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[C:451967]

EL MONOLINGÜISMO DEL OTRO
Jacques Derrida

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“—Imagínalo, figúrate alguien que cultivara el francés. Lo que se llama francés.
Y al que el francés cultivara.
Y quien, ciudadano francés por añadidura, fuera por lo tanto un sujeto, como suele decirse, de cultura francesa.
Ahora bien, supón que un día ese sujeto de cultura francesa viniera a decirte, por ejemplo, en buen francés:
‘No tengo más que una lengua, no es la mía.’
Y aun, o además:
‘Soy monolingüe.’ Mi monolingüismo mora en mí y lo llamo mi morada; lo siento como tal, permanezco en él y lo habito. Me habita. El monolingüismo en el que respiro, in‐cluso, es para mí el elemento. No un elemento natural, no la transparencia del éter sino un medio absoluto. […] Ese solipsismo inagotable soy yo antes que yo. Permanentemente.
Ahora bien, nunca esta lengua, la única que estoy condenado así a hablar, en tanto me sea posible hablar, en la vida, en la muerte, esta única lengua, ves, nunca será la mía. Nunca lo fue, en verdad.
Adviertes de golpe el origen de mis sufrimientos, porque esta lengua los atraviesa de lado a lado, y el lugar de mis pasiones, mis deseos, mis plegarias, la vocación de mis espe‐ranzas…”
Así comienza este libro: a la vez íntimo, entre uno y uno mismo, y sin em‐bargo “fuera de sí”, una especie de charla, el murmullo de una confesión animada, pero también un apóstrofe representado, la ficción de una conversación dramática, un debate político, en fin, en una lengua con respecto a esa misma lengua.
Esto ocurre con uno mismo como con cualquier otro cuando un niño de ayer trata de hablar así con su propia voz, y cuando con esa intención diagnostica la en‐fermedad contraída en la escuela, en la Argelia francesa, un mal del timbre y el to‐no, una locura del ritmo o de la prosodia, pero en primer lugar una especie de hi‐perbolitis generalizada.
El diagnóstico se presta de buena gana, pero no sin reservas, a quienes quie‐ran leer en él una hipótesis genealógica, la pequeña autobiografía de un gusto in‐
moderado por lo que se llama la “deconstrucción”. Cuya única definición alguna vez aventurada, su única formulación explícita, fue algún día —más vale recordar‐lo aquí— “más de una lengua”.1
De paso, una discusión ceñida entrelaza otros temas: el fantasma de la “len‐gua materna”, la homo‐hegemonía como “política de la lengua”, el colonialismo de la escuela y la cultura, la poética de la traducción, la interdicción en cuanto a qué quiere decir hablar, la historia antigua, reciente y única de los judíos franceses de Argelia, las premisas y las secuelas de la guerra del mismo nombre, las distancias, en la lengua del huésped, entre los sefarditas y los askenazis, la “literatura france‐sa”, cuando se convierte en el ejemplo para un adolescente, sin duda, pero también en el modelo imposible, la inimaginable lengua del otro.
Recordatorio
De un modo a la vez ficcional y teórico, pero en el transcurso de una exposi‐ción más expuesta, más directa y casi didáctica, esta obra de Jacques Derrida avan‐za tras los pasos de otras. En efecto, ya La Carte postale (París, Flammarion, 1980) y Circonfession (París, Seuil, 1991) anunciaban el reclamo a presentar, sin que la queja cediera nunca a la tristeza. Tal vez pudo percibirse en ellas cierto júbilo secreto, un agradecimiento a la suerte. A la suerte de la lengua, la que habla, por figura, y la que se mueve ya literalmente en el borde de los labios y los dientes, la lengua que gusta en silencio, antes de la palabra.
Así, por ejemplo, estas palabras dirigidas al otro como suplemento de len‐gua (“más lengua, más de una lengua”):
“[…] (la transmutación viene de atrás de las palabras, opera en silencio, sutil e in‐calculable a la vez, tú me sustituyes y hasta te zampas mi lengua entonces me acuerdo de esos momentos en que me llamabas sin avisar, venías a la noche en el fondo de mi garganta, venías a tocar mi nombre con la punta de la lengua. Bajo la superficie, la cosa sucedía bajo la superficie de la lengua, dulcemente, lentamente, un temblor inaudito al que estaba seguro que un segundo después aquélla ya no volvería, una convulsión de todo el cuerpo en las dos lenguas a la vez, la extranjera y la otra. En la superficie, nada, un goce paciente, aplicado, que deja todo en su lugar y no obliga a ningún movimiento de la lengua: entonces sólo la escuchas a ella, y nosotros somos los únicos creo en recibir su silencio. Jamás dice nada. Co‐mo sabemos amarla, luego de nuestro paso, sin que nada haya cambiado en su apariencia, acepta no saber ya quién es. No reconoce más sus propios rasgos, ya no constituye la ley en
1 “Si tuviera que aventurar —Dios me libre de ello— una sola definición de la deconstrucción, bre‐ve, elíptica, económica como una consigna, diría sin
su morada y ni siquiera tiene palabras. Pero para que acepte esta locura, hay que dejarla so‐la consigo misma en el momento en que entras […] en resumidas cuentas, no pasa gran cosa cuando nos precipitamos sobre la lengua como un doncel febril (‘van a ver lo que le ha‐go’) que cree aún que es posible apoderarse de ella, hacerle cosas, hacerla gritar o despeda‐zarla, penetrarla, inscribir sus garras lo más rápido posible antes de la eyaculación precoz y sobre todo antes de su propio goce (siempre la prefiero a ella (algún día, luego de las facilidades que creyeron tomar‐se con ella, luego de las violencias epidérmicas y los boletines de victoria revolucionaria, se darán cuenta, si ya no lo hicieron, de que la vieja siguió impenetrable, virgen, impasible, un poco divertida, todopoderosa, por más que haga la calle es a mí a quien ama (
un día la escuché burlarse suavemente, sin una palabra, de su compulsión infantil […].”
Es el comienzo de una escena de tarjeta postal (15 de marzo de1979) que gira en torno de una lengua loca. Algunos meses antes, él mismo se enfurecía contra una neurosis de destino, hasta la injuria:
“Ves, Tancredo, en francés no es posible. ¿Puede uno matarse amando en esta len‐gua? Sin duda es mi suerte, siempre es así y sólo me pasa a mí, fue preciso que cayera sobre esta lengua, que no tuviera más que una y que me aferrara a ella como un ahogado, yo, que ni siquiera soy francés (pero sí, pero sí). ¿Cómo quieres encontrar el tono, con esta puta len‐gua? ¿Cómo quieres desposarla a ella? ¿Y hacerla cantar?” (26 de septiembre de 1978.)
Más de diez años después prosigue el mismo proceso, y la acusación, y el veredicto, la apelación y la evocación;
“[…] rechazos y denegaciones atestiguados por la escritura misma, la última volun‐tad de la palabra de cada palabra, allí donde mi escritura goza con esta privación de sí, exul‐tante al darse en presente, ante testigos, la mortalidad que significa en primer lugar la he‐rencia, pues me doy aquí la muerte no se dice más que en una lengua en la que la coloniza‐ción de Argelia en 1830, un siglo antes de mí, habría de hacerme presente, I don’t take my life, pero me doy muerte.”
“[…] de tal modo que así puesto afuera, yo me convertí en el afuera, por más que se me acerquen ellos no me tocarán, y ellas tampoco, e hice mi ‘comunión’ al huir de la prisión de todas las lenguas, la sagrada en que querían encerrarme sin abrirme a ella, la secular de la que decían que nunca sería mía, pero esta ignorancia siguió siendo la posibilidad tanto de mi fe como de mi esperanza, incluso de mi gusto por la ‘palabra’, el gusto por las letras…” (Circonfession, págs. 263 y 267.) / 5 /
Más breve y a menudo diferente en su forma, una versión oral de este texto se presentó en un coloquio organizado por Édouard Glissant y David Wills y realizado en la universidad del Estado de Lousiana con sede en Baton Rouge, Estados Unidos, entre el 23 y el 25 de abril de 1992.
Con el título de “Echoes from Elsewhere/Renvois d’ ailleurs”, ese encuentro fue internacional y bilingüe. Ya se tratara de lingüística o de literatura, de políti‐ca o de cultura, debía abordar los problemas de la francofonía fuera de Francia.
Un primer esbozo de esta comunicación ya había sido leído durante un co‐loquio organizado en la Sorbona por el Colegio Internacional de Filosofía, bajo la responsabilidad de Christine Buci‐Glucksmann.
La “falta” no radica en el desconocimiento de una lengua (el francés), sino en el no dominio de un len‐guaje apropiado (en criollo o en francés). La interven‐ción autoritaria y prestigiosa de la lengua francesa no hace más que fortalecer los procesos de la falta.
La reivindicación de ese lenguaje apropiado pasa por lo tanto por una revisión crítica de la lengua fran‐cesa […]
Esa revisión podría participar de lo que llamaría‐mos un antihumanismo, en la medida en que la do‐mesticación por la lengua francesa se ejerce a través de una mecánica del “humanismo”.
ÉDOUARD GLISSANT,
Le discours antillais, París, Seuil, 1981, pág. 334.
Allí, un nacimiento en la lengua, por entrelaza‐miento de nombres e identidades que se enrollan so‐bre sí mismos: círculo nostálgico de lo único. […] Creo profundamente que, en ese relato, la lengua misma estaba celosa.
—Imagínalo, figúrate alguien que cultivara el francés. Lo que se llama fran‐cés.
Y al que el francés cultivara.
