El Retrato profético
De Giovanni Papini
Siempre he tenido pasión por los retratos, y, para satisfacerla, he procurado conocer a cuantos pintores he podido. Desde hace casi quince años frecuento los estudios y poso, de pie o sentado, ante mis amigos.
En los primeros tiempos, cuando era todavía más pobre de los que soy ahora, hacía los imposibles para llegar pronto a tutearme con los pintores jóvenes y pobres e inducirles a hacerme el retrato, y la mayoría de las veces conseguía que me lo regalaran una vez estaba terminado.
Cuando tuve algún billete de diez o de cien a mi disposición, la cosa se hizo más fácil, y creo que me he hecho retratar no menos de tres o cuatro veces al año y siempre por pintores diferentes. Mi casa es una especia de odiosa galería, en la que por lo menos tres cuartos están llenos de caras mías desde los fondos claros o negros de las telas, asomadas a los bastidores dorados de los marcos de estuco. Tengo un corredor un poco oscuro que está lleno de ellas a ambos lados. Confieso que por la noche me molesta tener que pasar por él: aquellos rostros, todos desiguales y que, sin embargo, se parece, me turban, me dan casi miedo. Me parece haber dado un poco de mi alma a cada uno de mis dobles de tela y color y de haberme quedado con un alma empobrecida y estupefacta.
Hay a mi alrededor perfiles a la sanguina apenas esbozados, bajo vidrio; pasteles en anchos marcos blancos; dibujos coloridos y grandes telas pintadas al óleo. Y yo me vuelvo a ver allí, en todas las posturas y en todas las medidas: jovencillo un poco estúpido, de perfil; cara elegíaca de poeta sobre un fondo desvaído de rocas azules; ceño satánico de polemista con la cara ansiosa y los ojos alterados dentro de un cielo todo negro; panzudo buen hombre con las mejillas bastante rojas y los bigotes rubios; joven pálido y cansado con la cabeza apoyada románticamente en un mano; máscara enflaquecida y espectral sin cuello ni busto, como una aparición a la boca de una caverna. Y soy siempre yo, y siempre distinto, y solamente yo: con bigotes y sin bigotes, con lentes y sin lentes, enfermizo o con buena salid, feroz o abatido. Y por todas partes hay pares de ojos grises, o celestes, o verdosos, que me miran y contemplan fijamente mis ojos y parece que me pidan algo, como si yo tuviera la culpa de su inmovilidad. Me acuerdo de algunas noches en las que he creído perder para siempre aquella apariencia de razón que me ha permitido, hasta ahora, salvar mi libertad.
Y, sin embargo, mi pasión duraba, y si por casualidad conocía de cerca a un nuevo pintor, no me daba paz hasta que se me había hecho el retrato. No obstante, más de una vez eran los mismos pintores quienes me rogaban que posara para ellos, ya que fuera porque tuvieran necesidad de modelo, o conocieran mi debilidad, o les atrajera mi larga cara, blanca y atormentada.
Uno de éstos fue un ruso de nombre alemán que conocí en Florencia hace seis o siete años. Ya la segunda vez que le hablé me rogó que fuera a su estudio. Me dijo que necesitaba mi rostro para pintar un alma: éstas fueron sus palabras exactas.
Fui a su estudio y me quedé incluso a cenar. Pero lo que entonces había no me dio una gran idea de su talento. Eran paisajes descoloridos e indecisos sobre tablitas de madera: cipreses delgadillos sobre cielos sucios y sin aire; jorobas de montañas sin estilo y sin carácter; crepúsculos color yema de huevo con desgraciadas nubes de chocolate.
-No es esto lo que quiero hace-me repetía-; éstas son porquerías; lo sé yo sin que me lo digan. Vuelva; haré su retrato; siento muchísimo su alma. Ya verá cómo hago una cosa bonita, una cosa maravillosa.
Prometí volver, pero no volví. Perdí de vista a Hartling durante más de un años. Cuando le encontré, una mañana de invierno, por casualidad, tuve que volverle a hacer la promesa. No había abandonado la idea y deseaba más que nunca retratar mi rostro.
