La quietud de la noche inundaba el pueblo; después de una jornada de labor, los cuerpos reposaban buscando la recuperación de sus músculos y las mentes flotaban en un mundo de fantasías que danzaban en sus sueños. Los afanes se sosegaban sin poder superar la censura que les imponía la oscuridad y aceptaban con sometimiento su invasión que llegaba en compañía del silencio y se imponía en las calles y en las casas. Un soplo movía apenas las copas de los árboles y algunas hojas caían con lentitud, flotando en el aire como si dudaran de la dirección que debían tomar para terminar depositándose con mansedumbre en las veredas.
Una puerta se abrió y la figura del hombre se recortó en ella. Sólo alcanzó a dar dos pasos. El fulgor y la detonación precedieron al ardor que sintió en el pecho; la sangre salpicó la pared y empapó su camisa, cayó de espaldas sin abandonar la sorpresa que expresaban sus ojos. La sombra que salió de la oscuridad escondió la nueve milímetros en una de las bolsas que aguardaban el paso de los recolectores de residuos.
La familia conservaba una amistad de años con los de al lado, una de esas amistades que se dicen de fierro. Hacía tiempo que compartían todo, las fiestas y los velorios. Cuando nacieron los hijos fueron compadres los unos de los otros. Cientos de fotografías documentaban sus momentos de alegría.
El vecino había combatido en la selva durante la “guerra contra la subversión” rematando a ese guerrillero que disparaba su ametralladora mientras moría. Con cinco balazos le había destrozado el cráneo.
La vez que lo dijo, las dos familias evitaron seguir hablando del tema para esquivar la posibilidad de un altercado. Ni siquiera la suya compartía la manera de pensar del ex sargento; nadie aprobaba el orgullo y la pasión que ponía en su relato. No hacer comentarios posibilitaba seguir viviendo en armonía. Habían practicado una abertura en el cerco que dividía ambas casas de manera que nada los separara y se movían con libertad tanto en una como en la otra. Cuando los de una familia salían a comprar lo hacían en un distribuidor al por mayor y luego repartían la mercadería con la otra aprovechando los descuentos por cantidad. En las tardes se sentaban en el fondo a tomar mate.
La vecinita calentaba agua en la cocina, él se acababa de levantar de la siesta y la asustó apretándole la cintura desde atrás. Al girar la cabeza ella quedó soltando el aliento casi sobre su boca. Al instante el beso se transformó en excitación; se sucedieron con insolencia las caricias mientras se despojaban el uno al otro y subía la adrenalina; sus padres jugaban a los naipes en la glorieta.
Luego se dijo que debía cortar todo y no dejar que las cosas avanzaran, sólo había sido la ocasión que se había presentado sin buscarla, la habían disfrutado y punto. Él se preciaba de saber planificar los acontecimientos y manejar las situaciones para que resultaran según su conveniencia. No pensaba de ninguna manera complicarse la vida ni complicársela a ella. Su objetivo era disfrutar con sus amigos y terminar los estudios; ya llegaría el momento de pensar las cosas con seriedad. Nada debía alterar sus proyectos que no incluían para nada a la vecinita.
Sin embargo siguieron jugando con el riesgo que ofrecía la aventura. Esa tarde ella lloró al darle la noticia que no quería oír. Sólo pensó que debía reaccionar con urgencia.
Después de comer apenas una milanesa durante la cena, mientras su familia quedaba en el comedor mirando televisión, se retiró a su cuarto. Se tiró sobre la cama boca arriba y encendió un cigarrillo. Veía como los aros de humo que soltaba de su boca ascendían uno detrás del otro para deshacerse antes de llegar al cielorraso. El perfume de las damas de noche se asomaba por la ventana para acompañarlo en sus pensamientos como amigo de los insomnios, mientras el espejo del ropero le devolvía la imagen de su barriga subiendo y bajando acompasadamente. Jugaba con esos movimientos buscando tranquilizarse para analizar la circunstancia y tomar una decisión.
Saltó de la cama y se arrimó a la pared al oír ruidos del otro lado, gritos que no se entendían mezclados con llanto. Con seguridad ella había hablado, temió que el sargento viniera a buscarlo.
Instantes después nada había sucedido. Apagó la luz y volvió a tenderse en la cama maldiciendo no haber pensado que la muchacha se enamoraría. Él no había nacido para casarse y tener hijos antes de disfrutar de todo lo que le esperaba en una vida de éxitos. No podía arruinarse a los veinticinco años, después de los treinta y pico talvez.
De pronto sintió miedo. Mañana el sargento lo buscaría para lavar el honor, que únicamente se lavaba con sangre, como alguna vez le había oído decir. Huir era la alternativa; viajaría a la capital a emplearse, la ciudad sería su escondite.
Su familia no lo perdonaría. Mucho menos su novia de tantos años que siempre lo había celado de la vecinita. Le dejaría una carta explicando todo, pidiendo comprensión y haciéndole alguna promesa de futuro. Desistió, no había posibilidades de que lo perdonara . Además con ella ya no había porvenir; nunca regresaría al pueblo. Quizás su huida forzara a la vecina a buscar otros recursos, podía seducir al novio para atribuirle la paternidad ya que habían sabido ocultar su relación. No había vuelta atrás, huiría pero aún no era tiempo, convenía esperar a que la noche avanzara. Trató de no dormirse pero la modorra lo venció.
Un grupo de soldados lo perseguía y a pesar de que él corría sus piernas se movían sin avanzar y caía de cara al cielo; un militar se acercaba para rematarlo, era el sargento que le vaciaba la pistola en la cabeza. Despertó transpirando.
En su casa todos se habían acostado, no se percibía ningún ruido, tampoco en la otra vivienda. La sinfonía del canto de los grillos acunaba al pueblo en calma que dormía con placidez. La ventana le permitió observar la serenidad del momento. Sólo unas hojas caían con lentitud flotando en el aire como si dudaran de la dirección que debían tomar para terminar depositándose con mansedumbre en la vereda. Era hora de emprender la marcha hacia el futuro que le esperaba.
Tomó los documentos, el dinero que había guardado para comprar la moto y el bolso con la ropa. Abrió la puerta con sigilo y su figura se recortó en ella.
Lo esperaba una realidad que había sido planificada sin errores y con mayor precisión. El crimen pasó a ser sólo otro caso de inseguridad. No fue posible detener sospechosos porque no se encontró móvil alguno para el asesinato. El arma nunca apareció.
El honor había sido lavado.
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