Y quien, ciudadano francés por añadidura, fuera por lo tanto un sujeto, co‐mo suele decirse, de cultura francesa. Ahora bien, supón que un día ese sujeto de cultura francesa viniera a decirte, por ejemplo, en buen francés: “No tengo más que una lengua, no es la mía.” Y aun, o además:
“Soy monolingüe.” Mi monolingüismo mora en mí y lo llamo mi morada; lo siento como tal, permanezco en él y lo habito. Me habita. El monolingüismo en el que respiro, incluso, es para mí el elemento. No un elemento natural, no la transpa‐rencia del éter, sino un medio absoluto. Insuperable, indiscutible: no puedo recusar‐lo más que al atestiguar su omnipresencia en mí. Me habrá precedido desde siem‐pre. Soy yo. Ese monolingüismo, para mí, soy yo. Eso no quiere decir, sobre todo no quiere decir —no vayas a creerlo—, que soy una figura alegórica de este animal o esta verdad, el monolingüismo. Pero fuera de él yo no sería yo mismo. Me consti‐tuye, me dicta hasta la ipsidad de todo, me prescribe, también, una soledad mona‐cal, como si estuviera comprometido por unos votos anteriores incluso a que aprendiese a hablar. Ese solipsismo inagotable soy yo antes que yo. Permanente‐mente.
Ahora bien, nunca esta lengua, la única que estoy condenado así a hablar, en tanto me sea posible hablar, en la vida, en la muerte, esta única lengua, ves, nunca será la mía. Nunca lo fue, en verdad.
Adviertes de golpe el origen de mis sufrimientos, porque esta lengua los atraviesa de lado a lado, y el lugar de mis pasiones, mis deseos, mis plegarias, la vocación de mis esperanzas. Pero hago mal, hago mal al hablar de atravesamiento y lugar. Puesto que es en el borde del francés, únicamente, ni en él ni fuera de él, so‐bre la línea inhallable de su ribera, donde, desde siempre, permanentemente, me pregunto si se puede amar, gozar, orar, reventar de dolor o reventar a secas en otra lengua o sin decir nada de ello a nadie, sin siquiera hablar.
Pero ante todo y por añadidura, he aquí el doble filo de una hoja aguda que quería confiarte casi sin decir palabra, sufro y gozo con esto que te digo en nuestra lengua llamada común:
“Sí, no tengo más que una lengua; ahora bien, no es la mía.”
—Dices lo imposible. Tu discurso no se sostiene. Siempre será incoherente, “inconsistent”, se diría en inglés. Aparentemente inconsistente, en todo caso, gratui‐to en su elocuencia fenoménica, porque su retórica hace lo imposible con el senti‐do. Tu frase no tiene sentido, no tiene sentido común, puedes ver cómo se desarma por sí misma. ¿Cómo podría uno tener una lengua que no fuera la suya? Y sobre todo si se pretende, como tú insistes, que no se tiene más que una, una sola, abso‐lutamente sola. Formulas una especie de testimonio solemne neciamente traído de los pelos en una contradicción lógica. Peor, diagnosticaría tal vez el sabio ante un caso tan grave y que se da a sí mismo por incurable, tu frase se extirpa de sí misma en una contradicción lógica a la que se suma una contradicción pragmática o perfor‐mativa. Es un caso desesperado. En efecto, el gesto performativo de la enunciación vendría a probar, en acto, lo contrario de lo que pretende declarar el testimonio, a saber, una cierta verdad. “Nunca lo fue [mía], en verdad”, te atrevías a decir. Quien habla, el sujeto de la enunciación, tú, claro que sí, el sujeto de la lengua francesa: lo vemos hacer lo contrario de lo que dice. Es como si mintieras y, en el mismo alien‐to, confesaras la mentira. Una mentira increíble, en consecuencia, que arruina el crédito de tu retórica. La mentira queda desmentida por el hecho de lo que hace, por el acto de lenguaje. Prueba así, prácticamente, lo contrario de lo que tu discurso pretende afirmar, probar, dar a verificar. Nunca se terminaría de denunciar tu ab‐surdo.
—¡Ah, bien! Pero entonces, ¿por qué no se terminaría de hacerlo? ¿Por qué persiste? Tú mismo pareces no lograr convencerte, y multiplicas tu objeción, siem‐pre la misma, te agotas en la redundancia.
—Desde el momento en que dijeras que ella, la lengua francesa —la que ha‐blas así, aquí mismo, y que hace inteligibles nuestras palabras, poco más o menos (por otra parte, ¿a quién hablamos?, ¿para quién? ¿Nos traducirán alguna vez?)—, pues bien, que no es tu lengua, cuando en realidad no tienes otra, no sólo te encon‐trarás preso en esta “contradicción performativa” de la enunciación, sino que agra‐varás el absurdo lógico, a decir verdad la mentira. incluso el perjurio, dentro del enunciado. ¿Cómo podríamos no tener más que una lengua sin tenerla, sin tenerla y que sea nuestra? ¿La nuestra propia? ¿Y cómo saberlo, cómo pretender tener co‐nocimiento de ello? ¿Cómo decirlo? ¿Por qué querer compartir ese conocimiento, desde el momento en que se alega igualmente, y en el mismo impulso del mismo idioma, no conocer o no practicar ninguna otra lengua?
—Alto. No vuelvas a empezar con lo mismo, quieres. ¿A quién se dirige a menudo el reproche de “contradicción performativa”, hoy, con toda precipitación? A quienes se asombran, a quienes se hacen preguntas, a quienes a veces se creen en / 10 /
la obligación de preocuparse por ello. Algunos teóricos alemanes o angloamerica‐nos creyeron encontrar allí una estrategia imparable; incluso llegan a hacer una es‐pecialidad de esta arma pueril. A intervalos regulares, los vemos apuntar la misma crítica en dirección a tal o cual adversario, de preferencia un filósofo de lengua francesa. También puede suceder que algunos filósofos franceses importen el arma o le impriman una patente nacional cuando tienen los mismos enemigos, “enemi‐gos del interior”. Se podrían dar muchos ejemplos. Esta panoplia infantil no entra‐ña más que un solo y pobre dispositivo polémico. Su mecanismo se reduce, poco más o menos, a esto: “¡Ah! Usted se hace preguntas con respecto a la verdad; pues bien, en esa misma medida no cree aún en ella, impugna su posibilidad. ¿Cómo quiere entonces que se tomen en serio sus enunciados cuando aspiran a alguna verdad, comenzando por sus supuestas preguntas? Lo que usted dice no es cierto porque cuestiona la verdad, vamos, usted es un escéptico, un relativista, un nihilis‐ta, ¡no un filósofo serio! Si sigue así, lo pondrán en un departamento de retórica o literatura. La condena o el exilio podrían ser más graves si insiste; lo encerrarían entonces en el departamento de sofística, puesto que, en rigor de verdad, lo que us‐ted hace se funda en el sofisma y nunca está lejos de la mentira, el perjurio o el fal‐so testimonio. No piensa en lo que dice, quiere extraviarnos. Y he aquí ahora que para conmovernos y ganarnos para su causa, juega la carta del exiliado o del traba‐jador inmigrante; ¡usted alega, en francés, que el francés siempre le resultó una len‐gua extranjera! ¡Pero vamos, si fuera cierto, ni siquiera sabría cómo decirlo, no po‐dría decirlo tan bien!”.
(Te hago notar un primer deslizamiento: hasta aquí nunca hablé de “lengua extranjera”.
Al decir que la única lengua que hablo no es la mía, no dije que me fuera ex‐tranjera. Matiz. No es exactamente lo mismo; volveremos a ello.)
Que esta escena sea vieja como el mundo o, en todo caso, como la filosofía, es algo que no molesta a los acusadores. Concluiremos entonces, por eufemismo, que tienen corta la memoria. Les falta entrenamiento.
No reanimemos hoy ese debate. Tengo la cabeza en otra parte, y aun si no hubiera tratado por otro lado, y tan a menudo, de responder a este tipo de obje‐ción, de todas maneras eso no me impediría instalarme al instante y resueltamente, con toda la imprudencia requerida, en la provocación de esa presunta “contradic‐ción performativa” en el momento en que ésta se envenenara de perjurio o incom‐patibilidad lógica. Nada me impedirá repetir, y firmar, a quien quiera escucharla esta declaración pública:
“Es posible ser monolingüe (yo verdaderamente lo soy; ¿no es así?) y hablar una lengua que no es la propia.”
—Eso queda por demostrarse.
—En efecto.
—Para demostrar, en primer lugar hay que comprender lo que se quiere de‐mostrar, lo que se quiere decir o lo que se quiere querer decir, lo que te atreves a pretender querer decir allí donde, desde hace tanto tiempo, según tú, habría que pensar un pensamiento que no quiere decir nada.
—En efecto. Pero concédeme entonces que “demostrar” querrá decir tam‐bién otra cosa, y es esa otra cosa, ese otro sentido, esa otra escena de la demostra‐ción lo que me importa.
—Te escucho. ¿Qué quiere decir ese testimonio que pretendes firmar?
—Pues bien, en principio, antes de comenzar, arriesgaré dos proposiciones. También ellas parecerán incompatibles. No sólo contradictorias en sí mismas, esta vez, sino contradictorias entre sí. Toman la forma de una ley, cada vez una ley. En consecuencia, la relación de antagonismo que esas dos leyes mantienen entre sí ca‐da vez la llamarás, si te gusta esa palabra que a mí me gusta, antinomia.
—Sea. ¿Cuáles serían entonces esas dos proposiciones? Te escucho.
—Aquí están:
1. Nunca se habla más que una sola lengua.
2. Nunca se habla una sola lengua.
Esta segunda proposición se orienta hacia lo que mi amigo Khatibi enun‐cia claramente en la “Presentación” de una obra sobre el bilingüismo, en el mo‐mento en que, en suma, define una problemática y un programa. De modo que lo llamo en mi ayuda:
Si (como lo decimos luego que otros y con ellos) la lengua no existe, si no hay mo‐nolingüismo absoluto, queda por delimitar qué es una lengua materna en su división activa, y lo que se injerta entre esa lengua y aquella a la que se dice extranjera. Que se injerta y se pierde entre ellas, que no equivale ni a una ni a la otra: lo incomunicable.
