¡Que hermoso día de primavera!
Siempre he pensado que me moriré en invierno, a lo sumo en otoño, porque uno no debe morirse cuando todo nace y crece a ritmo vertiginoso, como esa hierba solitaria y decidida que, aprovechando la herida en el hormigón, se abrió paso hasta alcanzar la luz. Allí vive, en su herida, anclada en la profundidad que su raíz alcanzó para alimentarse de los nutrientes más puros y así, orgullosa de haber conseguido florecer ganándole la partida al cemento, despliega su belleza.
Se empeña en que admire su esfuerzo, su individualidad y que, por un momento, ignore las rosas que crecen, cuidadas, a los pies del muro.
Su orgullo no le ha permitido crecer al abrigo del viento del norte, en tierra abonada, poco profunda y delimitada, esperando el agua que, puntualmente, llega cada tarde e inunda el parterre.
Eligió un camino duro y solitario, adentrándose en temidas oscuridades. Recorrió senderos tortuosos donde habitan profundas dudas, demonios desconocidos, miedos ancestrales, donde cada intento de ir hacía arriba le exigió crecer hacía abajo, desgarrando su raíz, terca en su empeño por alcanzar el manantial que, estaba segura, la haría única. Sus pétalos serían más delicados, sus colores más intensos y su aroma capaz de atraer a los olfatos más sensibles, embriagándolos hasta el éxtasis, anulando el tímido perfume de las mimadas rosas.
Lo consiguió. Sacó de las profundidades todo lo auténtico, aquello que agudiza los sentidos, la belleza que nos hace temblar y nos emociona... pero, igual que cuando cierro un libro siento que pierdo ese mundo para siempre, se que cuando lleguen los primeros vientos del norte se marchitará y la perderé, pero habrá logrado afinar mi olfato y así, en la próxima primavera, apreciaré mejor su nuevo aroma. |