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Incliné mi mirada para observar que mis pequeños pies descalzos hacían el intento a veces fallido por mantener el equilibrio sobre los herrumbrados rieles de la antigua línea férrea que aún mantenía algunos vagones de carga en uso. A veces caía del lado izquierdo, pinchándome con alguna dormilona, cuyas florecillas moradas saludaban al tibio sol de esa mañana, pero cuyas espinas diminutas se me clavaban sobre la infortunada planta del pie, que torpemente me sostenía. Aunque eran mis vacaciones de verano, necesitaba crear cualquier pretexto para volver a la escuela, mi escuela, mi único refugio que me sostenía a mis escasos once años del maltrato y soledad. Digo once años por la edad que tenía, pero apenas cuatro de pertenecer al sistema educativo.

Atravieso un puentecillo, por lo que detengo mi paso para caminar más seguro sobre los durmientes, mientras recuerdo que mis tardes de juego eran pocas, comparadas con la cantidad de horas que dedicaba a las labores de la casa, regaños constantes de parte de mi madre y el cuidado de mi abuela ya muy enferma. Mi padre era apenas un remedo de ese título, cuando borracho llegaba a altas horas de la noche y con machete en mano veía recoger entre sus puños, la hermosa cabellera negra de mi madre y golpearla contra la pared, no sin antes propinarle una larga lista de improperios sobre su rostro, porque las ollas estaban vacías ese día.

Sigo viendo mis diminutos pies que de vez en cuando se ocultan dentro de mi falda. Al levantar mi mirada vuelvo a perder el equilibrio; esta vez tropiezo con una piedra que me hace caer. Una garza blanca sobrevuela mi cabeza. Sé que de los canales que corren a lo largo de la vía, cientos de renacuajos se convertirán en las bulliciosas ranas que durante las noches me impiden conciliar el sueño.

Me detengo por un instante a darle vueltas al cascarón de un viejo coco, cuyo interior contiene agua de lluvia. La extraigo y me doy cuenta que en su interior quedan aún unas cuantas larvas de zancudo retorciéndose entre el poco líquido contenido. Tomo el coco entre mis manos y lo vacío completamente.

Sé que debo perdonar a mi madre por los golpes que de sus manos recibía, por las veces que me obligó a trabajar horas enteras puliendo la dura corteza de coco para hacer artesanías que luego vendería a los turistas en las playas cercanas, mientras mis compañeras jugaban con muñecas.

Sé que debo perdonar a mi padre por las veces que me sacudió, y con sus fornidos brazos me acercó a su rostro para mostrarme su enfado y de su maloliente boca salir las palabras más groseras que existen.

Sé que no soy una niña como cualquier otra, pero ahora debo mantener mi equilibrio para no resbalar, mantenerme sobre las vías que me conducen a mi escuela. Cuánto deseo que regresen las clases, por lo menos ahí mi mente volará entre libros a lugares lejanos y soñaré con que algún día todo esto acabe...



Ahora miro mis pies, ya no están descalzos, los cubre un calzado que pude comprar con mi propio dinero. Mis pies ya no son pequeños y logro mantener mejor el equilibrio. Sobrevuelan aún garzas blancas sobre mi cabeza. Todavía estoy segura que en los canales hay renacuajos que durante las noches se convierten en ranas, pero ya no interrumpen mis sueños. Al lado de la vía cocoteros se alzan majestuosos al aire y del fruto aún los habitantes del lugar hacen artesanías. Las dormilonas ya no pinchan mis pasos.

La vía se acaba, llego al portón de mi vieja escuela y miro entre las rejas. Todo ha cambado, casi ni reconozco las paredes grises del único pabellón que existía. Ahora un azul turquesa como las aguas mismas de mi Caribe me recuerdan que el tiempo no pasa en vano y ya no soy la misma. Al lado mío un pequeño me interroga, es mi hijo que asombrado me pregunta por qué resbala una pequeña gota por mis mejillas. Yo simplemente evado la pregunta con la vieja excusa de haber entrado una partícula de arena en mis ojos.

Regreso sobre las vías e inclino mi cabeza, veo ahora un par de zapatillas grandes sobre la vía y dos zapatitos inclinarse hacia el lado izquierdo. La dura suela impide que las dormilonas pinchen los piecitos de mi hijo. Ya no hay espinas...

Texto agregado el 15-05-2010, y leído por 163 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-05-2010 Un hermoso cuento pero lo que mas me atrajo es que mientras leia fueron surgiendo imagenes del mismo en mi mente muy bien narrado y sencillo Rocxy
 
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