La bilengua, en sus efectos de palabra y escritura.2
“División”, dice. “División activa.” Por ello se escribe, he aquí, tal vez, cómo se sueña con escribir. Y he aquí por qué —dos motivaciones más que una, una sola razón pero una razón trabajada por la mencionada “división”—, he aquí por qué al hacerlo uno siempre se acuerda, se inquieta, se lanza a la búsqueda de historia y fi‐liación. En ese lugar de celos, en ese lugar dividido entre la venganza y el resenti‐miento, en ese cuerpo apasionado por su propia “división”, antes de cualquier otra memoria, la escritura, como por sí misma, se destina a la anamnesis.
Aun si la olvida, llama todavía a esa memoria; ella se llama así, escritura, se llama de memoria. Una ciega pulsión genealógica encontraría su nervio, su fuerza y su recurso en la partición misma de esta doble ley, en la duplicidad antinómica de esta cláusula de pertenencia:
2 A. Khatibi, Du bilinguisme, París, Denoël, 1985, pág. 10. / 13 /
1. Nunca se habla más que una sola lengua, o más bien un solo idioma.
2. Nunca se habla una sola lengua, o más bien no hay idioma puro.
—¿Sería posible, entonces? Me pides que crea en tu palabra. Y acabas de agregar “idioma” a “lengua”. Eso cambia muchas cosas. Una lengua no es un idio‐ma ni un idioma un dialecto.
—No ignoro la necesidad de esas distinciones. Los lingüistas y los eruditos en general pueden tener buenas razones para atenerse a ellas. No obstante, no creo que se las pueda sostener con todo rigor, y hasta su límite extremo. Si en un con‐texto siempre muy determinado no se toman en consideración criterios externos, ya sean “cuantitativos” (antigüedad, estabilidad, extensión demográfica del campo de palabra) o “político‐simbólicos” (legitimidad, autoridad, dominación de una “len‐gua” sobre una palabra, un dialecto o un idioma), no sé dónde pueden encontrarse rasgos internos y estructurales para distinguir rigurosamente entre lengua, dialecto e idioma.
En todo caso, aunque lo que digo con ello siguiera siendo problemático, siempre me colocaría en el punto de vista desde el cual, al menos por convención entre nosotros, y provisoriamente, esa distinción aún está suspendida. Puesto que los fenómenos que me interesan son justamente los que desdibujan esas fronteras, las atraviesan y por lo tanto hacen aparecer su artificio histórico, también su vio‐lencia, es decir las relaciones de fuerza que se concentran y en realidad se capitali‐zan en ellas hasta perderse de vista. Quienes son sensibles a todo lo que está en juego en la “criollización”, por ejemplo, lo aprecian mejor que otros.
—Acepto entonces la convención propuesta, y una vez más, dado que quie‐res contar tu historia, dar testimonio en tu nombre, hablar de lo que es “tuyo” y de lo que no lo es, no me queda más que creer en tu palabra.
—¿No es lo que hacemos siempre cuando alguien habla, y por lo tanto cuan‐do atestigua? Yo también, sí, creo en esa antinomia; es posible: es lo que creo saber. Por experiencia, como suele decirse, y es eso lo que querría demostrar o, más que demostrar “lógicamente”, volver a poner en escena y recordar por la “razón de los efectos”. Y más que recordar, recordarme. Yo mismo. Recordarme, acordarme de mí como yo mismo.
Lo que querría recordarme a mí mismo, aquello en lo cual querría recordar‐me, son los rasgos intratables de una imposibilidad, tan imposible y tan intratable que no está lejos de evocar una interdicción. Habría en ello una necesidad, pero la necesidad de lo que se da como imposible‐interdicto (“¡No puedes hacer eso! ¡Cla‐ro que no! —¡Claro que sí! —¡Claro que no, si yo fuera tú no lo haría! —¡Pero sí, si tú fueses yo, lo harías, no harías más que eso! —¡Desde ya que no!”), y una necesi‐dad que sin embargo existe y obra: la traducción, otra traducción que aquella de la que hablan la convención, el sentido común y ciertos doctrinarios de la traducción. Puesto que este doble postulado,
— Nunca se habla más que una sola lengua…
(sí pero)
— Nunca se habla una sola lengua…,
no es únicamente la ley misma de lo que se llama traducción. Sería la ley misma como traducción. Una ley un poco loca, estoy dispuesto a concedértelo. Pero mira, no es muy original y lo repetiré más adelante, siempre sospeché que la ley, como la lengua, estaba loca o, en todo caso, que era el único lugar y la primera condición de la locura.
Esto —que acababa de iniciarse, te acuerdas— fue entonces un coloquio internacio‐nal. En Louisiana, que, como sabes, no es cualquier lugar de Francia. Generosa hos‐pitalidad. ¿Los invitados? Francófonos pertenecientes, como extrañamente suele de‐cirse, a varias naciones, varias culturas, varios Estados. Y todos esos problemas de identidad, como se dice tan neciamente hoy en día. Entre todos los participantes, dos, Abdelkebir Khatibi y yo mismo, que, además de una vieja amistad, es decir la posibilidad de tantas otras cosas de la memoria y el corazón, comparten también un cierto destino. Viven, en cuanto a la lengua y la cultura, en un cierto “estado”: tienen cierto estatuto.
A ese estatuto, en lo que se denomina así y que es verdaderamente “mi país”, se le da el título de “franco‐maghrebí”.
¿Qué puede querer decir eso realmente? Te lo pregunto a ti, que aprecias el querer decir. ¿Cuál es la naturaleza de ese guión? ¿Qué quiere? ¿Qué es lo que es franco‐maghrebí? ¿Quién es “franco‐maghrebí”?
Para saber quién es franco‐maghrebí, hay que saber qué es franco‐maghrebí, qué quiere decir “franco‐maghrebí“. Pero en el otro sentido, invirtiendo la circula‐ción del círculo y para determinar, a la inversa, qué es ser franco‐maghrebí, habría que saber quién lo es, y sobre todo (¡oh Aristóteles!) quién es el más franco‐maghrebí. Utilicemos aquí la autoridad de una lógica cuyo tipo, digámoslo pues, sería aristo‐télico: se toma como regla lo que es “más esto o aquello” o lo que es “mejor esto o aquello”, por ejemplo el ente por excelencia, para llegar a pensar el ser de lo que es en general, procediendo así, en lo que se refiere al ser del ente, de la teología a la on‐tología y no a la inversa (aun cuando, me dirás, en rigor de verdad las cosas son más complicadas, pero no es ése el tema).
Según una ley circular familiar para la filosofía, se afirmará por lo tanto que aquel que es el más, el más puramente o el más rigurosamente, el más esencialmente franco‐maghrebí, ése permitiría descifrar qué es ser franco‐maghrebí en general. Se descifrará la esencia del franco‐maghrebí con el ejemplo paradigmático del “más franco‐maghrebí”, el franco‐maghrebí por excelencia.
En caso de suponer, además —cosa que dista de ser segura—, que hay algu‐na unidad histórica entre la Francia y el Maghreb, el “y” jamás habrá sido dado, si‐no únicamente prometido o alegado. Ahí tenemos aquello de lo que, en el fondo, tendríamos que hablar, aquello de lo que no dejamos de hablar, aun cuando lo ha‐gamos por omisión. El silencio de ese guión no pacifica ni apacigua nada, ningún tormento, ninguna tortura. Nunca hará callar su memoria. Incluso podría llegar a agravar el terror, las lesiones y las heridas. Un guión nunca basta para ahogar las protestas, los gritos de ira o de sufrimiento, el ruido de las armas, los aviones y las bombas.
Planteemos entonces una hipótesis, y dejémosla trabajar. Supongamos que, sin querer herir a Abdelkebir Khatibi, un día, en el coloquio de Louisiana, lejos de su casa y de la mía, lejos también de nuestra casa, le hago una declaración, respal‐dada en el fiel y admirativo afecto que siento por él. ¿Qué le declararía esta decla‐ración pública? Esto, poco más o menos: “Querido Abdelkebir, mira, aquí me con‐sidero como el más franco‐maghrebí de los dos, y tal vez el único franco‐maghrebí. Si me equivoco, si me engaño o engaño, pues bien, estoy seguro de que habrán de contradecirme. Intentaré entonces explicarme o justificarme lo mejor que pueda. Miremos a nuestro alrededor y clasifiquemos, dividamos, procedamos por conjun‐tos.
A. Hay entre nosotros franceses francófonos que no son maghrebíes: franceses de Francia, en una palabra, ciudadanos franceses provenientes de Francia.
B. Hay también, entre nosotros, ‘francófonos’ que no son ni franceses ni ma‐ghrebíes: suizos, canadienses, belgas o africanos de diversos países de África central.
C. Por último, entre nosotros hay maghrebíes francófonos que no son y nunca fueron franceses; entendamos con ello ciudadanos franceses: por ejemplo, tú y otros marroquíes, o los tunecinos.
Ahora bien, mira, yo no pertenezco a ninguno de esos conjuntos claramente definidos. Mi ‘identidad’ no se incluye en ninguna de esas tres categorías. ¿Dónde debería clasificarme, entonces? ¿Y qué taxonomía inventar?
Mi hipótesis, por lo tanto, es que tal vez soy aquí el único, el único que puede decirse a la vez maghrebí (lo que no es una ciudadanía) y ciudadano francés. Uno y lo otro a la vez. Y más aún, uno y ]o otro de nacimiento. El nacimiento, la nacionalidad por nacimiento, la cultura na‐tal: ¿acaso no es ése nuestro tema aquí? (Algún día habrá que consagrar otro coloquio a la lengua, la nacionalidad, la pertenencia cultural por la muerte, por la sepultura es‐ta vez, y comenzar con el secreto de Edipo en Colono: to‐do el poder que ese `extranjero’ posee sobre los `extranjeros’ en lo más secreto del secreto de su lugar postrero, un secreto que él guarda o confía al cuidado de Teseo a cambio de la salvación de la ciudad y de las generaciones venideras, un secreto que no obstante niega a sus hijas, a] privarlas hasta de sus lágrimas y de un justo `trabajo de duelo’ .) / 17 /
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¿No hemos convenido hablar aquí de la lengua llama‐da materna, y del nacimiento en cuanto al suelo, el nacimiento en cuanto a la sangre y —lo que quiere decir algo muy distinto— el nacimiento en cuanto a la lengua? ¿Y de las relaciones entre el nacimiento, la lengua, la cultura, la nacionalidad y la ciudadanía?
