ALGO AHÍ AFUERA (pesadilla)
¿Cuánto tiempo llevábamos encerrados?
Lo mismo podían ser cinco días que quince. O veinte. Yo ya había perdido la cuenta. Desde aquella mañana velada por la neblina en que el miedo nos obligó a refugiarnos en la casa todo me resultaba tan irreal como un sueño. El constante y silencioso latido de la sangre galopándome en los oídos, la figura borrosa de Lena parada en el quicio de la puerta, observándome con ojos sombríos, perturbados, temblando de pies a cabeza, la muerte absurda -como lo son todas las muertes- de Mars, y la cercanía ineludible de una atrocidad sin nombre, acechante en el exterior, detrás de las paredes de la casa que apenas otorgaban una ilusión de resguardo inexistente.
Desde entonces soy víctima de pensamientos turbulentos y feroces fuerzas inmateriales. Como si las brumosas imágenes de mis pesadillas más espeluznantes quisieran ascender a la realidad empírica de mi conciencia, elevándose con siniestro aleteo de murciélagos.
El tiempo se había detenido en una eternidad bostezante. No había días o noches en la vida intramuros. Sólo revoque, cielo raso y una espera sin cambios ni esperanza. Casi no hablábamos. Racionábamos las palabras con el mismo sentido de austeridad con el que sobrellevábamos aquella prisión involuntaria, necesaria. Sólo nos unía la comunión de un terror compartido. La expectativa de la muerte -cercana, inevitable- había deteriorado nuestro carácter hasta reducirnos a meros fantasmas que parecían habitar cuerpos extraños, perdidos en ese reducido mundo de encierro.
Cada tanto, oíamos el rumor lejano de las Voces. Aquellas voces cuyo sonido discordante no podía ser atribuido a ningún ser conocido de este mundo. Voces ultraterrenas que articulaban aberraciones ininteligibles como una hipnótica invocación de cultos ominosos. Su volumen subía y bajaba caprichosamente. Iban y venían como un viento inconstante. Y luego, percibíamos el movimiento de algo deslizándose afuera sobre las hojas secas, una presencia abominable rodeando la casa como un animal feroz que examina a su presa desde varios ángulos antes de dar el zarpazo final.
En esos momentos, un horror indecible se apoderaba de mi ya mortificada existencia.
¿Qué había pasado ahí afuera? ¿Estarían todos muertos? ¿Finalmente, como lo habían profetizado los oráculos seculares, había llegado el Apocalipsis? ¿O solo nosotros éramos víctimas de aquella monstruosidad desconocida?
—¿Tú que piensas realmente?— me había preguntado Lena en cierto momento, una vez recobrada la conciencia después del espanto inicial.
—¿Qué pienso sobre qué?— respondí yo más bien secamente.
—Sobre lo que nos espera.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí.
—Ya estamos muertos.
“Estábamos muertos”. Sin embargo, todavía respirábamos y nos movíamos. Pero eso sólo se debía a la pereza de la muerte, que no tardaría en saciar se apetito antropófago con nuestras trémulas vidas. Cualquier cosa que hiciéramos era inútil. Parecía que todo ya estaba decidido desde siempre. La espera, el miedo, la muerte de Mars...
—No lo soporto más –había dicho parándose decididamente frente a la puerta– Voy a salir.
Ninguno de nosotros dos lo detuvo. Daba igual, después de todo. En su mano derecha brillaba el acero bruñido de un revólver calibre 22 que habíamos encontrado en una de las habitaciones.
—¿Qué vas a hacer con él?
—Voy a usarlo –dijo. Y salió.
Mars salió cerrando la puerta tras de sí y nosotros nos quedamos callados tratando de escuchar algo. Pero al no oír disparos ni gritos sino sólo un silencio tenso como las cuerdas de un arpa, pensé que tal vez todo había terminado.
Mi cerebro no acababa de discurrir este pensamiento cuando Mars volvió a entrar a la casa. Su rostro había cambiado completamente, los signos del espanto estaban marcados en cada una de sus facciones. Pero lo más inquietante de todo era su mirada, una mirada totalmente extraviada. Su expresión de ausencia era francamente aterradora.
Mars se quedó parado junto a la puerta y permaneció así durante un lapso de instantes o siglos.
—¿Qué pasó, Mars? –preguntó Lena finalmente.
—Hay algo... –balbuceó como si le doliera la mandíbula– Algo ahí afuera...
Dicho esto caminó tres pasos hacia el centro de la sala. Pasos graves, lentos, definitivos. Al observar sus movimientos me pareció estar viendo a un cadáver astutamente animado por los hilos macabros de la muerte. “Algo ahí afuera”, repitió Mars mientras se llevaba la pistola a la sien y apretaba suavemente el gatillo. El disparo sonó como un estampido en toda la casa, salpicando de sangre mi remera y el pómulo derecho de Lena, y el cuerpo de Mars se desplomó en el piso como un títere sin dueño.
