“Sólo en la agonía de despedirnos somos capaces
de comprender la profundidad de nuestro amor”.
George Eliot.
Madre de Alacrán
[Ronald Hernández Morales]
La verdad es que Maricela siempre quiso tener dos hijas, pero como si de sarcasmo se tratase, Dios la bendijo con dos hijos. Claro que como buena madre nunca se quejó de eso, nunca.
Por su parte, José Luis siempre quiso tener una esposa que cumpliera todos sus caprichos, es por eso que abandonó a Maricela tres años después de que se casaran. Claro, José Luis nunca quiso hijos, nunca.
El primogénito recibió el mismo nombre que su abandonador padre, José Luis. Cosa que de vez en cuando Maricela se lamentaba en silencio. Tres años después, para cuando Julián hubo nacido, su padre ya estaba con otra mujer, con otra familia, en otra vida, en otro país.
Ser madre soltera de dos hijos varones no fue fácil, ni cuando fueron bebes, ni cuando fueron infantes, ni cuando fueron adolescentes. El resto de la familia de Maricela vivía en otro estado, así que realmente nunca pudo pedir ayuda, y no es que la habría pedido, pero de haber querido, no habría podido.
Maricela siempre se preocupó por darles a sus hijos lo mejor que ella podía, lo mejor hasta donde estaba en sus manos. Y sus hijos, de pequeños, de cierta forma lo entendían o sabían sobre las dificultades de su madre, y tal vez por eso procuraban no exigir demasiado.
A diferencia de muchas parejas de hermanos y a similitud de muchas otras, José Luis y Julián solían ser muy unidos, protegiéndose mutuamente, sobretodo José Luis a Julián, como era de esperarse. Como las tantas veces que en la primaria José Luis tuvo que cederle su almuerzo a Julián porque una vez más el suyo se le había caído al suelo en su incesante hiperactividad. O como cuando Julián se espantó por una araña gigante que encontró en el baño, y José Luis corrió a ver qué pasaba y después le explicó que eso era una “Madre de Alacrán” o “Escorpión del Viento”, una especie de araña muy extraña, pero que no produce veneno, o al menos eso le habían dicho en la secundaria. O como en aquella inolvidable ocasión, cuando Julián estaba en secundaria y José Luis en preparatoria, y que Alberto, el gordo buscapleitos de la secundaria quería golpear a Julián sólo porque simple y sencillamente le caía mal, y entonces, justo a la clásica hora de la salida, cuando el pleito estaba por armarse, José Luis llegó como entonces acostumbraba para recoger a Julián e irse a casa. Pero al toparse con la escena de enfrentamiento, José Luis salió al quite, amenazando al gordo de Alberto, quien de no haber sido porque José Luis cargaba una navaja que hacía mucho bulto en su cinturón, no habría salido corriendo como un cerdito asustado. Eso fue cuando José Luis tenía 16 y Julián 13.
Quizá desde ahí, Maricela debería haberse empezado a preocupar por el hecho de que su hijo cargase un arma blanca sin su autorización, o mejor dicho, sin su conocimiento.
Por supuesto, como en toda familia, de cuándo en cuándo solían tener sus diferencias. Hablo de diferencias entre Maricela y sus hijos, y especialmente, a partir de sus 15 años, con José Luis. Quizás era, como dirían algunos, “por la etapa”. Pero personalmente, yo diría que fueron otras las causas del comienzo de su cambio a una personalidad negativa.
Fue un día, teniendo 17 años, cuando José Luis tenía que salir repentinamente de su casa para solucionar un problema, el cuál años después todos nos enteraríamos era una pelea de bandas, entre los alacranes y los cholos. José Luis, ni bien recibió la llamada, y se vistió rápido, tomó su para entonces inseparable navaja del cajón en el que la mantenía guardada siempre, y salió disparado de su cuarto, pretendiendo salir a la misma velocidad de su casa. Fue justo en el momento que su mano se posaba sobre el picaporte de la puerta principal de la casa, cuando su madre le alcanzó y cuestionó en tono severo.
-¿A dónde vas?- Preguntó Maricela.
-A ayudar a un amigo. - Respondió José Luis, quien instintivamente posó su palma derecha sobre el arma que cargaba en su cinto. De pronto Luis se puso nervioso. – Ti-tiene un problema y me acaban de avisar.