Que mi `caso’ no se incluye en ninguno de los tres conjuntos representados entonces, tal fue al menos mi hipótesis. ¿No era también la única justificación de mi presencia, si había una, en ese coloquio?”.
Esto es, poco más o menos, lo que habría comenzado por declarar a Ab‐delkebir Khatibi.
Lo que sin duda quieres escuchar en este momento es al menos la historia que yo me cuento, la que querría contarme o la que, tal vez en razón del signo, de la escritura y de la anamnesis, también en respuesta al título de ese encuen‐tro, al título de los Ecos de otra parte o los Echoes from Elsewhere, reduzco induda‐blemente a una pequeña fábula.
Si en verdad confesé la sensación de ser aquí, o allá, el único franco‐ma‐ghrebí, eso no me autorizaba a hablar en nombre de nadie, y menos aún de al‐guna entidad franco‐maghrebí cuya identidad sigue estando justamente en cues‐tión. Llegaremos a ello porque, en mi caso, todo esto dista de ser claro.
Nuestra cuestión es siempre la identidad. ¿Qué es la identidad, ese con‐cepto cuya transparente identidad consigo misma siempre se presupone dog‐máticamente en tantos debates sobre el monoculturalismo o el multiculturalis‐mo, sobre la nacionalidad, la ciudadanía, la pertenencia en general? Y antes que la identidad del sujeto, ¿qué es la ipsidad? Ésta no se reduce a una capacidad abstracta de decir “yo” [je], a la que siempre habrá precedido. Tal vez signifique en primer lugar el poder de un “yo puedo”, más originario que el “yo” [“je”), en una cadena donde el “pse” de ipse ya no se deja disociar del poder, el dominio o la soberanía del hospes (me refiero aquí a la cadena semántica en obra tanto en la hospitalidad como en la hostilidad: hostis, hospes, hosti‐pet, posis, despotes, potere, potis sum, possum, pote est, potest, pot sedere, possidere, compos, etcétera).3
Ser franco‐maghrebí, serlo “como yo [moi]”, no es principalmente —sobre todo no es— un añadido o una riqueza de identidades, atributos o nombres. Antes bien, delataría, en principio, un trastorno de la identidad.
Tienes que reconocer en esta expresión, “trastorno de la identidad”, toda su gravedad, sin excluir sus connotaciones psicopatológicas o sociopatológicas. Para
3 Es ésta una cadena que, como es sabido, Benveniste reconstituye y muestra en varios lugares, en especial en un magnífico capítulo consagrado a “L’hospitalité” [“La hospitalidad”] (en el Vocabulaire des institutions indo‐européennes, t. 1, París, Minuit, 1969, págs. 87 y sigs.) [traducción castellana: Voca‐bulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, Taurus, 1983], capítulo al que tal vez vuelva en otra parte de manera más problemática o inquieta. / 18 /
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presentarme como franco‐maghrebí, hice alusión a la ciudadanía. La ciudadanía, co‐mo es sabido, no define una participación cultural, lingüística o histórica en gene‐ral. No engloba todas esas pertenencias. Pero no es sin embargo un predicado su‐perficial o superestructural que flota en la superficie de la experiencia.
Sobre todo cuando esta ciudadanía es de uno a otro extremo precaria, recien‐te, amenazada, más artificial que nunca. Es “mi caso”, la situación, a la vez típica y singular, de la que querría hablar. Y en especial, cuando en el curso de su vida uno obtuvo esta ciudadanía, lo que tal vez les sucedió a varios norteamericanos presen‐tes en ese coloquio, pero también, y en primer lugar, cuando en el curso de su vida la perdió, cosa que seguramente no le sucedió a casi ningún norteamericano. Y si bien algún día tal o cual individuo sufrió el retiro de la ciudadanía misma (que es más que un pasaporte, una “cédula verde”, una elegibilidad o un derecho electoral), ¿le pasó eso alguna vez a un grupo en cuanto tal? No aludo, desde luego, a tal o cual grupo étnico que produce una secesión, que un día se libera de otro Estado‐Nación o que abandona una ciudadanía para darse otra, en un Estado recién instituido. Hay demasiados ejemplos de esta mutación.
No, hablo de un conjunto “comunitario” (una “masa” que agrupa a decenas o centenares de miles de personas), un grupo supuestamente “étnico” o “religioso” que, en cuanto tal, se ve un día privado de su ciudadanía por obra de un Estado que, con la brutalidad de una decisión unilateral, se la quita sin pedirle su opinión y sin que dicho grupo recupere alguna otra nacionalidad. Ninguna otra.
Pues bien, yo pasé por eso. Con otros, perdí y recuperé la ciudadanía france‐sa. La perdí durante varios años sin tener otra. Ni la más mínima, sabes. Yo no ha‐bía pedido nada. Al principio, prácticamente no supe que me la habían quitado, en todo caso en la forma legal y objetiva del saber con que lo expongo aquí (porque, por desgracia, lo supe claramente de otra manera). Y luego, un día, un “buen día”, sin que, una vez más, hubiera pedido nada, y demasiado joven aún para saberlo con un saber propiamente político, recuperé la susodicha ciudadanía. El Estado, al que yo nunca le hablé, me la había devuelto. El Estado, que ya no era el “Estado francés” de Pétain, volvía a reconocerme. Era en 1943, creo, y yo todavía no había ido nunca “a Francia”, nunca me había entregado a ella.*
Una ciudadanía, por esencia, no crece así como así. No es natural. Pero su artificio y su precariedad aparecen con más claridad, como en el relámpago de una revelación privilegiada, cuando la ciudadanía se inscribe en la memoria de una ad‐quisición reciente: por ejemplo la ciudadanía francesa otorgada a los judíos de Ar‐gelia por el decreto Crémieux en 1870. O incluso en la memoria traumática de una “degradación”, una pérdida de la ciudadanía; por ejemplo la pérdida de la ciudadanía francesa, en el caso de los mismos judíos de Argelia, menos de un siglo des‐pués.
Eso fue lo que sucedió, en efecto, “bajo la Ocupación”, como suele decirse.
Sí, “como suele decirse”, porque en rigor de verdad es una leyenda. Argelia nunca estuvo ocupada. Con esto quiero decir que si alguna vez lo estuvo, no fue ciertamente por el Ocupante alemán. El retiro de la ciudadanía francesa a los judíos de Argelia, con todo lo que siguió, fue obra exclusiva de los franceses. Estos lo de‐cidieron por su cuenta, en su cabeza; debían haberlo soñado desde siempre, y solos lo pusieron en vigor.
Yo era muy joven en ese momento, sin duda no comprendía muy bien —ya no comprendía muy bien— qué quiere decir la ciudadanía y la pérdida de ciudada‐nía. Pero no dudo de que la exclusión —por ejemplo de la escuela garantizada a los jóvenes franceses— puede tener una relación con ese trastorno de la identidad del que te hablaba hace un instante. No dudo tampoco de que esas “exclusiones” ter‐minan por dejar su marca en esta pertenencia o no pertenencia de la lengua, en esta afiliación a la lengua, en esta asignación a lo que se llama con toda tranquilidad una lengua.
Pero, ¿quién la posee, exactamente? ¿Y a quién posee? ¿Está la lengua algu‐na vez en posesión, una posesión poseedora o poseída? ¿Poseída o poseedora en propiedad, como un bien propio? ¿Qué hay con ese “estar en casa” en la lengua, hacia el cual no dejaremos de volver? Acabo de subrayarlo: la ablación de la ciuda‐danía duró dos años pero, stricto sensu, no se produjo “bajo la Ocupación”. Fue una operación francofrancesa; debería decirse incluso un acto de la Argelia fran‐cesa en ausencia de toda ocupación alemana. En Argelia nunca se vio un solo uniforme alemán. Ninguna coartada, ninguna denegación, ninguna ilusión posi‐ble: era imposible hacer recaer en un ocupante extranjero la responsabilidad de esa exclusión.
Fuimos rehenes permanentes de los franceses; me queda algo de eso, por más que viaje mucho.
Y lo repito, no sé si en la historia de los Estados‐Nación modernos hay otros ejemplos de una privación semejante de la ciudadanía, decretada para de‐cenas y decenas de miles de personas a la vez. A partir de octubre de 1940, con la derogación del decreto Crémieux del 24 de octubre de 1870, la misma Francia, el Estado francés en Argelia, el “Estado francés” legalmente constituido (¡por la Cámara del Frente Popular!), como consecuencia del acto parlamentario que ya conocemos, negaba la identidad francesa —o más bien la retomaba— a aquellos cuya memoria colectiva seguía acordándose o recién acababa de olvidar que les había sido prestada la víspera y que no había dejado de provocar, menos de me‐dio siglo antes (1898), sangrientas persecuciones y comienzos de pogroms. Lo que no impidió, de todas maneras, una “asimilación” sin precedentes: profun‐da, rápida, afanosa, espectacular. En dos generaciones.
Ese “trastorno de la identidad”, ¿favorece o inhibe la anamnesis? ¿Aguza el deseo de memoria o llena de desesperanza al fantasma genealógico? ¿Refre‐na, reprime o libera? Todo a la vez, sin duda; y habría en ello otra versión, la otra vertiente de la contradicción que nos puso en marcha. Y que nos hace correr hasta perder el aliento o la cabeza.