Con el paso del acostumbramiento los despojos de Mars, despatarrados en un charco de sangre que ya comenzaba a secarse, pasaron a formar parte del paisaje natural de la casa.
Hasta que las campanas de la muerte finalmente tañeron la hora del juicio.
Cuando Lena gritó yo estaba sentado atrás, solo, descansando en el sillón desvencijado del estudio, amparado en la oscuridad del rincón más alejado de la puerta. Soñaba con un paisaje agreste, con verdes llanuras onduladas que se extendían bajo un cielo de infinito azul claro, donde colgaban nubes gordas, esponjosas, y una brisa tenue acariciaba la tierra. El grito agudo de Lena me devolvió de un golpe a la realidad de la casa, al ambiente pesado y húmedo del estudio, a ese olor a encierro que flotaba en la penumbra verdosa como una nube insecticida.
Lena estaba parada en el quicio de la puerta, temblando de pies a cabeza y con esos ojos desencajados que yo ya había visto en Mars. Con los restos de juicio que le quedaban, Lena musitó algo de lo que sólo comprendí la última palabra: “Sálvate...” En ese momento todo se apagó y la casa quedó literalmente envuelta en sombras. Lo último que pude ver fue cómo el cuerpo de Lena era arrastrado hacia afuera por una fuerza brutal e inhumana.
La oscuridad era profunda. Un sentido extratáctil me advirtió la presencia de algo cercano, oculto en el silencio casi tangible. Cuando un fugaz estallido de conciencia me permitió recapacitar sobre la situación, sólo atiné a salir corriendo de la casa.
Atravesé la puerta y, una vez en el exterior, lo que vieron mis ojos entonces fue el espectáculo más horrible que haya visto un hombre. Extendiéndose por todo el terreno emergían desde la oscuridad criaturas deformes y repugnantes. Seres viscosos que se contorsionaban monstruosamente iluminados por el reflejo de una luna evanescente.
Retrocedí espantado y, a pesar del temor y el asco que me producían, observé detenidamente a un grupo de ellos y advertí con sorpresa una vaga pero inconfundible forma antropoide. Eran hombres, sin duda, o lo habían sido hace siglos o eras atrás. De hombres tenían la cabeza y el cuerpo, pero los rasgos humanos parecían haber desaparecido casi completamente. Sus cuerpos, cubiertos de llagas y de restos inmencionables -erosionados por eternidades tortuosas- eran ahora una carne mancillada y sangrienta. Todos ellos tenían cuencas vacías en lugar de ojos y emitían gruñidos cuyo sólo sonido agredía toda razón.
Me encontraba en un estado de semiconsciencia, paralizado por las formas degeneradas del hombre más allá de la vida, contemplando cómo se retorcían convulsionados y la sola imagen amenazaba destruir el poco juicio que me quedaba. Cuando desde la profundidad de la tierra brotó aquello. Un aborto de la naturaleza. El monstruo era una especie de larva gigante, un gusano del tamaño de un vagón de ferrocarril. Su carne era gris y parecía roca dotada de vida. No tenía cabeza, ojos ni extremidades, pero en su parte anterior, sin embargo, se abría una enorme boca provista de dos filosas hileras de colmillos. El gusano arremetía contra los hombres-bestias y los devoraba con un placer ominoso. Y los que quedaban en pie se disputaban los restos de sus semejantes que el gusano iba dejando a su paso.
La bestia se percató de mi presencia, porque en determinado momento se dirigió hacia donde me encontraba y se paró a pocos centímetros de mí. Por alguna especie de oscura intuición supe que el gusano no iba a engullirme. Por el contrario, abrió desmesuradamente sus fauces dejando al descubierto el interior de su execrable cuerpo, y en la oquedad de su garganta emergió algo: un enorme ojo amarillo facetado sobre un fondo de tinieblas. El Ojo, horadado por una pupila vertical como de reptil, se acercó hasta mí.
Durante un segundo infinito pude ver a través de ese ojo y caí en un terror abismal. Antes de desvanecerme, mi cerebro fue víctima de revelaciones atroces e imágenes repugnantes que pasaron, elusivas, a una velocidad vertiginosa, y que son irreproducibles por el lenguaje humano.
Cuando desperté, la bruma matinal ya cubría todo el bosque y no había rastros de las criaturas, aunque una extraña pestilencia rondaba en el aire.
Ahora que las imágenes pesadillescas se desvanecieron puedo reflexionar sobre los hechos y, recién entonces, comprendo la muerte de Mars y la desaparición de Lena. Comprendo también que todo lo que la mente humana percibe y que nosotros llamamos Mundo, no es más que un atisbo de las fuerzas anteriores al Tiempo que se agitan en el universo, retorciéndose como serpientes en inframundos apenas sospechados y que, agazapados, aguardan más allá de la muerte.
Todo esto lo puedo decir ahora que aquellas visiones solo forman parte de la complejidad de mis recuerdos. Ahora que estoy cómodamente recostado en el lecho crujiente de mi tumba.
|