Apenas cerré la puerta estabas ahí, mirándome fijamente. Como un pájaro a punto de comer su comida. Como esos pájaros azules que vi hace una hora, tú estabas ahí, debajo de la cortina y asiendo en tu mano aquel cuchillo, ese cuchillo que antes preparaba tantas delicias y que pronto podría estar arrancando a pedazos órganos vitales de mi persona. Tus ojos hervían en sangre y yo no podía parar de pensar en las aves. Ni siquiera temía por mi vida en ese minuto. No podía apartar de mi cabeza esos pequeños ojos voladores, miradas frías, los picos prepotentes y acusadores, sentenciando a muerte sin meditarlo previamente o considerar si quiera revisar evidencia alguna. Ese par de manojos de plumas que me observaban hace un par de horas, pacientes en su espera. ¿Qué podía decir? En realidad estamos solos en medio de la nada. Solos entre las aves y tú, como también la reverberación de aquellas miradas plumíferas viajando a través del tiempo, haciéndose presentes, como un déjà vu. Pero no, nunca como un déjà vu, demasiado simple, demasiado causal. En esta ocasión las consecuencias parecían traer consigo inevitables causas, y sin embargo parece que es eludible, en algún otro plano, en una infinidad de planos que conforman en realidad una realidad, un plano en donde las aves extienden sus alas y vuelan desde el recuerdo. Eludir, interesante palabra para la cual pensar en un momento tan corto, en el que me mantengo petrificado y sin capacidad de evitar lo inminente. Tu bello rostro en una expresión tan impropia tuya. No, no eras tú, eran ellos en ti. El temor al fin llegó a mí, pero no fue al verte, sino que aparecieron junto a la memoria de los haces de energía obscura ornítica que penetraban en mis ojos, los perforaban y drenaban todo su humor. No reía, sólo sentí la nada misma en mis piernas y caí. Lo último que vi fue tu mirada acercándose hacia mí, claro que no la tuya, la de ellos; el cuchillo en tu mano izquierda (sus manos), bajando rápidamente. Tu negra mirada, tus negros ojos, centrados en donde dejabas caer con todo tu peso el cuchillo. Las alas azules que brotaban de tu espalda.
Cuando desperté no podía recordar todo eso. Parecía el despertar de un fin de semana báquico. Sólo podía ver dos pares de puntos negros en mis recuerdos. Palpé mi pecho, estaba vendado y una gran mancha roja brotaba de ella. Miré al rededor y me di cuenta de que tendría que pagar por una habitación de hospital. Llegó un doctor y me preguntó si me sentía bien, si me era posible recordar algo. Mencionó que debía hablar poco. Agregó que no corría riesgo vital, que no fue muy profunda la herida, que no pudiste seguir más adentro, más profundo. Algo te lo impidió. No paraba de hablar, pero ahí recordé todo. El doctor calló al fin y se alejó para reacomodar el suero. Miré hacia afuera y… ¡Horror! Allí estaban, ese par de engendros de un infierno azul. Sus redondos cristales opacos brillaban por el sol que dejaba caer sus rayos hacia ellos y hacia la habitación. No dejaban de mirarme. Traté de pedirle, implicando un tremendo esfuerzo vocal y sobrehumano, al doctor que cerrara, por favor, las cortinas. No podía soportarlo ni un segundo más. ¿Acaso quería matarme? Se dio vuelta y me miró, tal como tú hiciste ayer, la boca ceñida y plana, con los ojos redondos, muy redondos. Demasiado redondos. Intercambié mi mirada entre él, la nada, tu recuerdo, los pájaros, redondo, la horrible televisión negra que caía sobre el suelo, los pasos del doctor tomando con la misma tuya convicción el bisturí, acercándolo a mi cara, a mis ojos. Grité, nadie oía nada. Las últimas imágenes captadas por mi retina, las últimas imágenes reales en mi memoria, su mirada, sus azules alas que brotaban sobre sus hombros, los dos pájaros sádicamente observándome desde la ventana, riendo, disfrutando con mis gritos de dolor, revolcándose con cada globo que salía de su posición natural, manejando todo como si manipularan invisibles hilos de un títere-doctor. Sus horribles ojos negros. |