Despertar
Por Sergio Hernández Gil
Habíamos caminado durante horas. Él se aferraba a mi mano como si temiera a la profundidad del mar; yo, tras sus pequeños y torpes pasos. Callados, sin vernos, íbamos como autómatas por un sendero, sin más voluntad que llegar a nuestro destino. Yo quería oírle decir mamá; quizá él esperaba que repitiera en voz alta lo que mi corazón decía con su latir apresurado: que lo amaba y que nunca lo dejaría ir, que no lo abandonaría. Me sentía igual que la luna platinada dando a luz un unicornio.
Ví entonces su rostro: su melena blanca caía sobre los hombros, hacía resaltar sus ojos grises que me preguntaban si lo dejaría volar con el viento helado que venía del sur. Nunca supe del tiempo transcurrido: el sueño se interrumpía cada vez que cruzábamos un estrecho puente colgante que comunicaba las dos riberas de un río. Tan cerca estaba el agua que la veíamos chocar contra las rocas y cómo saltaba fragmentada frente a nosotros, estrella en erupción. Yo quise decir algo, pero de mi boca apenas brotó un tibio balbuceo, un eco sordo sofocado en mi garganta, una luz de voz tenue perdida en una gruta sideral.
Vuelvo hacia la oscuridad sin bordes. Soy una fogata que se va apagando en la madrugada lluviosa, deshojándome como un fénix calcinado, cuyas cenizas flotan en una noche inmensa. Escucho a mí alrededor voces agitadas, no logro entender qué sucede. Recuerdo, como una ráfaga en remolino, la llegada al hospital: un médico me dio analgésicos y me dijo que harían análisis para saber cómo estaba el bebé. ¿Cuánto tiene de embarazo? ¿es el primero? Me hizo recostar en una camilla mientras llegaba el momento del ultrasonido. “Sí, es el primero”, pensé y traté de mirarlo. Su rostro se desdibujaba ante mis ojos. Seis meses alcancé a decir con voz lánguida.
Un viento polar me recorrió esa noche de pies a cabeza: temblores y escalofríos fueron por horas mi único aliento. Un dolor intenso en la boca del estómago me consumía.
Algo no está bien -agregó, dirigiéndose a otro médico, a quien le dijo que me pusiera suero y me tomara la presión.
La ginecóloga que me había atendido desde el inicio de mi embarazo diagnosticó que el malestar que tenía era producto del cansancio y el estrés laboral. Mi jefa consideró que la fatiga y el dolor epigástrico no eran razón suficiente para darme la licencia que había indicado la doctora.
Esa tarde yo había llamado a Raúl para contarle lo que estaba sucediendo: le dije que iría a consulta con otro especialista, pues el dolor de estómago persistía pese a las pastillas. La hinchazón de manos y pies se extendía rápidamente a todo mi cuerpo; parecía que la cabeza me estallaría. Me preguntó si deseaba que viniera; yo le dije que no era necesario, que prefería esperarme para cuando fuera el parto. Campeche está muy lejos de Mérida y de todas formas no llegaría antes del día siguiente; así que iría yo sola al ginecólogo.
Rápido, amárrenla, está convulsionando -gritó el médico que me recibió esa noche en el hospital.
Tiene la presión muy alta fue lo último que escuché antes de elevarme a una oscura bóveda celeste.
Esa noche fue la primera vez que soñé al niño. Al principio no pude ver su rostro, acaso sólo que era pálido como nube. Lo encontré sentado en el quicio de una inmensa puerta, jugando con una vara seca entre las manos: las mismas manos que apretaban con mucha fuerza mi dedo índice y me jalaban siempre por el mismo camino. Yo podía envolverlas, al igual que la bruma vaporosa nos rodeaba mientras caminábamos ante amigos de Raúl y míos, quienes parecían no vernos. Íbamos por las mismas calles, siempre hasta llegar al puente, donde el espesor de la niebla nos impedía continuar.
El sueño volvió, no sé si cada noche o cada cuánto, pero se repitió infinitud de veces.
Apenas escuchaba el latido de mi corazón, muy suave y lejano y, sin saber qué era, el borboteo del oxígeno al pasar por la botella con agua antes de llegar a mis pulmones.
Esta vez el sueño fue diferente: el pequeño y yo, tras caminar un largo trecho, cruzamos el puente y llegamos hasta una playa, donde nos esperaba Raúl. Allí, el niño cogió también la mano de su padre y nos condujo a la puerta de la casa. Luego, hizo que Raúl tomara la mía. Fue hasta entonces, bajo su frente infantil, que miré sus hermosos ojos grises, como polvo de luces en una noche oscura. Su mirada me dijo que se iría con el viento helado que venía del sur. En ese momento, las olas salpicaron nuestras caras.
Entreabrí los ojos y no supe dónde estaba ni qué había sucedido. Sin saber la razón me sentía diferente. Con una debilidad inmensa, me llevé lentamente las manos al vientre y me noté mucho más delgada, pero no tuve fuerza para llorar. Sólo logré emitir un débil quejido: sentí el viento frío cruzar la habitación. La pesadez de los párpados no me dejaba despertar del todo, parecían tener vida propia; su voluntad era cerrarse, no abrirse nunca, sólo dormir, dormir. El instinto hizo que por fin pudiera ver. En la penumbra sólo alcancé a distinguir una esmirriada silueta dormitando en una silla. No pude reconocerlo, sino mucho rato después. Una rendija de luz entre las cortinas me dejó ver que Raúl tenía la barba crecida y un aspecto de cansancio infinito.
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