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VARIACIONES

En el verano la isla queda cerca del Tigre. Cuando llega el otoño semeja alejarse río adentro, sobre todo en éste, tan mustio y frío que parece invierno. La isla está en un paraje despoblado, sin linderos visibles. La casa no ha perdido del todo su pasado esplendor. Vive con dignidad su ocaso. Los mosquitos conforman su población estable, y familias enteras de centenarias y repugnantes chinches han hecho de colchones y muebles un festín continuado. Sin embargo, el edificio permanece invicto, distraído de las pestes y las inundaciones. La casa seguirá estando aquí mañana, cuando yo me haya ido.
Temprano he quemado unos leños que recogiera de la mustia arboleda. Los sobrantes quedaron apilados al borde del embarcadero, casi destruido por las continuas crecidas y la falta de arreglos. Hoy luce más inútil que nunca. Nada sé de embarcaciones, ni siquiera conozco cómo navegar un bote. He llegado en la lancha colectiva ayer por la tarde, de equipaje ligero: una muda de ropa y un cepillo de dientes. No necesito más. Cuando vine a estas tierras desde mi Madrid natal (hoy lo imagino alegre, enterradas las tristezas que impusieran los gallos negros de mi juventud), tampoco traje mucho. Sólo mi maleta con algunas ropas, y un alud de sueños. Y nuestras fotografías. A la isla las he llevado dentro de un álbum dividido en secciones que se corresponden con los años y los lugares dónde estuvimos juntos. De a ratos las contemplo, en tanto acurruco mi cuerpo pequeño frente al fuego, y dejo que las lágrimas sigan rodando por mis mejillas. El crepitar de la leña ardiendo despeja la humedad de la casa y aviva mis recuerdos. Siento lástima. No sé si sólo por mí, quizás también por nuestra historia que termina, enmarcada en un paisaje que no imaginamos en ninguna de nuestras “variaciones”. ¡Si pudieras verme! Soy esta figura triste que abriga en su regazo, con infinita devoción, un álbum con fotografías.
Las primeras son de Madrid. Aparecemos juntos, nuestras risas confundidas con la alegría que devolvieran a España los años 80. Cuando las tomaron anidaba en mí una certeza: lo que se suponía tenía destino de romance liviano y pasajero, sería por el contrario un amor para siempre. El día que nos conocimos estaba enfrente de la Fuente de las Cibeles pintarrajeando no recuerdo qué cosa. Mi vida era por entonces un tropel de croquis, óleos, témpera y pinceles. No sabía de letras todavía. Y apenas conocía de las cosas del querer, aunque habitaba en mí la esperanza de que algún día llegara -¡por fin!- un gran amor, venido por sorpresa, de manera impensada. Por las noches soñaba con un príncipe azul montado en un brioso corcel, convertido en mi rey. Tú ibas por allí gritando a voz en cuello, con tonada argentina, una andanada de consignas políticas, eras uno más de una multitud compacta y bulliciosa. Te distinguí enseguida. Con sólo mirarte me explotó el corazón. Tú conoces la medida de la inmensidad de mi gozo. Te confesé después, entre susurros, que el amor me había inundado de inmediato en tempo de música lenta, y con letra de un bolero compuesto para que lo cantásemos juntos. Vestías sencillo. Ibas de rompevientos azul, vaqueros color caqui, a cabeza descubierta, repartiendo rosas. A mí, sin embargo, tu modesto vestuario se me antojó el traje de luces de uno de esos toreros que describe el Ernesto; y las rosas, la espada del matador que en lugar de dar muerte al toro, penetra corazones. Una suerte de cupido español. Tan cursi como eso. ¡Cuánto reímos con esas descripciones! Después, a la distancia, nos parecieron propias de aquella época anterior al destape, aunque en mi recuerdo te tengo tan adentro que no me avergüenza repetirlas ahora. Sentí así desde el primer momento en que estuvimos solos. En nuestra primera tarde de Jardín Botánico. Adonde seguimos yendo esperando que cerraran sus puertas después del almuerzo, ocultos nuestros cuerpos de murmullos y de chismorreos. Estábamos tan enamorados como las otras parejas escondidas allí. Éramos tan sólo eso, un par de enamorados.