-Le diré sin ceremonias-me dijo- que muchas cosas han cambiado: tengo absoluta necesidad de trabajar y ganar. Todos mis asuntos de Rusia van muy mal: hace dos meses que no recibo un céntimo. Estoy arruinado, Ni siquiera tengo bastante dinero para ir tirando. Lo he empeñado todo, lo he vendido todo. Me veo obligado a vivir de mi trabajo. Sin embargo, para remontarme, tengo necesidad de hacer una buena pintura, un retrato extraordinario que dé el golpe, del que se hable. Su cabeza me inspira muchísimo y me traerá suerte.
No creía mucho en sus esperanzas; sin embargo, acepté con la intención de mantener mi compromiso. Pocas semanas después fui a verle y empezamos en seguida el retrato.
Estaba en otra casa y el estudio había cambiado. Ya no estaban las viejas pinturas estúpidas que había visto. Hartling se había transformado. Había encontrado por sí mismo el impresionismo. Hacía ahora paisajes inmensos, solitarios, todos embebidos de luz, con campos y montañas que parecía hecho de sol y de piedras preciosas. Los colores, todos los colores puros y fuertes, descarados, se derramaban de las nuevas telas. Bajo la pérgola de un jardín, bajo las hojas transparentes de un verde casi dorado, dos horribles rostros de hombres afeitados y rubios miraban insistentemente con cuatro ojos de mosaico rodeados de negro. Aquellas dos caras a manchas violetas, amarillas y verdes, eran vivísimas e inverosímiles.
Hartling me miraba sonriendo y espiaba en mi cara el efecto de aquella transformación. Le dije que verdaderamente estaba muy sorprendido y que nunca hubiera esperado un tan veliz cambio, o mejor, superación.
-Verá cosas mejores-me respondió-, Esto de aquí no es nada. No perdamos tiempo; trabajemos.
Una tela en blanco estaba ya tensada en el bastidor y colocada sobre el caballete. Una silla de madera blanca estaba dispuesta para mí sobre una caja de cuadros a la izquierda del caballete.
Hartling encendió un cigarrillo y empezó a pintar. Me miraba fijamente medio minuto, a veces con desprecio, otras con una sonrisa irónica y satánica, y luego trabajaba afanosamente durante un minuto o dos, sin mirarme, sin levantar los ojos del cuadro. Cuando había terminado, retrocedía, sin levantar los ojos del cuadro. Cuando había terminado, retrocedía hasta la pared y contemplaba su trabajo, doblando la cabeza a derecha e izquierda. Luego avanzaba a grandes zancadas hacia mí, y volvía a mirarme, y retrocedía otra vez, y de nuevo avanzaba, y hacía los pasos tan largo que las rodillas casi se doblaban hacia atrás.
Hartling no era un hombre que diera miedo: todo lo contrario. Era alto, delgado, blanco, con una cara absolutamente corriente y una barbita a la francesa, rubia y blanda, que hacía pensar más en un maestro de lenguas que un pintor; vestía con rebuscamiento, como un jovencito que busca mujer, y no tenía de particular más que las mejillas, siempre un poco húmedas y emblanquecidas de polvos. Y, sin embargo, aquel su ir hacia adelante y hacia atrás, aquellas sonrisas irónicas, aquellos ligeros gruñidos de alegría insatisfecha, me ponían nervioso. Incluso el rumor sordo de sus pantuflas, que golpeaban la estera, tenía un no sé qué de desagradable.
Después de una hora y media de sesión, cubrió el cuadro y no quiso que mirara lo que había hecho. Volví a la mañana siguiente y también a la otra. Con los mismos gestos y el mismo misterio, la obra continuó. La cuarta mañana me tuvo sentado poquísimo.
-Tengo necesidad de los ojos-me dijo-. Mire como si tuviera delante un enemigo al que está a punto de derrotar a fuerza de sarcasmos.
Procuré obedecerle, y al cabo de un cuarto de hora me anunció:
-Está hecho. Venga a verlo.
Salté de la silla y corrí ante el retrato.
La tela no estaba toda cubierta de color. En el centro se distinguía, mirando un poco de lejos, una cara que con certeza no era la mía. Sobre una frente casi verde sobresalían dos mechones de cabellos rojizos: una mancha negra, a la izquierda, debía de representar un ojo; el otro ojo estaba hecho con pequeñas manchas verdes y violetas entre una mancha mayor blanca y una sombra negra debajo. La nariz se parecía bastante, pero la boca estaba hecha con dos borrones arqueados de sangre y una hilera de dientes enormes. Debajo del mentón, un cuello blanco sucio y una corbata color granate que yo nunca me había puesto. El vestido se perdía en una confusión de bistre. Alrededor de la cabeza, grandes bandas fantásticas de verde, de rojo vivo vino y de violeta aguado.
