La cosecha
Cuando a Ramiro González Oyarzo, le dijeron que le quedaba muy poco tiempo en este mundo, su primera preocupación fue como hacer frente a su propio cuidado. Hacía ya muchos años que vivía solo. Luego de haber fundado una familia numerosa, poco a poco todos los hijos se fueron yendo a lo suyo. Rosario Carreras, su mujer por más de cuarenta años, lo había dejado hacía ya diez años, cansada y enferma, después de criar a sus ocho hijos, ni bien el último emprendió “el vuelo”, se entregó a las manos de Dios y con un largo suspiro de alivio se fue a una mejor vida.
Don Ramiro, como era conocido en el barrio, era un tipo por demás serio, diría que poca gente le vio alguna vez una sonrisa. Criado a la antigua en la ciudad de Castro, al Sur de Chile, por sus padres, mezcla de gallego y criolla chilena, dentro de una familia en la que “nunca faltó nada”, pero tampoco sobró, con férreos principios de respeto por sus mayores y dedicación al trabajo, fuera cual fuera la tarea. “Un hombre de verdad, nunca le hace asco al trabajo”, solía decir su padre, labrador y además carpintero.
Así pasó parte de su infancia, entre las tareas del campo, y una escuela a la que sólo se iba durante el verano debido al rigor del clima. Aprendió poco, pero lo suficiente para poder defenderse en la vida.
Su lugar en la cantidad de hermanos era el sexto de once. Esto le valió que cuando su hermana mayor, Edelmira, se casó con un argentino, dejando el país para seguir a su marido, él decidiera un año después emigrar al país vecino en busca de mejores horizontes.
Así fue como en la década del cincuenta llegó al entonces casi desconocido Territorio de Tierra del Fuego. Tenía veintitrés años, y, recordando las palabras de su padre, trabajó en todo lo que le salía a la mano, peón de campo, mandadero de un ramos generales, albañil, estibador. Hasta que dos años más tarde, llegó la explotación del petróleo, la gran empresa Tennesse, se asentó en la ciudad de Río Grande y requería mucha mano de obra. Allí fue Ramiro, a trabajar duro, “boca de pozo”, de todas las tareas, la más riesgosa, pesada y sucia, pero había buena plata, sus veinticinco años y su físico sano y fuerte le permitieron la hazaña.
En ese medio rudo, de hombres silenciosos, dedicados a la faena de extraer el famoso “oro negro”, y juntar plata para progresar a fuerza de enormes sacrificios, frío, hielo, nieve, fuertes vientos, su carácter se fue haciendo más y más hosco, tenía dos o tres conocidos entre sus compañeros a los que nunca pudo llamar, amigos, pese a la buena voluntad de ellos.
En una de las “bajadas”al pueblo durante un franco, en un baile familiar al que uno de sus compañeros lo invitara, conoció a Rosario, hija de un próspero comerciante gallego, una muchacha simple, con una firme educación cristiana, muy parecida a la suya. Rosario tenía veinte años, y una belleza acorde a su simpleza.
El noviazgo se formalizó bajo estrictas condiciones, y un año más tarde, Rosario y Ramiro estaban casados, y con su casa propia, producto de los ahorros que el novio había aportado para convencer al terco suegro que no quería para su hija una vida de privaciones.
La vida en la ciudad sureña fue cambiando de a poco, la empresa petrolera yanqui dejó abiertas las puertas de la explotación nacional, y Ramiro consiguió un excelente puesto como capataz de cuadrillas, pese a su nacionalidad a la que nunca renunció. Fue ascendiendo en su carrera, la casa estaba bien terminada, fueron llegando uno a uno los hijos, y la familia funcionaba como tantas otras de la época, con la única diferencia que el carácter de Ramiro cada vez se volvía más duro, más agrio, sus hijos eran educados dentro de reglas muy estrictas, casi más que las que él había recibido. En el verano, los varones trabajaban en algo, ya sea como cadetes, esquiladores, o alguna otra tarea, pese a que no era necesario el ingreso de dinero a la casa, con lo que Ramiro ganaba alcanzaba y sobraba, pero él sostenía lo que su propio padre, “el trabajo no mata a nadie”. Las cuatro hijas, aún en la corta edad, aprendían las labores caseras; a coser, tejer y otras habilidades. Los ocho terminaron la escuela primaria, pero ninguno ingresó a la única escuela secundaria. El padre sostenía que no hacía falta el estudio para poder tener una buena vida, solamente el trabajo era la solución.
De este modo el mayor de sus hijos entró en la petrolera, otro de ellos se hizo policía, otro se fue a trabajar al campo, pero el cuarto de los varones quería ser médico. Rogó, e imploró la ayuda del padre para estudiar, pero no obtuvo respuesta, entonces dejó la casa paterna y poco supieron de él durante años.
Algo similar pasó con las hijas, una quiso estudiar, tampoco le fue permitido, e hizo lo mismo que su hermano llevándose a la menor de las chicas. De las otras dos, una se casó con el novio que Ramiro eligió para ella, un buen muchacho hijo de una familia rica, pero totalmente inútil, mujeriego, jugador y todos los vicios que gustara. La última, viendo el destino que le esperaba, se fugó con un noviecito que la abandonó poco después y terminó como alternadora de un cabaret de mala muerte.