Bajo este título, el monolingüismo del otro, figurémonos. Esbocemos una figura. No tendrá más que un vago parecido conmigo mismo y con el género de anamnesis autobiográfica que siempre parece de rigor cuando uno se expone en el espacio de la relación. Entendamos “relación” en el sentido de la narración, por ejemplo del relato genealógico, pero también, más en general, con el que Édouard Glissant dota a este término cuando habla de la Poétique de la Relation [Poética de la relación], lo mismo que podría hablarse de una política de la relación.
Así, pues, me atrevo a presentarme aquí a ti, ecce homo, parodia, como el franco‐maghrebí ejemplar, pero desarmado, con acentos más ingenuos, menos cui‐dados, menos pulidos. Ecce homo, ya que verdaderamente se trataría de una “pa‐sión” —no hace falta sonreír—, el martirio del franco‐maghrebí que al nacer, desde el nacimiento pero también de nacimiento, en el otro lado, el suyo, en el fondo no escogió ni comprendió nada, y que aún sufre y testimonia.
En cuanto al valor tan enigmático de la atestación, incluso de la ejemplari‐dad en el testimonio, he aquí una primera pregunta, sin duda la más general. ¿Qué pasa cuando alguien llega a describir una “situación” presuntamente singular, la mía por ejemplo, a describirla dando testimonio de ella en unos términos que la su‐peran, en un lenguaje cuya generalidad asume un valor en cierta forma estructural, universal, trascendental u ontológico? ¿Cuando cualquier recién llegado sobreen‐tiende: “Lo que vale para mí, irreemplazablemente, vale para todos. La sustitución está en curso, ya se ha efectuado, cada uno puede decir, para sí y de sí, lo mismo. Basta con escucharme, soy el rehén universal”?
¿Cómo describir esta vez, entonces, cómo designar esta única vez? ¿Cómo determinar esto, un esto singular cuya unicidad obedece justamente al mero testi‐monio, al hecho de que ciertos individuos, en ciertas situaciones, atestiguan los ras‐gos de una estructura que, empero, es universal, la revelan, la indican, la dan a leer “más en carne viva”, más en carne viva como suele decirse y porque se dice sobre todo de una herida, más en carne viva y mejor que otros, y a veces únicos en su gé‐nero? ¿Únicos en un género que —cosa que además lo hace más increíble— se vuelve a su vez ejemplo universal, cruzando y acumulando así las dos lógicas, la de la ejemplaridad y la del huésped como rehén?
—No es eso lo que más me asombra. Puesto que no se puede dar testimonio más que de lo increíble. En todo caso, de lo que solamente puede ser creído, de lo que, tras pasar por alto la prueba, la indicación, la constatación, el saber, apela úni‐camente a la creencia, por lo tanto a la palabra dada. Cuando uno pide que crean en su palabra, ya está, quiéralo o no, sépalo o no, en el orden de lo que sólo es creíble. Se trata siempre de lo que se ofrece a la fe, que exige la fe, de lo que es úni‐camente “creíble” y por ende tan increíble como un milagro. Increíble por ser sola‐mente “acreditable”. El mismo orden de la atestación da testimonio de lo milagroso, de lo creíble increíble: de lo que hay que creer de todos modos, creíble o no. Tal es la verdad que invoco y en la cual hay que creer, aun, y sobre todo, si miento o perju‐ro. Esa verdad supone la veracidad, incluso en el falso testimonio, y no a la inversa.
—Sí, y lo que lo hace más increíble, decía yo, es que tales individuos atesti‐guan así en una lengua que hablan, es cierto, que se las arreglan para hablar, de cierta manera y hasta cierto punto…
—…de cierta manera y hasta cierto punto, como debe decirse de toda prácti‐ca de la lengua…
—… pero que ellos hablan, presentándola, en esa lengua misma, como la lengua del otro. Tal habrá sido la experiencia, esta vez, cuando la mayoría de nosotros ha‐blábamos inglés en esa reunión. ¿Pero cómo podría hacerlo yo mismo, aquí mismo, al hablarte en francés? ¿Con qué derecho?
Un ejemplo. ¿Qué hice hace un rato, al pronunciar una frase como “no tengo más que una lengua, no es la mía”, o bien “nunca se habla más que una sola len‐gua”? ¿Qué quise hacer al proseguir más o menos así: “Por lo tanto, no hay bilin‐güismo o plurilingüismo”? ¿O también —con lo que multiplicaba las contradiccio‐nes—, “nunca se habla una sola lengua”, por lo tanto “no hay más que plurilin‐güismo”? Otras tantas afirmaciones en apariencia contradictorias (no hay X, no hay más que X), otras tantas aseveraciones cuyo valor universal, sin embargo, creo que sería verdaderamente capaz de demostrar si me dieran tiempo para hacerlo. Cual‐quiera debe poder decir “no tengo más que una sola lengua y (ahora bien, pero, en lo sucesivo, permanentemente) no es la mía”.
Una estructura inmanente de promesa o deseo, una espera sin horizonte de espera informa toda palabra. Desde el momento en que hablo, aun antes de formu‐lar una promesa, una espera o un deseo como tales, y allí donde todavía no sé qué me sucederá o qué me espera al final de una frase, ni quién ni lo que espera quién o qué, me encuentro en esta promesa o esta amenaza, que reúne desde ese momento la lengua, la lengua prometida o amenazada, prometedora hasta la amenaza y vice‐versa, así reunida en su misma diseminación. Habida cuenta de que los sujetos competentes en varias lenguas tienden a hablar una sola lengua, allí mismo donde ésta se desmembra, y porque ella no puede sino prometer y prometerse amenazando desmembrarse, una lengua no puede por sí misma más que hablar de sí misma. Sólo se puede hablar de una lengua en esa lengua. Aunque sea poniéndola fuera de sí misma.
Lejos de cerrar lo que fuere, este solipsismo condiciona el dirigirse al otro, da su palabra o más bien da la posibilidad de dar su palabra, da la palabra dada en la experiencia de una promesa amenazante y amenazada:4 monolingüismo y tauto‐logía, imposibilidad absoluta de metalenguaje. Imposibilidad de un metalenguaje absoluto, al menos, pues unos efectos de metalenguaje, efectos o fenómenos relati‐vos, a saber, relevos de metalenguaje “en” una lengua, ya introducen en ella la tra‐ducción, la objetivación en curso. Dejan temblar en el horizonte, visible y milagro‐so, espectral pero infinitamente deseable, el espejismo de otra lengua.
—Lo que me cuesta entender es todo ese léxico del tener, del hábito, la pose‐sión de una lengua que sería o no sería la de uno, la tuya por ejemplo. Como si aquí el pronombre y el adjetivo posesivos estuvieran, en lo que se refiere a la len‐gua, proscriptos por la lengua.
—Del lado de quien habla o escribe la susodicha lengua, esa experiencia de solipsismo monolingüe nunca es de pertenencia, de propiedad, de facultad de con‐trol, de pura “ipsidad” (hospitalidad u hostilidad), cualquiera sea su tipo. Si el “no dominio de un lenguaje apropiado” del que habla Édouard Glissant califica en pri‐mer ligar, más literal y sensiblemente, situaciones de alienación ”colonial” o de ser‐vidumbre histórica, esta definición, siempre que se le impriman las inflexiones re‐queridas, también lleva mucho más allá de esas condiciones determinadas. Vale también para lo que se llamaría la lengua del amo, del hospes o del colono.
Muy lejos de disolver la especificidad, siempre relativa, por más cruel que sea, de las situaciones de opresión lingüística o expropiación colonial, esta univer‐salización prudente y diferenciada debe dar cuenta —diría incluso que es la única que puede hacerlo— de la posibilidad determinable de una servidumbre y una he‐gemonía. Y aun de un terror en las lenguas (existe, leve, discreto o escandaloso, un terror en las lenguas; es nuestro tema). Puesto que contrariamente a lo que la ma‐yor parte de la veces uno se siente tentado a creer, el amo no es nada. Y no tiene na‐da que le sea propio. Porque no es propia del amo, no posee como propio, natural‐mente, lo que no obstante llama su lengua; porque, no importa qué quiera o haga, no puede mantener con ella relaciones de propiedad o identidad naturales, nacio‐nales, congénitas, ontológicas; porque sólo puede acreditar y decir esta apropiación
4 Lo que se formula de este modo sobre la promesa como amenaza corría el riesgo entonces, y sin duda sigue corriéndolo todavía, de parecer bastante dogmático y oscuro. Permítaseme remitir sobre este punto a una argumentación más sostenida y espero que más convincente en “Avances”, prefa‐cio a Serge Margel, Le Tombeau du dieu artisan, París, Minuit, 1995.
en el curso de un proceso no natural de construcciones político‐fantasmáticas; por‐que la lengua no es su bien natural, por eso mismo, históricamente puede, a través de la violación de una usurpación cultural —vale decir, siempre de esencia colo‐nial—, fingir que se apropia de ella para imponerla como “la suya”. Ésa es su cre‐encia, y él quiere hacerla compartir por la fuerza o la astucia, quiere hacer que cre‐an en ella, como en el milagro, por la retórica, la escuela o el ejército. Le basta con hacerse oír por cualquier medio, hacer que funcione su “speech act“, crear las condi‐ciones para ello, para ser “feliz” (“felicitous“, lo que en ese código quiere decir efi‐caz, productivo, eficiente, generador del acontecimiento buscado, pero a veces cualquier cosa menos “feliz”), y la jugada está hecha o, en todo caso, se habrá he‐cho una primera jugada.
La liberación, la emancipación, la revolución serán necesariamente la segun‐da jugada. Ésta liberará de la primera al confirmar su herencia mediante su interio‐rización, su reapropiación, pero sólo hasta cierto punto, pues mi hipótesis es que nunca hay apropiación o reapropiación absoluta. Dado que no hay propiedad na‐tural de la lengua, ésta no da lugar más que a la furia apropiadora, a los celos sin apropiación. La lengua habla estos celos, la lengua no es más que los celos desata‐dos. Se toma su revancha en el corazón de la ley. De la ley que, por otra parte, es ella misma —la lengua—, y loca. Loca por sí misma. Loca de atar.
