Desde la mañana se veía a Marlon Ortega impaciente, recorrer los pasillos del laboratorio. Ni siquiera se le observaba tomar su acostumbrada taza de café fuerte y sin azúcar a la hora en que todos apenas solían empezar sus labores matutinas. El calor era infernal y ya el trópico se había vuelto un caos de tormentas, temperaturas extremas de un día para otro, inundaciones, así como terremotos por doquier. Aquel laboratorio, quien diría tercermundista, había logrado milagros en la cura de enfermedades hasta ese momento incurable, así como detectado mutaciones extremadamente extrañas.
Esa mañana en particular, el corazón de aquel hombre que había dedicado su vida entera a la investigación, no dejaba de latir sobresaltado al observar tras la mirilla del microscopio, lo que durante meses poco lo había dejado dormir. Una nueva variedad del Virus de Inmunodeficiencia Adquirida que ya ni siquiera se presentaba en su antigua forma, ahora era más feroz y letal. Con esta prueba se confirmaban sus sospechas; esa enfermedad que había asesinado tantas personas en el mundo había mutado y lo peor de todo, el vector de contagio se debía ahora a la presencia de una nueva especie de mosquito, abundante entre la pluviosidad de las zonas tórridas.
Cerró los ojos en actitud de asombro, como encomendando su propia existencia y la de la humanidad entera a un Dios al que escasa fe tenía, pero que le parecía mirarle con miedo clavado en una cruz, difuminado en las neblinas de una lejana infancia que apenas recordaba, mientras recibía catecismo en la vieja capilla de su natal pueblo.
De su frente un sudor frío resbalaba hacia sus morenas mejillas, a la vez que sus dedos soltaban el grafito con el que anotaba garabatos sobre su arrugada libreta de apuntes.
Incorporándose, temblorosamente no reparó en que torpemente tiró al suelo la taza con el que acostumbraba tomar café; esta vez vacía, la que se hizo añicos en el suelo.
Todos los demás laboratoristas y científicos amigos suyos se extrañaron de su actitud al verlo abandonar de prisa la sala, sin rumbo fijo.
Sólo el misceláneo que precisamente hacía limpieza cerca, recogió los pedazos del recipiente que acababa de tirar el asustadizo investigador y que por desgracia había empujado con ello el tubo de ensayo que contenía una pequeña cantidad de sangre con las iniciales M O muestra control Número 7. De seguro Minor Ortega había confirmado su sospecha, había abandonado aquel recinto que durante años se había convertido en su primer hogar, mientras no le quedaba otro remedio que igualmente abandonarse en las inciertas manos de un destino que no quería vivir, pero que ahora debía enfrentar…
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