En pocos años, la casa que tanto sacrificio había costado, quedó vacía. Ramiro seguía desde cerca la vida de los hijos que podía ubicar, pese a sus fuertes principios, él creía haber sido un buen padre, pero sus hijos no pensaban lo mismo. Todos recordaban las penitencias por cualquier motivo, las palizas con el grueso cinto de cuero, las prohibiciones de las cosas más normales en una familia, como la celebración de los cumpleaños o la Navidad. Ninguno de ellos tenía una sola foto de su infancia, “Para qué sacar fotos si los chicos no se van a morir mañana”, decía ante el débil reclamo de su mujer que quería guardar un recuerdo de sus hijos cuando pequeños.
Pese a tener medios, nunca salieron de vacaciones, ni tuvieron más visitas en la casa que la de algún pariente que acertaba a pasar por el pueblo. Los amigos de la escuela o el barrio, nunca cruzaron el umbral de la casa de los González Carreras, siempre hasta la puerta, nada más. Ramiro, imponía un respeto rayano en el temor a los chicos y un poco también a los mayores, con su figura gruesa, su gesto adusto, enmarcado por negros bigotes, sus ojos pequeños parecían taladrar con desconfianza a cualquier humano que se arrimara a la casa, las manos grandes, curtidas por el rudo trabajo, no sabían de la suavidad de una caricia para nadie, ni siquiera para León, el ovejero que siempre lo acompañaba.
Era hombre de pocas palabras, y cuando se trataba de “poner orden”, nadie discutía sus decisiones. “Aquí no quiero vagos, hay mucho que hacer en la casa”, pregonaba Ramiro para espantar a los chicos y chicas que querían ser amigos de sus hijos. “Nadie que yo no haya permitido puede entrar a esta casa, los parientes, tal vez, y depende quienes”.Él mismo tenía muy poco trato con los vecinos, apenas un saludo formal que más que saludo era un gruñido..
Rosario en cambio era muy querida por las mujeres del barrio, debido a su bondad y a esa sumisión sin límites que profesaba a marido. Era una mujer que conservaba su sencilla belleza a pesar de los años y las vicisitudes propias de su matrimonio con alguien tan particular.
Algunas veces, ella salía a casa de alguna vecina, pero sólo cuando Ramiro estaba en el trabajo, siempre se las arreglaba para ver a alguien que necesitara algo, ya sea material o simplemente compañía en alguna enfermedad. Como buena ama de casa todas las labores posibles pasaban por sus manos; tejidos, los vestidos de las chicas, las comidas típicas chilenas que aprendió a hacer como nadie, a fuerza de práctica para contentar al “rey de la casa”, como solía llamarlo con ternura al principio del matrimonio, y con cierta ironía, cargada de cansancio o hartazgo en el final. Su mayor gusto era la jardinería, su patio estaba lleno de plantas y flores que ella cuidaba con esmero, a pesar del clima adverso. Asistía a misa todos los domingos bien temprano, pues la hora del almuerzo era estricta y no se admitían tardanzas ni ausencias.
Bajo este régimen autoritario transcurrieron los años de esta familia que se desmoronó ni bien los hijos pudieron independizarse de la tutela paterna.
Y ahora, ahí estaba Ramiro en la sala de la casa vacía, mirando el patio lleno de plantas en flor, que le recordaban a Rosario, solo, como nunca había estado, y recién caía en la cuenta de esa soledad absoluta.
El médico que lo atendiera en el hospital le pidió los datos de sus hijos, porque en poco tiempo debía extirparle un tumor maligno en el pulmón y ya no podría valerse por sí mismo. Fue poco lo que pudo darle, solamente de dos de sus hijos tenía las señas, los otros, desde la muerte de la madre no habían vuelto por la casa. Mientras estuvo bien, no le preocupó en que andaban cada uno de ellos. Se jubiló, con un buen cargo, la casa ya se había terminado de pagar hacía mucho, quedaban algunos terrenos en los que invirtió lo ganado en los buenos tiempos, una buena cantidad de dinero en el banco. ¿ Y todo para qué?. Ahora moriría en breve tiempo. Todo lo acumulado no servía para nada. Tal vez, para pagar la eficiencia de una buena enfermera para que lo asista.
Lo que nunca sabría Ramiro González Oyarzo, es que el doctor Quevedo, logró localizar a sus hijos, los que estaban más cerca, tenían noticias de los otros. A todos les fue informado el estado grave de su padre. La respuesta fue casi unánime, “Ahora nos necesita, después de que nunca le importó nada de nosotros ni de mamá, después que nos maltrató siempre y nos impidió hacer una vida normal”. “No doctor, no cuente con nosotros”. El médico quedó anonadado al escuchar cada una de las historias, todas con trayectorias y finales casi dramáticos. No se había imaginado que ese anciano de aspecto serio, pero casi dulce, debido a la edad, hubiese sido un padre tan dictatorial. Trató de convencerlos, de había que olvidar viejos rencores, inútiles en estas circunstancias, pero sus argumentos no tuvieron suficiente fuerza frente a las realidades relatadas.
Seis meses después de esta reunión, don Ramiro moría, aquejado por múltiples dolores y complicaciones de la mortal enfermedad, en una cama del hospital, asistido por una enfermera particular a la que su abogado, encargado de todos sus asuntos legales, había contratado.
Como última voluntad dejó un testamento realizado pocos días antes de morir, legando todo cuanto tenía al hijo de una hermana, que fue el único que vino a verlo después de su operación y que se hizo cargo de su casa y sus pertenencias. Tampoco sabría Ramiro si este sobrino vino casualmente atento a la situación que vivía su tío, tras el abandono de sus hijos, o interesado en el patrimonio que dejaba sin dueño.
Tal vez en su lecho de dolor, don Ramiro recordara aquel antiguo proverbio, “Cosecharás tu siembra”.
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