Salgo de ti, como una necesidad latente de tus brazos en superar lo imponderable de los ciclos, como una competencia que trepa lo mortal de tus entrañas, en ese oficio de trascender en imposibles. Y las pupilas se dilatan al saberte refugiado en el abrigo de tu mente, al crecer en ese laberinto que teje y desteje las pasiones y los egos. Te veo entrando en el abismo de tu sino, taciturno, desierto, en un llano que desata su deidad del pensamiento; manso, etéreo, como un precipicio que asciende y desciende lo sagrado de tus huesos, hasta convertirse en carne. Y humano repartes lo impredecible de los sueños, en un arte de secuencias que arranca el mandato de tus hilos. Lates en el sendero de los versos que intercalas, en la angustia que cae y repercute entre los genes, como una soledad subyacente al intelecto. Ahí te quedas en el eco de tus quejas, como un fuego que te cerca y te condena perpetuando los instantes, mientras nutres la esperanza de tus sienes, eruditas y maleables, que se enlazan con el llanto. Y mi alma se entromete en un cúmulo de aciertos, que cimbra el recorrer de tus hazañas, ante la ansiedad y los instintos. No temas, yo me expongo en el letargo de tus miedos, en las mañanas y las tardes que nadie acuda a tu llamado, como un aleteo furioso de mi ser, perdido en ese ocaso remediable de tu espanto.
Ana Cecilia.
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