-¿Qué tal?- dijo Hartling sonriendo con placer-. ¡No le parece mi pintura más original) Es que no me he preocupado de pintar su cara sino de detener un momento su espíritu para toda la eternidad.
Pedí tiempo para verla mejor. Finalmente, cuando la hube mirado por todas partes y a todas las distancias, me convencí de que no había visto una traición tan grotesca. Allí dentro no había nada de mí. Y esto no me hubiera importado mucho, pero el conjunto no era, en absoluto, armonioso ni profundo. La extrañeza terminaba en la negación de sí misma. Volvía al garabato imbécil, al arabesco incongruente, a la mancha fortuita, a la nada.
No pude evitar insinuar mis impresiones a Hartling. El intentó explicarme con cierta indulgencia el significado de los colores, los misterios de las pinceladas, la razón de las disonancias y la necesidad de los borrones manifiestos.
-Es preciso vivir dentro de él, estar cerca, volverlo a ver-me dijo como conclusión-. Esta obra es de tal manera original, que ni yo mismo sé como la he podido hacer.
Me fui prometiendo volver, pero firmemente decidido a no comprar el retrato. Estuve más de una semana son ir a ver a Hartling.
Pero un día un amigo me contó que Hartling, locamente enamorado de su obra. Había invitado a todos sus amigos y a algunos críticos a ver el retrato. Como muchos de los que conocía a Hartling me conocían también a mí, esta noticia no me satisfizo nada. Volví a casa del pintor. Encontré en el estudio a dos señoras alemanas y a un judío húngaro que contemplaban con gran atención la llamada cara mía. Tuve que callarme. Hartling estaba explicando su teoría del retrato espiritual. Las señoras alemanas lo admiraban y el hebreo tomaba apuntes en su cuaderno. Hartling me preguntó si ahora me gustaba más. Procuré poner un poco de orden con la mirada en aquella mezclada porquería de colores, pero sólo conseguí encontrar solo dos o tres frases de admiración convencional, que Hartling comprendió en su verdadero sentido.
Simulé resistirme, pero estaba contentísimo de haberme librado del compromiso. No quería llevarme a casa una basura semejante y, además, pagarla.
A los tres meses supe que Hartling había expuesto mi retrato en Venecia, y, según los periódicos, parecía que hiciese cierta impresión. Había puesto en el catálogo mi nombre y apellidos, y todos los que me conocían o sabían algo de mi comenzaron a hacer los más burlones comentarios del mundo. No podía tolerar una afrenta semejante. Que aquel terrible embrollo de colores apareciese a los ojos de todos con mi nombre; que aquel monstruoso no dibujado y mal colorido pretendiese representar mi persona y, de rechazo, mi alma, eran para mí atroces ofensas. Pensé que la única salvación era comprar mi retrato. Precisamente en aquel momento tenía muy poco dinero, apenas el suficiente para ir hasta Venecia. Hartling había pedido por su cuadro un precio muy bajo –quinientas liras-, señal de que tenía absoluta necesidad de vender. Pero yo no tenía quinientas liras. Sin perder tiempo elegí unos cuantos libros viejos y llevé a vender los que ya no me interesaban. Empeñé una gran cadena de oro que no llevaba nunca y pedí prestados cien francos a un tío mío. En cuanto llegué a Venecia corrí a ver al secretario de la exposición y pagué el retrato. Pero no fue posible tenerlos en seguida. Se todas maneras, estaba ya seguro de que después de la clausura no rodaría más por el mundo enseñando mi ridícula efigie.
Cuando el retrato me llegó de Venecia, lo puse, sin sacarlo de la caja, en un sobradillo y no pensé más en él. Supe que Hartling había vuelto a Rusia y que se encontraba muy mal. Al cabo de unos años –cinco o seis- tuve que cambiar de casa, y apareció la caja, todavía cerrada. Una vez en la casa nueva me entraron ganas de abrirla para ver si merecía la pena conservar el retrato, como una curiosidad, o bien destruirlo.
