándole, el no podía.
Aun sentía mis piernas temblar, pero trate de relajarme y escuchar, solo escuchar. En el silencio nocturno oi dos respiraciones aceleradas. Si una era mia, eso me demostraba, el también tenia miedo.
Me encontraba ante un dilema, ¿Qué debía hacer? A tan corta distancia… no, no podía hacerlo. Un susurro en mi cabeza me preguntó: ¿tenés miedo al ladrón, o a tu propia mano?
No recuerdo cuanto tiempo estuvimos, oculto él detrás del arbusto, y yo apuntando con el arma y la linterna, tratando de hallar la respuesta a mi pregunta, ¿a qué le temés?
El viento soplaba una brisa fría, que apagaba mi instinto y avivaba mi razón. Yo no quería matar a nadie.
Tomando el control de mí mismo, o perdiendolo, levante las manos sobre mi cabeza y me di la vuelta, dejando así de apuntar al arbusto y dándole la espalda.
-¡ANDATE!- grité.
Mi voz, que tan temeraria había sonado momentos antes, temblaba a causa de los nervios. Nadie en su sano juicio le daría la espalda a un criminal. Pero yo quería que se fuera, que me dejara solo, en paz.
Un escalofrío cortó el hilo de mis pensamientos. Un dolor, tan punzante como jamas habia sentido, me detuvo la respiración, mientras mis manos iban a mi espalda, dejandome casi sin sentido.
Sin embargo permanecí lo más quieto posible, para que el ladrón supiera que no debía temer, que podía confiar en que no le iba a disparar al correr; no haría algo tan bajo.
Percibí el sonido de pisadas aceleradas alejándose de mí, y yo inmóvil. Esperé unos segundos, o minutos, u horas, no lo sé. Las estrellas mismas pudieron haber cambiado de posición, pero igual seguí inmóvil. Sentí el silencio absoluto, los perros ya no ladraban y mi corazón no latía tan fuerte. Me di la vuelta y, trastabillando, rodeé el arbusto que le había servido de guarida. Ahora era un arbusto más.
Mientras lo observaba, mi mente se tranquilizó por completo. Sentí el calor volver a correr por mi cuerpo. Que calidez, que hermoso sentimiento al saber que yo era libre, que nada malo había hecho. La satisfacción de brindar una segunda oportunidad al ladrón recorrió mi cuerpo tan rápidamente, que la sangre, antes congelada, era cada vez más cálida. Sí, mi espalda que antes pesaba por la responsabilidad, ahora descansaba con ese calor que descendía hasta formar una laguna en mis pies. Ahora podía pensar en la estación de cosecha que se acercaba.
-Que locura, esto no me lo va a creer nadie-. Mi voz se oyó en la inmensidad de la noche. Y me eché a descansar, esperando que alguien me encontrara.
NATSU |