(Como esto es obvio, y no merece aquí un desarrollo demasiado largo, recor‐demos con una palabra, al pasar, que ese discurso sobre la ex‐apropiación de la lengua, más precisamente de la “marca”, da acceso a una política, un derecho y una ética; incluso es —atrevámonos a decirlo— el único que puede hacerlo, cuales‐quiera sean los riesgos, y justamente porque el equívoco indecidible corre sus ries‐gos y por lo tanto apela a la decisión, allí donde, antes de todo programa e incluso de toda axiomática, ella condiciona el derecho y los límites de un derecho de pro‐piedad, de un derecho a la hospitalidad, de un derecho a la ipsidad en general, al “poder” del hospes mismo, amo y poseedor, y en particular de sí mismo, ipse, com‐pos, ipsissimus, despotes, potior, possidere, para citar desordenadamente los pasajes de una cadena reconstruida por Benveniste, de la que antes hablé.)
De manera tal que el “colonialismo” y la “colonización” no son más que re‐lieves, traumatismo sobre traumatismo, sobrepuja de violencia, arrebato celoso de una colonialidad esencial, como lo indican los dos nombres, de la cultura. Una colo‐nialidad de la cultura y sin duda también de la hospitalidad, cuando ésta se condi‐ciona y autolimita en una ley, aunque sea “cosmopolita”, como lo quería el Kant de la paz perpetua y el derecho universal a la hospitalidad.
Cualquiera debe poder declarar bajo juramento, entonces: no tengo más que una lengua y no es la mía, mi lengua “propia” es una lengua inasimilable para mí. Mi lengua, la única que me escucho hablar y me las arreglo para hablar, es la len‐gua del otro.
Como la “falta”, esta “alienación” permanente parece constitutiva. Pero no es ni una falta ni una alienación, no le falta nada que la preceda o la siga y no alie‐na ninguna ipsidad, ninguna propiedad, ningún sí mismo [soi] que alguna vez haya podido representar su vigilia. Aunque esta conminación declara en mora perma‐nentemente,5 ninguna otra cosa “está allí”, nunca, para velar su pasado o su futuro. Esta estructura de alienación sin alienación, esta alienación inalienable no es solamente el origen de nuestra responsabilidad sino que estructura lo propio y la propiedad de la lengua. Instituye el fenómeno del escucharse‐hablar para querer‐decir. Pero es preciso decir aquí que es el fenómeno como fantasma. Hagamos refe‐rencia por lo pronto a la afinidad semántica y etimológica que asocia el fantasma al pháinesthai, a la fenomenalidad, pero también a la espectralidad del fenómeno. Phantasma es también el fantasma, el doble o el aparecido. Allí estamos.
—¿En eso estamos, quieres decir?
—En leernos y entendemos como se debe, aquí…
—¿Aquí?
—… o allá; ¿quién se atreverá a hacer creer lo contrario? ¿Quién tendría el coraje de pretender probarlo? Por el hecho de que estemos aquí en un elemento cu‐ya fantasmaticidad espectral no puede reducirse en ningún caso, la realidad del terror político e histórico no por ello se ve mitigada; al contrario. Puesto que hay si‐tuaciones, experiencias, sujetos que están justamente en situación (¿pero qué quiere decir situar en este caso?) de dar ejemplarmente testimonio de ello. Esta ejemplari‐dad ya no se reduce simplemente a la del ejemplo en una serie. Sería más bien la ejemplaridad —remarcable y remarcante— que da a leer de manera más fulguran‐te, intensa, incluso traumática, la verdad de una necesidad universal. La estructura aparece en la experiencia de la herida, de la ofensa, de la venganza y de la lesión. Del terror. Acontecimiento traumático porque aquí se trata nada menos que de gol‐pes y heridas, de cicatrices, a menudo de crímenes, a veces de asesinatos colectivos. Es la realidad misma, el alcance de toda ferancia [férance], de toda referencia como diferancia [différance].
¿Qué estatuto asignar a partir de ello a esta ejemplaridad de re‐marca? ¿Có‐mo interpretar la historia de un ejemplo que permite reinscribir, directamente so‐
5 Para aclarar un poco este uso insistente del idioma ligado a demeure, me permito remitir a “De‐meure”, en Passions de la littérature, París, Galilée, 1996. [La referencia es a la expresión “mette en de‐meure à demeure”, aquí traducida como “declara en mora permanentemente” (n. del t.).]
bre el cuerpo de una singularidad irreemplazable, para darla así a remarcar, la es‐tructura universal de una ley?
Problema abismal, ya, que no podríamos tratar aquí, en lo que tiene de clási‐co. Al menos hay que poner de relieve, pero desde el abismo, una posibilidad que no dejará de complicar el reparto de las cartas o el plegado, de comprometer al pliegue en la diseminación, como diseminación. Puesto que es justamente como un pensamiento de lo único, y no de lo plural —como se creyó con demasiada fre‐cuencia— como se presentó no hace mucho un pensamiento de la diseminación en un pensamiento plegable del pliegue, y plegado al pliegue.6 Debido a que existe el pliegue de una re‐marca semejante, la réplica o la reaplicación de lo cuasi trascen‐dental o lo cuasi ontológico en el ejemplo fenoménico, óntico o empírico, y en el fantasma mismo, allí donde éste supone la huella en la lengua, estamos justamente obligados a decir a la vez “nunca se habla más que una sola lengua” y “nunca se habla una sola lengua”, o bien “yo no hablo más que una sola lengua (y, pero, ahora bien), no es la mía”.
Puesto que, ¿no es la experiencia de la lengua (o más bien, antes de todo dis‐curso, la experiencia de la marca, de la re‐marca o del margen), justamente, lo que hace posible y necesaria esta articulación? ¿No es lo que da lugar a esta articulación entre la universalidad trascendental u ontológica y la singularidad ejemplar o testi‐monial de la existencia martirizada? Cuando evocamos aquí las nociones aparente‐mente abstractas de la marca o de la re‐marca, pensamos también en los estigmas. El terror se ejerce al precio de heridas que se inscriben directamente en el cuerpo. Hablamos aquí de martirio y pasión, en el sentido estricto y casi etimológico de es‐tos términos. Y cuando aludimos al cuerpo, nombramos tanto el cuerpo de la len‐gua y la escritura como lo que hace una cosa del cuerpo. Apelamos por lo tanto a lo que se denomina con tanta ligereza el cuerpo propio y se ve afectado por la misma ex‐apropiación, la misma “alienación” sin alienación, sin propiedad perdida para siempre o de la que nunca se reapropiará.
Nunca: ¿escuchas esa palabra en nuestra lengua? ¿Y sin? Sin comprender nunca, ¿escuchas? He aquí lo que hay que demostrar en lo sucesivo en la escena así construida.
¿En qué aspecto puede la pasión de un mártir franco‐maghrebí dar testimo‐nio, por lo tanto, de ese destino universal que nos asigna a una sola lengua pero nos prohíbe su apropiación, prohibición que se liga a la esencia misma de la lengua o más bien de la escritura, la marca, el pliegue de la re‐marca?
6 Sobre la diseminación como experiencia de la unicidad y sobre la diseminación según pliegues, o pliegue sobre pliegue, cf. La Dissémination, París, Seuil, 1972, págs. 50, 259, 283, 291 y sigs. y passim [traducción castellana: La diseminación, Madrid, Fundamentos, 1990].
—Vaya manera bien abstracta de contar una historia, esta fábula que tú lla‐mas celosamente tu historia, y que sería solamente la tuya.
—En su concepción corriente, la anamnesis autobiográfica presupone la identificación. No la identidad, justamente. Una identidad nunca es dada, recibida o alcanzada; no, sólo se sufre el proceso interminable, indefinidamente fantasmático de la identificación. Cualquiera sea la historia de un retorno a uno mismo o a su ho‐gar [chez soi], a la “choza” del chez‐soi (chez es la casa),* se trate de una odisea o un Bildungsroman, de cualquier manera que se fabule una constitución del sí mismo [soi], del autos, del ipse, uno siempre se figura que aquel o aquella que escribe debe saber ya decir yo [je]. En todo caso, ya, o en lo sucesivo, tiene que estar asegurada la modalidad identificadora: segura de la lengua y en la lengua. Es preciso, se esti‐ma, que esté resuelta la cuestión de la unidad de la lengua, y dado el Uno de la lengua en sentido estricto o amplio, un sentido amplio que se extenderá hasta incluir todos los modelos y todas las modalidades identificatorias, todos los po‐los de proyección imaginaria de la cultura social. Allí, cada región está repre‐sentada como configuración, la política, la religión, las artes, la poesía y las le‐tras, la literatura en sentido estricto (moderno). Ya hay que saber en qué lengua yo [je] se dice, yo me digo. Se alude aquí tanto al yo pienso como al yo [je] gramati‐cal o lingüístico, al yo [moi o al nosotros en su estatuto identificatorio, tal como lo esculpen figuras culturales, simbólicas, socioculturales. Desde todos los puntos de vista, que no son sólo gramaticales, lógicos, filosóficos, se sabe claramente que el yo [je] de la anamnesis llamada autobiográfica, el yo‐me [je] del yo me acuer‐do, se produce y se profiere de manera diferente según las lenguas. Nunca las precede; por lo tanto, no es independiente de la lengua en general. He aquí algo bien conocido pero rara vez tomado en consideración por quienes abordan la autobiografía en general, ya este género sea literario o no y, por otra parte, ya se lo considere un género o no.
