El era un niño cualquiera, hijo único de madre viuda y de clase media. Su padre había muerto cuando él tenía unos meses de vida, por lo que no tiene ningún recuerdo más allá de fotografías y grabaciones en casette. Su madre, una mujer de un esfuerzo sobresaliente daba todo por su hijo, su única familia, todo lo que tenía.
Ambos era inseparables. Su madre era también su padre, y él era la única compañía de ella, por lo que la aprensión hacia su progenitor era bastante grande.
Pasaron los años y este niño que ya conocemos se volvió mozo, y junto con ello llegaron las amistades que en cierta época de nuestras vidas son más prioritarias que nuestros propios apoderados. Con el tiempo el afectuoso y consentido niño se volvió indolente y odioso con su madre. Ya no la abrazaba como antes, ya no la saludaba de la misma manera, y cada respuesta hacia una pregunta por parte de ella era un ladrido, un insulto, una insolencia.
En el transcurso de su adolescencia este ser descubrió placeres que no hubiese imaginado jamás. Empezó a gustar del alcohol, del sexo y del trasnoche, por lo que su estancia en su hogar era escasa y su madre era cada vez más rechazada. Ambos seres ya sólo convivían en la misma casa, no hablaban más que para lo necesario, para avisarle a uno que tenía teléfono, para pedir algún favor insignificante. El hecho de que este joven le pidiera el salero a su madre en la mesa era un evento poco usual, ya que ni siquiera compartían el mismo lugar para comer.
Sin embargo, su madre, con ese amor filial que nunca muere, se reveló ante su única familia y lo enfrentó. “¿Por qué me hace esto, hijo mío?, he dado todo por ti, sólo vivo por ti, sólo quiero lo mejor para ti, ¿En qué me equivoqué?” le preguntó casi suplicando. “Ya lo sé, ya lo sé, ahora déjame en paz, tengo que salir”, respondió en forma lacónica el hijo. A pesar de todo, cuando iba saliendo de su casa, un remordimiento empezó a sacudir su mente, por lo que estuvo a punto de devolverse y enmendar su error, pero al final su terquedad lo supero y siguió su paso hacia el instituto.
Mientras caminaba casi al llegar al lugar, uno de sus pocos amigos verdaderos los saludó y le comentó su patético estado anímico. “Mi madre está muy enferma, sólo me queda rezar”. Esto abrió la mente de nuestro protagonista. ¡Al fin y al cabo su madre estaba sana y él no la estaba correspondiendo! Un problema del prójimo fue capaz de demostrarle al joven su actitud mal agradecida y patética. ¡Debía pedirle perdón a su madre rápido! ¡Debía demostrarle su amor que había escondido bajo una estúpida rebeldía!. Corrió de vuelta hacia su casa, abrió el portón y posteriormente la puerta principal con brutalidad. Llamó a su madre desesperadamente, pero no hubo respuesta. Se escuchaba un chorro de agua, por lo que corrió hacia el baño. El agua caliente de la ducha estaba abierta, el calefactor ubicado en esta misma sala estaba apagado, pero con sus llaves abiertas. Abrió la cortina y observó un cuerpo yaciente, sin responder al chorro de agua que golpeaba su rostro pálido sin piedad.
|