Por supuesto, me uní a tu militancia. Incluso canté con tus compañeras aquello de “Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo”. Esas primeras fotos muestran nuestra hermosura. Tú, el galán de la novela, mi rey; yo la mariposa aleteando al amor de su mariposón, la abeja reina en sus aposentos a la espera de un zángano amante y hablador.
Sí, ya por aquellos tiempos te imaginaba un zángano. Pero era un pensamiento si se quiere amable, una figura esculpida por la intensidad del amor. En cambio, ahora lo siento desde la razón. He comprendido cuán liviano y pasajero eres. Un devoto militante de la frivolidad. Un patán. La pasión que sentía por ti era tan intensa entonces, como el odio que te profeso hoy. Admito que, en cualquier caso, descubrí demasiado tarde tu envanecimiento idiota. Porque eso eres para mí. Un idiota. Te lo demostraré mañana. Sabrás cómo haré para que se derrumben una a una (o mejor todas juntas) tus doradas “variaciones”. Verás que a las mías las conocerá el mundo, perdurarán por siempre, seguirán siendo espléndidas, mejores que las tuyas. Si te tuviese enfrente te haría saber con calma, sin ira que nuble mi razón, la naturaleza de mis sentimientos. Con frialdad y desdén te lo escupiría en la cara: “no eres otra cosa que un gilipollas. Un retardado, una nada, un imbécil, un cabrón a tomar por culo. Una basura”.
Comprendo que siempre has sido así, un vano sin remedio; que ya lo eras en los tiempos en que te veneraba. Pero por entonces no me daba cuenta. Por cierto te he querido, vaya que sí. Fuiste mi sol y mi luna, mi luz y mi sombra, mi guía, los limones de Federico, el macho cabrío de mi rebaño. ¡Pues mira en qué te has convertido! En mis cinco primos Heredia, esos que lo que en otros no envidiaban, sí lo envidiaban en mí. Supongo que hubo tiempos en los que te hubiera complacido esta alegoría lorquiana; de inmediato la hubieses pensado como otra de nuestras “variaciones”. Pero ya no podrás: a partir de mañana no nos veremos más.
Hay fotos de la época en que vinimos a la Argentina. Me trajiste contigo. Dejé que lo hicieras porque no concebía la vida sin estar a tu lado. Dijiste que ya no había riesgos, que podías volver, que seríamos aceptados como lo que éramos, que las persecuciones eran cosa del pasado. Correteamos la vida porteña, bebimos de un trago la libertad nueva, bailamos el tango en las calles cuando subió el Raúl, canturreamos las canciones de la nueva trova. Tú escribías graffiti en los paredones, yo los ilustraba.
Después se pusieron de moda los talleres literarios. Buenos Aires es una ciudad de modas. Ese fue tu momento. Esparciste anuncios mintiendo que eras escritor, un autor laureado por la España subterránea. Contaste que tu obra no había sido publicada por no haberlo permitido la censura autoritaria. Y escribiste tus cuentos. Aunque no eran tus cuentos, sino tus “variaciones”. Eran cuentos de otros. Te los apropiaste, los modificaste apenas. No leías mucho, no sabías de literatura, pero eras dueño del don inapreciable de contar con simpleza, un regalo del cielo que no fuiste capaz de usar como se debe. En cambio, yo leía el día entero. No podía hacer otra cosa morando en el sepulcro en el que me sepultaste a poco de llegar, escondido mi ser de las miradas de la gente. Por la tele nunca se me dio, y había dejado de pintar. No me inspiraba. Seleccioné cuentos para ti. Los elegí con cuidado, para tus “variaciones”. Lograse una rapiña elegante, casi imperceptible a los ojos profanos. Todo empezó como un juego, tú pidiendo, y yo dándote el material apropiado. Pero no era un juego. Una noche llegaste al escondite desbordado por la excitación. Me diste a leer un relato referido a lugares limpios y bien iluminados, a un viejo que quiere ahorcarse pero no lo dejan, y a camareros que toman “copitas”. Me pareció bueno, escrito en ese idioma tuyo, avaro de palabras, preciso y certero. Me extrañó que usases del diálogo