Mi primo Jorge iba preparado en su bicicleta y mi hermano Javier andaba empujando la carretilla donde yo iba sentada. Esta era la carrera obligada de todas las tardes en el jardín de la casa de la abuela.
Partíamos cerca de la higuera, para luego cruzar una meseta de pasto, que quedaba aplastada a nuestro paso, hasta llegar a la línea imaginaria marcada entre dos naranjos, que hacían de serios jueces al finalizar el juego.
Los naranjos movían sus ramas.
Esta es la parte de la anécdota que, ya ancianos, disfrutamos de recordar y de repetir los tres protagonistas. Sentados junto a nuestros queridos nietos, que juegan a las carreritas en la PC, ellos entremezclan ciertas sonrisas al escucharla nuevamente. Ya oyeron quinientas veces lo que sus abuelos hacían en la casa de la tatarabuela cuando eran niños. Lo que deseamos es que ellos en el futuro, repitan y agreguen su propia historia para sus futuros hijos y nietos.
-¡Ojalá, que este cuento no tenga nunca un fin! – pensábamos los viejitos que con los bastones en mano, nos miramos con complicidad y nos paramos al mismo tiempo. Los tres, salimos al jardín y corrimos carreras en la antigua casona familiar. La infancia y las ilusiones no se habían perdido. Los naranjos con sus frondosas ramas indicaron que yo había ganado en la última competencia. (Claro, seguía siendo la más jovencita).
Desde las ventanas, los nietecitos nos sorprendieron con enérgicos aplausos e inmensa alegría. Ellos salieron enloquecidos de felicidad a jugar junto a nosotros y los naranjos sacudiendo sus ramas dieron la bienvenida a los nuevos integrantes.


Agradezco el tiempo y dedicación que Ninivé le dedicó a la corrección de este texto.