Ahora bien, sin siquiera adentramos aquí hasta el fondo sin fondo de las cosas, tal vez deberíamos atenernos a una sola consecuencia. Ella concierne a lo que durante el coloquio fue nuestro lugar común, a partir de su mismo título, a saber, el otra parte y la remisión, suponiendo que alguna vez puedan dar un lugar común. El yo [je] en cuestión se formó, sin duda —es posible creerlo—, si al me‐nos pudo hacerlo y si el trastorno de la identidad del que hablábamos hace un rato no afecta precisamente la constitución misma del yo [je], la formación del decir‐yo, del yo [moi]‐yo [je] o la aparición, como tal, de una ipsidad preégológica. Ese yo [je] se habría formado, entonces, en el sitio de una situación inhallable, que siempre remite a otra parte, a otra cosa, a otra lengua, al otro en general. Se ha‐bría situado en una experiencia insituable de la lengua, de la lengua en el sentido amplio, por ende, de esta palabra.
Esta experiencia no fue ni monolingüe ni bilingüe ni plurilingüe. No fue ni una ni dos ni dos + n. En todo caso, no había yo [je] pensable o pensante antes de esta situación extrañamente familiar y propiamente impropia (uncanny, un‐heimlich) de una lengua innumerable.
Es imposible contar las lenguas: eso es lo que quería sugerir. No hay posi‐bilidad de cálculo, desde el momento en que el Uno de una lengua, que escapa a toda contabilidad aritmética, nunca es determinado. El Uno de la monolengua de la que hablo, y del que hablo, no será por lo tanto una identidad aritmética y ni si‐quiera una identidad a secas. La monolengua sigue siendo incalculable, entonces, al menos en ese rasgo. Pero el que las lenguas parezcan estrictamente inenumera‐bles no les impide desaparecer a todas. Durante este siglo, cada día, se hunden por centenares, y esta perdición da acceso a la cuestión de otro salvataje u otra salva‐ción. Para hacer otra cosa que archivar los idiomas (lo que a veces hacemos científi‐camente, si no suficientemente, en una urgencia cada vez más apremiante), ¿cómo salvar una lengua? ¿Una lengua viva y “salva”?
¿Qué pensar de esta nueva soteriología? ¿Es buena? ¿En nombre de qué? ¿Y si, para salvar a unos hombres perdidos en su lengua, para liberar a los hombres mismos, excepción hecha de su lengua, valiera más la pena renunciar a ésta, renun‐ciar al menos a las mejores condiciones de supervivencia “a cualquier precio” de un idioma? ¿Y si valiera más la pena salvar a unos hombres que a su idioma, allí donde, ¡ay!, hubiera que elegir? Pues vivimos un tiempo en que a veces se plantea esta pregunta. En la tierra de los hombres de hoy, algunos deben ceder a la homo‐hegemonía de las lenguas dominantes, deben aprender la lengua de los amos, el capital y las máquinas, deben perder su idioma para sobrevivir o para vivir mejor. Economía trágica, consejo imposible. No sé si la salvación‐salutación al otro supo‐ne la salvación‐salutación del idioma. Volveremos a hablar de ello, así como de esta palabra extraña en francés, el salut.*
Volvamos a empezar, entonces.
Lo que digo, el que digo, ese yo [je] del que hablo, en una palabra, es alguien —según me acuerdo, poco más o menos— a quien le fue interdicto el acceso a toda lengua no francesa de Argelia (árabe dialectal o literario, berebere, etcétera). Pero ese mismo yo [je] es además alguien a quien también le fue interdicto el acceso al francés. De otra manera, aparentemente indirecta y perversa. De otra manera, es cierto, pero igualmente interdicto. Mediante una interdicción que, por eso mismo, prohibía el acceso a las identificaciones que permiten la autobiografía sosegada, las “memorias” en el sentido clásico.
¿En qué lengua escribir memorias, cuando no hubo lengua materna autori‐zada? ¿Cómo decir un “yo me acuerdo” que valga cuando hay que inventar la len‐gua y el yo [je], inventarlos al mismo tiempo, más allá de ese despliegue, ese desenca‐denamiento de la amnesia que desató la doble interdicción?
—¿Despliegue desatado de una interdicción? Qué lengua extraña usas para esto; también para esto, en realidad…
—Despliegue desatado, puesto que aquí es conveniente pensar en tensiones y juegos de fuerza, en la physis celosa, vengadora, oculta, en el furor generador de esta represión; y es por eso que, en cierto modo, esta amnesia sigue activa, dinámi‐ca, potente, otra cosa que un simple olvido. La interdicción no es negativa, no inci‐ta meramente a la pérdida. Ni a la perdición la amnesia que organiza desde el fon‐do en las noches del abismo. Rueda, se extiende como una ola que lo arrastra todo, en playas que conozco demasiado. Este mar lo arrastra todo, y de los dos lados; se enrosca, arrastra y se enriquece con todo, aporta, transporta, deporta y se hincha incluso con lo que arranca. La cabezonada de un capital sin cabeza. Y además me gusta la palabra francesa “déferlement” [despliegue, desencadenamiento]; lo explico en otra parte…
Sin duda más cabría evitar aquí dar crédito a las categorías familiares, tran‐quilizarnos con ellas, en cualquier ámbito al que pertenezcan. Por ejemplo, se cede a la facilidad o al mecanismo al hablar de interdicción. Si bien el nombre sigue sien‐do ése, si bien nos atenemos a él, la interdicción fue de un tipo a la vez excepcional y fundamental. Desencadenante. Cuando se prohíbe el acceso a una lengua, no se pro‐híbe ninguna cosa, ningún gesto, ningún acto. Se prohíbe el acceso al decir, eso es todo, a cierto decir. Pero justamente en eso radica la interdicción fundamental, la interdicción absoluta, la interdicción de la dicción y el decir. La interdicción de la que hablo, la interdicción desde la que digo, me dice y me lo dice, no es por lo tan‐to una interdicción entre otras.
Por otra parte, el nombre “interdicción” parece aún demasiado riesgoso. Si‐gue siendo fácil o equívoco en la medida en que este límite nunca se planteó, nun‐ca se estableció en un edicto como un acto de ley —un decreto oficial, una senten‐cia— ni como una barrera física, natural, orgánica. No había allí ni frontera natural ni límite jurídico. Teníamos la opción, el derecho formal de aprender o no aprender el árabe o el berebere. O el hebreo. No era ilegal, ni un delito. Al menos en el liceo; y el árabe más que el berebere. No me acuerdo de nadie que alguna vez haya aprendido hebreo en el liceo. La interdicción operaba por lo tanto por otros cami‐nos. Más solapados, pacíficos, silenciosos, liberales. Se tomaba otras revanchas. En la manera de permitir y dar, pues en principio todo se daba o, en todo caso, se permitía.
Por último, y sobre todo, la experiencia de esa doble interdicción no le deja‐ba ningún recurso a nadie. No me dejó ninguno. No podía no ser la experiencia de un paso del límite. Tampoco digo “transgresión”, la palabra es a la vez demasiado fácil y está demasiado cargada, pero se comprende mejor por qué hace un instante hablaba de despliegue, de desencadenamiento.
En ese paso del límite veré también, en cierto sentido de esta palabra, una escritura; un sentido en torno del cual merodeo desde hace décadas. La “escritura”, sí: entre otras cosas, se designaría así cierto modo de apropiación amante y deses‐perada de la lengua, y a través de ella de una palabra tan interdictora como inter‐dicta (la francesa fue ambas cosas para mí), y a través de ella de todo idioma inter‐dicto, la venganza amorosa y celosa de un nuevo adiestramiento que intenta res‐taurar la lengua, y creo que reinventarla a la vez, darle por fin una forma (en prin‐cipio deformarla, reformarla, transformarla), y de tal modo hacerla pagar el tributo de la interdicción o, lo que sin duda viene a ser lo mismo, satisfacer ante ella el pre‐cio de la interdicción. Esto da lugar a extrañas ceremonias, celebraciones secretas e inconfesables. Por lo tanto a operaciones cifradas, a una palabra sellada que circula en la lengua de todos.
Pero, ¿cómo orientar esta escritura, esta apropiación imposible de la lengua interdictora‐interdicta, esta inscripción de sí mismo en la lengua prohibida‐defendida, prohibida‐defendida para mí, en mí, pero también por mí (puesto que, como puede saberse, a mi manera soy un defensor de la lengua francesa)?*
Más bien debería decir: ¿cómo orientar la inscripción de sí mismo ante esta lengua prohibida y no simplemente en ella: ante ella, como una queja presentada ante ella, un reclamo [grief] y ya un recurso de apelación? En mi caso, esa inscrip‐ción no podía orientarse desde el espacio y el tiempo de una lengua materna habla‐da, puesto que, justamente, yo no la tenía, no tenía otra que el francés. No tenía lengua para el grief, esa palabra que ahora me gusta escuchar en inglés, en el que significa más la queja sin acusación, el sufrimiento y el duelo. Habría que pensar aquí en un grief casi originario, ya que ni siquiera lamenta una pérdida: según mi conocimiento, no tuve nada que perder salvo el francés, la lengua enlutada del due‐
* Para entender este pasaje hay que tener en cuenta que défendre tiene en francés el doble significado de defender y prohibirlo. En un grief semejante se lleva así, permanentemente, el luto por lo que nunca se tuvo.
Puesto que nunca pude llamar al francés, esta lengua que te hablo, “mi len‐gua materna”.
Esas palabras no me vienen a los labios, no me salen de los labios. “Mi len‐gua materna”: de los otros.
He aquí mi cultura, que me enseñó los desastres hacia los cuales una invoca‐ción encantatoria de la lengua materna habrá precipitado a los hombres. Mi cultura fue de entrada una cultura política. “Mi lengua materna” es lo que dicen y lo que hablan; los cito y los interrogo. Les pregunto —en su lengua, es cierto, para que me entiendan, porque es grave— si saben con claridad qué dicen y de qué hablan. So‐bre todo cuando celebran con tanta ligereza la “fraternidad”: en el fondo es el mis‐mo problema, los hermanos, la lengua materna, etcétera.