para describir la historia, no supuse de tu aptitud para manejar la técnica. Creí reconocer un cuento que había leído antes, quizás uno de los que te diera, pero no pude precisar cuál era. Satisfecho, te ufanaste. Esa era la prueba del éxito del método de las “variaciones”. “Si vos no te das cuenta de que lo pedí prestado, que lo imaginó Ernesto, nadie lo hará”, murmuraste flotando en los mares de tu fatuidad. “No se trata de plagio, sino de narraciones diferentes sobre temas idénticos. Aunque estén unidas con la original, son ligámenes escalonados lícitos, que eliminan la sospecha sobre que este cuento sea simplemente una copia”. Y no lo era, tan sólo tomaba la trama, el argumento, el hilo conductor, pero no las palabras. Al menos no todas. Primero me sorprendí, hice una de mis escenas, te acusé de plagiario, reproché que me hubieras usado, que te hubieses apropiado de la cultura y del genio de otro. Pero pasado el enojo, todo terminó en risas. El amor (mientras dura) puede más que la farsa. Desde entonces gozamos ambos, juntos, de tus “variaciones”.
Cada vez que escribías una versión apenas diferente de una historia ya vieja, venías al departamento a participarme de ella. Eran los momentos en que mi guarida se llenaba de vida. Me habías recluido allí, el único lugar en el que yo formaba parte de tu vida escondida. En público apenas nos cruzábamos. “Tenés que entender, tengo a mi familia, mi madre, mi padre, mis hermanos. Son muy tradicionales, chapados a la antigua. Debo prepararlos antes de contar lo nuestro. No lo comprenderían. Venís de otro lado, para vos es muy fácil, nadie te conoce. Tenés que esperar, por ahora sigamos así, compartiendo el secreto”.
Escribiste una versión porteña (tal vez ni siquiera argentina) de “Hola y Adiós”. Transcurría en un pueblo vecino a Buenos Aires. Un pequeño subía al tren de la línea Sarmiento y hablaba con el guarda, después de haber jugado un “picado” con la “barra” de amigos que lo despedía. Nunca supe cuál era tu método, de qué ciencia oculta te valías para trasladar aquí situaciones pensadas para otros horizontes. El espíritu del cuento original, el juego de béisbol, los padres sin hijos, el hombre que no crecía, todo lo compusiste en clave rioplatense. Supongo que el amor me impedía que viera el esperpento en que habías convertido la belleza de Ray, como le decíamos a Bradbury. Teníamos un código secreto, que propusiste un día, tan simple como estúpido. Consistía en llamar a los escritores verdaderos (no a los de mentira, como tú) por su nombre de pila. Lo que hiciste con esa historia, como con todas las otras, fue una mistificación, una porquería que no debía haber comprado nadie, ni siquiera en una barata literaria. Pero cuando me dabas a conocer el producto del plagio, festejábamos juntos, te quedabas conmigo. Me refiero a cuando creabas o fingías hacerlo. Yo celebraba con la sumisión propia que se profesa al hombre que encandila.
Te hiciste conocido. Tus cuentos provocaron comentarios de fábula. Te llenaste de gloria. Fuiste un autor laureado. Ganaste concursos que organizó para ti la editorial para la que trabajas. Del taller de escritura saltaste al café literario. Te invitaban a fiestas y cócteles, pero a mí escasas veces me llevabas a alguna. En esas ocasiones lucías tu simpatía, tu sonrisa ancha, tus pausas calculadas, demorando –como un jinete sofrena el caballo cuando cruza la meta- el momento anterior a proferir alguna de tus acotaciones frívolas, festejada por el coro de adulones imbéciles que siempre te rodeaba. Tuviste decenas de romances fugaces, hasta viviste un tiempo con una actriz de telenovela, a quien llamaste por teléfono para conocerla, después de su confesión pública proferida en un programa de chismes, que por las noches, para dormir sedada, leía un cuento tuyo despojada de ropas. Una versión nativa del perfume de la Marilyn. Eso sí, algunas de tus madrugadas las pasabas conmigo.