Durante aquel tiempo muchas apariciones dolorosas habían ocupado mi vida y yo no había pensado más en Hartling ni en su retrato. Me sentía envejecido y otro hombre, y sonreí al recordar la furia que me hizo correar a Venecia para rescatar aquella deformidad calumniosa.
Abrí la caja y puse el retrato un poco en la sombra, en el suelo, apoyado en la pared, bajo un gran espejo.
¿Cuál no fue mi asombro al darme cuenta de que el retrato, ahora, se me parecía!
En la penumbra de la habitación, mi rostro destacaba como una aparición imprevista, todo maravillado y pensativo, como si quisiera reconocer el mundo. Las manchas de los ojos, vistas así, de lejos, tenían una expresión singular, aquella misma expresión de maldad y de nostalgia que leía ahora en mis ojos reflejados en el espejo de encima. Y mi boca roja, con los dientes blancos, reía de verdad, es más, sonreía como yo sonreía en aquel momento, con la misma y exacta mueca de los labios, mueca un poco de repugnancia y un poco de rabia, que yo veía delante de mí, encima del cuadro. Incluso los mechones de cabello tenían la misma forma y la misma fuerza, y me vi obligado a llevarme las manos a la frente para hacer desaparecer aquellas llamas de diablo refractario. El aire de mi rostro era aquél; el espíritu que emanaba de las facciones era el mismo: la semejanza era, dentro de los límites del arte, perfecta. Aquel retrato, que seis años antes era una inmunda caricatura, se había convertido en mi retrato exacto y profundo. Hartling había mi yo futuro de seis años después y lo había pintado. Había adivinado mis sufrimientos, mis enojos, mis melancolías; había anticipado con el pincel, las arrugas de mi boca y las alteraciones de mis rasgos. No había sido capaz de fijar mi rostro de entonces, pero había presentido mi rostro de ahora.
Apenas repuesto de la sorpresa, me dije que Hartling era un extraño genio y yo un imbécil mezquino. Aquel mismo día colgué el retrato en mi cuarto, delante de la cama, y corrí a ver a un amigo común para pedir noticias de Hartling. Nuestro amigo no sabía nada de él, pero escribió a un hombre que vivía en Alemania y que estaba, sin duda, en relación con el gran pintor. La respuesta llegó pronto, con las noticias y la dirección de Hartling. Estaba en Berlín y ganaba. Me propuse ir a encontrarle apenas pudiera.
La ocasión llegó de pronto: un premio inesperado me permitió, pocos meses después trasladarme a Berlín. El día mismo de mi llegada corría a ver a Hartling. Encontré, con gran maravilla por mi parte, una casa señorial, un estudio de lujo y una gran cantidad de retratos que parecían oleografías refinadas o fotografías coloridas con mucha paciencia. Hartling apareció con su barbita rubia, un poco más gordo y un poco más viejo, pero elegantísimo. Me saludó fríamente y no pareció muy entusiasmado de mi visita. Apenas si tuve el valor de hablarle de mi retrato y del maravilloso descubrimiento que había hecho.
-¿De verdad?- me dijo, mirándome con dos ojos sin alma-. ¿Lo dice de verdad? Yo estoy seguro de que debe de ser una gran porquería. Entonces, no sabía pintar y no entendía nada. El arte, mi querido amigo, debe rivalizar con la naturaleza. Es preciso reproducir escrupulosamente la realidad a fuerza de paciencia y, todo lo más, embellecerla con gusto. Es preciso gusto y elegancia; sobre todo, elegancia. Mire: he sufrido hambre cuando estaba en Italia; mucha hambre. Ahora he aprendido: mis retratos se buscan y se venden. No menos de diez mil marcos cada uno, querido amigo, y mis clientes se cuentan entre las primeras damas de Prusia. Ahora sé dibujar con garbo y colorear con delicadeza, ya no padezco hambre y como muy bien. A propósito: ¿quiere quedarse a comer conmigo?
Me salvé fácilmente de la invitación y, con dos burdos cumplidos salí. Apenas fuera de la puerta comencé a correr.
El terror de tal reencuentro solamente era comparable con el del redescubrimiento del retrato profético. Desde aquel día he dicho que no a todo pintor que ha pedido retratarme.
|