-No, José Luis, no vas a salir hasta que llegue tu hermano, no me vas a dejar sola con todo el quehacer que hay ahorita- Exigió su madre, que repentinamente notó el nerviosismo de su hijo y distinguió lo que escondía con la mano.- ¿Qué traes ahí?
-Nada. – Contestó José Luis.
-José Luis, ¿Traes una navaja?
-Eso no te importa… ya me voy.
-No, José Luis, no vas a salir de aquí con un arma. ¿Qué te pasa? ¿Estás loco? ¿Qué vas a hacer con eso? – Gritó Maricela, comenzando a salirse de sus casillas.
-¡No me grites! ¡Tú no me vas a decir qué hacer! – Dijo José Luis perdiendo el control de sí mismo.
-Soy tu madre, José Luis. – Sentenció Maricela al tiempo que le plantó una cachetada que le dejaría hinchada la cara a José Luis.
José Luis abrió la puerta, y la azotó por fuera al tiempo que gritó: TE ODIO.
-¡PUES, LÁRGATE! – Vociferó Maricela al tiempo que unas lágrimas de coraje se le escapaban de los ojos.
Con el pasar de las horas, el coraje de Maricela se transformó en un creciente nerviosismo y una reprochante preocupación. Pasaba de media noche, hacía más de nueve horas que José Luis había salido de la casa, y su celular marcaba fuera de servicio. José Luis nunca llegaba tan tarde a casa sin avisar, aún cuando salía enojado.
Mientras Julián abrazaba a su madre tratando de consolarla después de las dos de la madrugada, finalmente golpearon a la puerta. Maricela se levantó de golpe a abrirle la puerta a su hijo, quien seguramente había olvidado la llave, de nuevo.
Dicen que existen muchos sentimientos que son completamente indescriptibles en esta vida, pero el que abordó a Maricela al momento de abrir la puerta puede que sea uno de los peores que puede haber. Maricela lo vio y se dejó caer sobre sus rodillas, sudando las lágrimas más saladas que en su vida llegaría a conocer, sujetando el cuerpo sin vida de su primogénito, abandonado a la puerta de su casa, asesinado sabrá Dios con qué arma, si con la suya misma o con la de alguien más, pero con una profunda herida en el pulmón.
El ser humano puede cargar con muchos males y padecimientos a lo largo de su vida, pero quizás, uno de los más horribles por el dolor que provoca y por la dificultad de curarlo, sea la culpa. La culpa de no haber podido impedir que algo sucediera por falta de carácter, esa culpa mal acompañada de un sentimiento de impotencia que siguieron como sombras a Maricela el resto de su vida.
Durante mucho tiempo no se supo quien asesinó a José Luis. Nadie de sus amigos dijo haberle hablado ese día, ni haber tenido algún problema con él. Y su celular desapareció. ¿La policía? Negligencia pura.
El primer año fue el más difícil, claro. Y los chismes y rumores corren a velocidad luz en una ciudad pequeña como en la que vivían Maricela y Julián. Era el último año de secundaria para Julián, en una escuela donde todos lo veían como “el chico que perdió a su hermano”, en donde quien antes lo molestaba ahora lo molestaba más, y quien antes le tenía aprecio ahora sentía pena por él. Y Julián, tratando de huir de la depresión que lo aquejaba por todo detalle mínimo: El ser elegido por un equipo para hacer la tarea tan sólo por la pena o lástima que sentían del niño cuyo hermano murió, el convertirse en el más popular de la escuela a costa de la vida de su hermano, el ya no tener quién lo protegiera.
El puesto vacío que quedó en la casa era el peor recordatorio para Maricela cada tarde de la semana en la que ella llegaba del trabajo, cuando llegaba a su casa, una casa que también perdió parte de vida, como si a ella también la hubieran apuñalado. A Maricela nunca le gustó mucho cocinar, solía comprar comida preparada. Ahora, Maricela frecuentemente preparaba guisos, y todos con mucha cebolla.