Recuerdo la primera vez que abordamos el asunto que me lleva a la muerte. Expuse con franqueza todo mi sufrimiento, te dije que me costaba soportar la vida a la que me habías condenado. Que el horrible monstruo de la depresión comenzaba a ganar la partida. Comparaba nuestras antiguas fotos –como lo hago ahora- y advertía que no éramos los mismos, que en algún momento habría de desear partir huyendo de esas “variaciones”. También te dije de mis temores. Me preocupaba que, llegado el momento, no tuviese el temple para poder evitar, de propia mano, la decadencia final, cuando ya no reconociera en el espejo la figura que mostraban las fotos: el pecho erguido, los ojos luminosos, las pestañas muy largas, y los mohines de una pizpireta. En fin, el conjunto de ensueño que alguna vez he sido. Necesitaba ayuda para animarme al salto. Te entusiasmó la idea. Volviste a ser mi príncipe, ahora proclamado como rey maduro, una suerte de león en invierno, como el de la película. Me prometiste ayuda. Pero no sólo eso. Juraste que nos iríamos los dos al mismo tiempo. Un suicidio conjunto. Así conocerían los otros mi identidad oculta. El mundo sabría de la pareja inmortal. Daríamos, de súbito, un solo golpe, definitivo, el golpe del nocaut. Los chismosos podrían de tal forma guardarse la perfidia de sus comentarios. Haríamos lo que los seres ordinarios no son capaces de hacer. Entraríamos a la historia como los de Verona, dos amantes unidos a través de la muerte: el autor con destino de Borges y su pareja escondida, el idilio irredento nacido en el exilio.
Para ello introdujiste cambios en las “variaciones”, que desde ese momento dejaron de ser tuyas solamente. Pasaron a ser nuestras. Ya no se trataría de variantes de cuentos, sino de escoger una forma de suicidio apropiada, gloriosa, final, definitiva, de un lote tumultuoso, casi diría sádico. No de suicidios comunes, sino de los perpetrados por tus pares de otras épocas, escritores magníficos a los que emularías. Creías ser uno de ellos. Recitabas discursos sin ningún sentido, vacíos de sustancia. Discursos que, como los cuentos, tomabas de otros sin agregar nada que realmente importase. Tu pomposa oratoria comenzó a preocuparme. No dudé respecto a tu cordura, pero sí de tu sinceridad. Advertía que no era seguro que cumplieses con lo prometido. “El suicidio es una insumisión. Pero no es un fracaso. Es una muestra de locura o lucidez, es un viaje sin retorno a los límites, el último mimetismo hacia el Padre Hacedor y su aireada paradoja: no hay creación sin destrucción. La muerte anticipada es una alquimia en ruinas. Es el romanticismo de la agonía, la lucha que finalmente se enquista y se disuelve con el triunfo de la oscuridad sobre el claroscuro vivificante. La tenue llama que suplica que la brisa la refresque y la tormenta la enerve”. Te regodeaste con esas absurdas palabras propias de la Internet, y con una lista de escritores suicidas (que incluía por error a muchos que murieron de viejos) que también figuraba en la red. No conoces de mejores fuentes. “Es una lista inmensa” dijiste. “El suicidio es la forma de morir de los grandes”. Te dije que también es inmensa la lista de suicidas no escritores, e incluso la de los analfabetos, pero no te importó. Ni siquiera escuchaste. Caminabas en círculos por el pequeño living hablando de Dylan Thomas, Ernest Hemingway, Virginia Woolf, Cesare Pavese, Horacio Quiroga y Alfonsina Storni, a quienes sólo llamabas por sus nombres de pila. Luego abordaste el asunto de las motivaciones. También copiaste. “Unos lo hicieron por desesperación y dolor; otros por convicciones indescifrables; algunos lo intentaron varias veces a lo largo de sus vidas; otros sólo una vez, la definitiva”. Con elocuencia, me invitaste a morir. No me di cuenta al principio que habías dejado de hablar de nosotros. Lo hacías sólo de mí. Era tu forma aviesa de instigarme al suicidio, con él podrías ocultar mi existencia para siempre, seguir medrando en tu falso mundo de letras robadas, alejados los miedos de que se descubriera tu vida secreta.
En el primero que pensaste para estas nuevas “variaciones” fue en el Ernesto, un ejemplo tan obvio como lo es tu mezquindad. Olvidado que sabías de él sólo por mí, dijiste que también había muerto, como yo lo haría, añorando la época en que era joven y feliz. “Disparáte un escopetazo en el aniversario de su muerte, el 2 de Julio. No dejés notas de despedida. De ese modo podrá dudarse de tu muerte, creando la sospecha de un crimen, descartando el suicidio. O de un accidente. Nadie te conoce, no tenés alzheimer temprano, ni bloqueo de escritor, no te persiguen los agentes federales, será una muerte misteriosa”. Después rumbeaste hacia los pagos de Poe. Me opuse con firmeza. Te recordé que no se había suicidado. Reíste. Dijiste que Edgardo combatía su depresión con láudano y alcohol. Sugeriste que el camino indicado para mí sería beber hasta morir, una forma más elaborada, quizás desaforada, de suicidio. “Si elegís a Poe, podés posponer tu muerte hasta el 7 de Octubre. Eso sí, comenzá a tomar desde ahora y no parés... Es un método más lento, pero si se quiere divertido para morir…O tal vez te convenga esperar al 25, son unos pocos días más, y ahogáte como Alfonsina, depresiva como vos. Matarías dos pájaros de un tiro, tipo Sabina y Serrat. Así evocarías a Horacio, ella le escribió unos versos… Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria... Pero mejor no, su muerte siguió a la enfermedad, fue un problema físico, no tuvo el resplandor de un final operístico. Su grandiosidad apareció después, de la mano de las crónicas y los historiadores, pero ella murió acabada, carcomida por dentro. Tal vez sea preferible aguardar a febrero. En ese mes te espera el cianuro. El día 19. Horacio tenía cáncer de próstata. Terminal y doloroso. Pero murió a lo grande, no buscó el refugio de las olas en la oscuridad de la noche como Alfonsina. En el Clínicas, donde se moría, había encerrado un monstruo en los sótanos, un hombre elefante. Hizo que lo subieran a su propia habitación. El deforme, llamado Batistessa, consiguió el cianuro que Horacio tomó a la madrugada. Yo voy a hacer lo mismo, voy a ser tu Batistessa. Si te parece demasiado trágico, matate un día antes, el 18, pero al cianuro agregale whisky. Serás como Leopoldo. Andá a una isla del Tigre. No vas a necesitar ir a un recreo, El Tropezón lo vas a dar igual”, reíste, armando un basto y cruel juego de palabras referido al lugar donde Lugones se dio muerte. Me empujaste al suicidio sin siquiera brindarme la libertad de morir como Alfonsina, o al menos como una mujer. Pese a tus declamaciones libertarias, siempre fuiste un machista autoritario, incapaz de comprender el sentido de mi feminidad. Preferiste las muertes de Hemingway, Quiroga, Lugones y el borracho de Poe, sólo porque eran hombres.