Las heridas sanan, pero las cicatrices no desaparecen. Tiempo después, cuando Julián entró a la preparatoria, conoció al asesino de José Luis. Fue el segundo día de clases, una vez más, a la hora de la salida. Un tipo que ahora fuera un año menor que José Luis, y que ahora estaba en último año de prepa, se acercó a Julián, acompañado de dos amigotes gordos que Julián podría haber asegurado eran hermanos trillizos de Alberto el gordo de la secundaria.
Julián no entendió las intenciones hasta que se pararon frente a él bloqueándole el paso. Julián levantó la mirada y miró fijamente al estudiante con pinta de maleante que tenía enfrente. Julián terminó de entender la situación cuando el fulano le dijo con crudeza y burla las palabras más asquerosas que escuchó en toda su vida y que provenían de una podrida sonrisa cínica: Yo maté a tu hermano.
Sería muy difícil imaginar todo el sentimiento de odio y rencor que atacó a Julián. Y no sabría decir que fue más rápido si el tiempo que tardó en soltar lágrimas o en soltar el primer golpe. El asesino ya lo esperaba, pero no calculó bien y lo recibió de lleno. Al instante uno de los gigantes golpeó a Julián en la boca del estómago y el otro lo tiró de una patada. Julián se quedó tirado ahí, solo, revolcándose.
Cuando se pudo levantar, se fue lo más rápido que pudo a su casa. Sabía quién era ese tipo, era el pinche revistero del parque con el que siempre trajo bronca José Luis. Las cosas no se iban a quedar así. Antes muerto.
Julián entró de golpe a su casa, y su madre, quien ya estaba ahí, se sobresaltó.
-¿Qué pasa hijo? – Preguntó Maricela.
Julián avanzó hasta su cuarto sin decir una palabra, con el rostro lleno de rabia, faltando poco para que sacara espuma por la boca. Abrió ese cajón y la sacó. Sacó la vieja navaja de su hermano que les devolvieron junto con el cadáver dos años atrás. Se colocó el arma en el cinturón y salió como rayo de la habitación.
Maricela, por ese sexto sentido de madre entendió que algo andaba mal, sintió miedo.
-Julián ¿A dónde vas?
-Al rato regreso.
-No, Julián, dime a dónde vas. – Insistió su madre.
Y justo en el momento que Julián posó la mano sobre la manija de la puerta, su madre vislumbró esa porquería en la cintura de Julián.
-Julián, ¿Qué haces con esa navaja?
-No importa… ya me voy.
-No, Julián, no vas a salir de aquí con eso. ¿En qué estás pensando? ¿Qué vas a hacer? – Gritó Maricela, con creciente desesperación.
-¡Voy a matar a ese tipo! – Dijo Julián en un grito de odio.
-¿Estás idiota? Tú no vas a salir de esta casa – Declaró Maricela.
Julián abrió la puerta, y la azotó por fuera al tiempo que gritó: DÉJAME EN PAZ.
-¡NO SEAS IDIOTA, JULIÁN! – Vociferó Maricela al tiempo que se le salían las lágrimas, pero esta vez producto de una mezcla de coraje, miedo y tristeza. Maricela abrió la puerta y salió detrás de él, pero Julián ya se había ido.
Habría sido complicado decidir qué pensamientos atacaron más a Maricela en las horas que pasaron, si los del melancólico recuerdo de la muerte de José Luis o los de terror por Julián. Pasaba de media noche, y las lágrimas dejaron de ser de preocupación y comenzaron a ser de una intensa depresión. Maricela se derrumbó en el suelo en un muy profundo lamento maternal. Sus gritos de llanto retumbaban en la casa cuando el celular de Julián marcaba fuera de servicio.
De haber sido naturalmente posible, esa noche, en el llanto más intenso de la vida de Maricela, ella hubiera llorado sangre. Estaba boca abajo golpeando con el puño el piso, después de las dos de la madrugada, cuando finalmente golpearon a la puerta. Maricela se levantó de golpe a abrirle la puerta a su hijo, quien seguramente había olvidado la llave, de nuevo.
Cuando Maricela abrió la puerta, frente a ella estaba una imagen que no olvidaría en toda su vida. Era su hijo, Julián, con una mancha de sangre en el brazo izquierdo, pero parado y sonriendo.
Julián le dio un fuerte abrazo a su madre. |