Pero tú no sabes que de todas formas tendré una muerte húmeda, femenina y dulce. He urdido mi venganza. Arrastraré conmigo tus lauros de escritor. Te hundirás en la infamia, como yo en el río. Seré tu William Wilson. Siguiendo la necia línea del juego que inventaste, he recurrido a Edgar Allan para llevar a cabo la variación final. Copiaré yo también. He sido tu doble antes. Lo seré una vez más. Una punición que termine con mi vida, pero que también sea tu desgracia. Sé, como sabía el personaje, que “has vencido y me entrego”. Moriré mañana. Pero tú también, al menos para el mundo,
¿Sabes cómo será? Saldré de la casa sin prisa. No dejaré notas. No tengo, como Virginia tuvo, un Leonard o una Vanesa a quienes explicarles el por qué de mi muerte. Aunque sí supe a quienes contarles lo qué de verdad interesa. Caminaré hacia el río sin que me distraigan colinas, ni iglesias, ni un reguero de ovejas. No habrá bombarderos que zumben en el cielo, ni ningún Michael que describa como se suponga habrá sido mi muerte. No veré a nadie trabajando en una granja. No hay granjas por aquí. Pero mis ojos, como los de Virginia, estarán fijos en el agua color carmelita, y en los parches del cielo que reflejarán los charcos de la lluvia que caerá esta noche. Mis zapatos se hundirán en la tierra blanda hasta llegar al embarcadero enfrentado al río. No buscaré piedras como contrapeso, que me impidan salvarme. No podría hallarlas en estos vecindarios, por lo que las he traído de mi departamento ¿Recuerdas aquellas tan pesadas que recogimos en Tandil? Las pondré en los bolsillos del saquito azul que me regalaste para mi cumpleaños número treinta y tres. Luego me pararé cerca de la orilla. Meditaré un instante, y entraré en el río. Me detendré cuando el agua llegue a mis rodillas. Pensaré en ti. Pero no me distraerán los contornos de tu rostro; sólo retendré tu mueca de sorpresa que los deformará cuando sepas qué he hecho: ayer en Buenos Aires reproduje en diez juegos de fotocopias las fotos que conservo en mi álbum de recuerdos. Redacté una breve nota contando nuestra historia. También hice diez copias, como fueron diez las carpetas que envié a los diarios y revistas que cubren literatura en sus secciones de cultura, a sus suplementos y a la editorial que publica tus libros de cuentos robados, y esos torpes versos de rima obsoleta que escribes para decirte poeta. No sacaré las piedras del bolsillo, ni regresaré a la casa. No tendré oportunidad de arrepentirme, porque las carpetas y sobres estarán ya en los escritorios de cada uno de los destinatarios. Aún de pie, me adentraré con torpeza por el lodo del fondo, hasta que el agua me llegue a la cintura. Miraré río arriba. Tal vez haya allí un pescador de saco rojo, como refiere Michael narrando la muerte de Virginia, pero no me verá. Acaso me tropiece y las piedras me jalen hacia el fondo. Después la corriente me abrazará y me llevará con una fuerza tan repentina y muscular que parecerá como si un hombre muy fuerte se levantara del lecho del río, agarrado mis piernas y las sostuviera contra su pecho. La corriente me arrastrará con rapidez. Mis pies ya sin zapatos golpearán en el fondo. Se me prenderán al pelo algunas de las ramas que flotaban antes en la superficie. Mi cuerpo dará contra la orilla de enfrente. La corriente lo presionará, la espalda al río y mi rostro contra la piedra. El sol se reflejará vacilante, blanco y pesado por las nubes, atravesado por el perfil de una bandada de grandes pájaros negros, quizás dándome un último adiós. Sí, un paisaje parecido al que cuenta Michael acerca de Virginia.
Yaceré en el lecho del río, soñando con la orilla, el pescador, y el cielo; y con en el menudo entierro que he preparado para tu falsa fama. A partir de mañana el mundo conocerá tu verdadera vida, tu codicia golosa de lauros y placeres, los cuentos que robaste durante tantos años. También sabrá del rostro de quien escondieras en esos mismos años, de sus cejas arqueadas del comienzo, los frunces de su boca, las pestañas destacadas sobre un par de ojos negros de mirada impertinente, los pliegues de sus rasgos otrora femeninos, en una pretensión de género descolorida hoy, casi irreconocible en la última foto de la serie, tomada el mes pasado, la imagen que refleja el espejo de mi cuarto de baño todas las mañanas, cada vez que me miro: un hombre maduro, que aún conserva rastros de insolencia en la mirada, de notoria calvicie. Un madrileño con toques catalanes. “Variaciones” de los “dos pájaros de un tiro”. Tú lo sugeriste. Eso es. Algo de Sabina, y una pizca de Serrat.





Texto agregado el 14-05-2010, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


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