Es un poco como si pensara en despertarlos para decirles: “Escuchen, aten‐ción, ya basta con eso, hay que levantarse y partir, si no caerá sobre ustedes la des‐dicha o, lo que en parte viene a ser lo mismo, no les pasará absolutamente nada. Salvo la muerte. Su lengua materna, la que ustedes llaman así, algún día —lo ve‐rán— ya ni siquiera les contestará. Escuchen… no crean tan pronto, créanme, que son un pueblo, dejen de escuchar sin protestar a quienes les dicen ‘escuchen’…”.
—Abdelkebir Khatibi habla de su “lengua materna”. No hay duda de que no es el francés, pero él habla de ella. Habla de ella en otra lengua. El francés, justa‐mente. Hace esa confidencia pública. Publica su discurso en nuestra lengua. Y para decir de su lengua materna —vaya confidencia— que la ha “perdido”.
—Sí, mi amigo no vacila en decir entonces “mi lengua materna”. No habla de ella sin un estremecimiento —es posible escucharlo—, sin ese discreto sismo del lenguaje que signa la vibración poética de toda su obra. Pero no parece echarse atrás ante las palabras “lengua materna”. Esa es la confianza que encuentro en esa confidencia. Incluso afirma —lo que además es otra cosa— el posesivo. Se atreve. Se afirma posesivo como si ninguna duda insinuara aquí su amenaza: “Mi lengua materna”, dice.
He aquí quien decide. Como quien no quiere la cosa, sin duda, y casi en si‐lencio, pero quien decide. Lo decisivo de ese rasgo distingue justamente la historia que cuento, la fábula que me cuento, la intriga de la que soy aquí representante, testigo; otros dirían, con demasiada ligereza, querellante. Lo decisivo de ese rasgo la distingue de la experiencia descripta por Khatibi cuando escucha el llamado de la escritura. Ya creemos escucharlo al oír ese llamado, en el momento en que éste resuena. Le llega como eco, le vuelve en la resonancia de una bi‐lengua. Khatibi sos‐tiene contra su oído la caracola voluble de una lengua doble. Pero desde el inicio, sí, desde el inicio de ese gran libro que es Amour bilingue hay una madre. Una sola. Qué madre, además. Quien habla en primera persona eleva la voz desde la lengua de su madre. Evoca una lengua de origen que tal vez lo “perdió”, es cierto, pero que él no ha perdido. Conserva lo que lo perdió. Y también conservaba ya, desde luego, lo que no había perdido. Como si pudiera asegurar su salvación, aunque fuera desde su propia pérdida. Él tuvo una sola madre y más de una, sin duda, pe‐ro verdaderamente tuvo su lengua materna, una lengua materna, una sola lengua materna más otra lengua. Puede decir entonces “mi lengua materna” sin dejar que en la superficie aparezca la más mínima confusión:
Sí, mi lengua materna me ha perdido.
¿Perdido? ¿Pero qué, acaso no hablaba, no escribía en mi lengua materna con un gran goce? ¿Y la bi‐lengua no era mi posibilidad de exorcismo? Quiero decir otra cosa. Mi madre era iletrada. Mi tía —mi falsa nodriza— también lo era. Diglosia natal que tal vez me había destinado a la escritura, entre el libro de mi dios y mi lengua extranjera, por segundos dolores obstétricos, más allá de toda madre, una y única. De niño, llama‐ba a la tía en lugar de la madre, a la madre en lugar de la otra, para siempre la otra, la otra.7
Aunque un mal día mi madre, en los últimos años de su vida, quedó casi afásica y amnésica, aunque entonces pareció haber olvidado hasta mi nombre, sin duda no era “iletrada”. Pero a diferencia de la tradición en que nació Khatibi, mi madre no hablaba más que yo —ya lo señalé antes— una lengua a la que pudiera llamar‐se “plenamente” materna.
Tratemos en lo sucesivo de designar más directamente las cosas, a riesgo de nombrarlas mal.
En primer lugar, la interdicción. Una interdicción —conservemos provisio‐nalmente esta palabra—, una interdicción particular recaía por lo tanto, lo recuer‐do, sobre las lenguas árabe o berebere. Para alguien de mi generación, asumió muchas formas culturales y sociales. Pero en principio fue un asunto escolar, un asunto que nos sucedía “en la escuela”, pero escasamente una medida o una deci‐sión, más bien un dispositivo pedagógico. La interdicción procedía de un “siste‐ma educativo”, como suele decirse en Francia desde hace algún tiempo, sin son‐reír y sin inquietarse. Habida cuenta de todas las censuras coloniales —sobre to‐do en el medio urbano y suburbano en que yo vivía—, habida cuenta de los tabi‐camientos sociales, los racismos, una xenofobia de rostro tan pronto gesticulante como “bon vivant”, a veces casi jovial o alegre, habida cuenta de la desaparición en curso del árabe como lengua oficial, cotidiana y administrativa, el único recur‐so era todavía la escuela; y en ésta el aprendizaje del árabe, pero en concepto de lengua extranjera; de esta extraña especie de lengua extranjera como lengua del otro, es cierto, aunque, y esto es lo extraño e inquietante, del otro como el prójimo más cercano. Unheimlich. Para mí, fue la lengua del vecino. Puesto que yo vivía en el límite de un barrio árabe, en una de esas fronteras de la noche, a la vez invi‐sibles y casi infranqueables: la segregación era en ella tan eficaz como sutil. Debo renunciar aquí a los refinados análisis que llamaría la geografía social del hábitat, como la cartografía de las aulas de la escuela primaria, donde todavía había, antes de desaparecer en el umbral del liceo, muchos pequeños argelinos, árabes y kabi‐les. Muy cercanos e infinitamente lejanos, ésa era la distancia que, por decirlo así, nos inculcaba la experiencia. Inolvidable y generalizable.
Es cierto, el estudio opcional del árabe seguía estando permitido. Lo sabía‐mos autorizado, es decir, todo menos alentado. La autoridad de la Educación Na‐cional (de la “instrucción pública”) lo proponía en el mismo concepto, al mismo tiempo y en la misma forma que el estudio de cualquier lengua extranjera en todos los liceos franceses de Argelia. ¡El árabe, lengua extranjera opcional en Argelia! Co‐mo si nos dijeran —y era lo que nos decían, en suma—: “Veamos, el latín es obliga‐torio para todos en primer año, ni falta hace mencionar el francés, desde luego, pe‐ro, ¿quieren además aprender inglés, árabe, español o alemán?”. El berebere nun‐ca, me parece.
Sin tener estadísticas a mi disposición, recuerdo que el porcentaje de alum‐nos del liceo que elegían el árabe se aproximaba a cero. En su extrema rareza, aquellos que se inclinaban por él según una elección que parecía entonces insólita o curiosa ni siquiera formaban un grupo homogéneo. Entre ellos había a veces alum‐nos de origen argelino (“indígenas”, según el apelativo oficial), cuando excepcio‐nalmente ingresaban al liceo, pues ni siquiera entonces escogían todos el árabe co‐mo disciplina lingüística. Entre quienes optaban por él, había, me parece, pequeños franceses de Argelia de origen no urbano, hijos de colonos provenientes del “inte‐rior”. De acuerdo con los consejos o el deseo de sus padres, necesidad convertida en ley, pensaban de antemano que algún día necesitarían esa lengua por razones técnicas o profesionales: entre otras cosas, para poder hacerse entender, es decir, también escuchar y, en rigor de verdad, obedecer, por sus obreros agrícolas.
Todos los demás, entre los que yo me contaba, sufrían pasivamente la inter‐dicción. Ésta representaba básicamente la causa, así como el efecto —el efecto bus‐cado, por lo tanto— de la inutilidad creciente, de la marginalidad organizada de esas lenguas, el árabe y el berbere. Su debilitamiento fue calculado por una política colonial que aparentaba tratar a Argelia como el conjunto de tres departamentos franceses.
Tampoco quiero, nuevamente, analizar frontalmente esta política, y no que‐rría valerme con demasiada facilidad de la palabra “colonialismo”. Toda cultura es originariamente colonial. No consideremos únicamente la etimología para recor‐darlo. Toda cultura se instituye por la imposición unilateral de una alguna “políti‐ca” de la lengua. La dominación, es sabido, comienza por el poder de nombrar, de imponer y de legitimar los apelativos. Se sabe qué ocurrió con el francés en la mis‐ma Francia, en la Francia revolucionaria tanto o más que en la Francia monárquica. Esta intimación soberana puede ser abierta, legal, armada o bien solapada, disimu‐lada tras las coartadas del humanismo “universal”, y a veces de la hospitalidad más generosa. Siempre sigue o precede a la cultura, como su sombra.
No se trata de borrar así la especificidad arrogante o la brutalidad traumati‐zante de lo que se denomina la guerra colonial moderna y “propiamente dicha”, en el momento mismo de la conquista militar o cuando la conquista simbólica prolon‐ga la guerra por otros medios. Al contrario. Algunos, entre los que me cuento, hi‐cieron la experiencia de la crueldad colonial desde los dos lados, por decirlo así.
Pero también allí revela ejemplarmente la estructura colonial de toda cultura. Da testimonio de ello como mártir, y “en carne viva”.
El monolingüismo del otro sería en primer lugar esa soberanía, esa ley llega‐da de otra parte, sin duda, pero también y en principio la lengua misma de la Ley. Y la Ley como Lengua. Su experiencia sería aparentemente autónoma, porque debo hablar esta ley y adueñarme de ella para entenderla como si me la diera a mí mis‐mo; pero sigue siendo necesariamente —así lo quiere, en el fondo, la esencia de to‐da ley— heterónoma. La locura de la ley alberga su posibilidad permanentemente en el hogar de esta auto‐heteronomia.
El monolingüismo impuesto por el otro opera fundándose en ese fondo, aquí por una soberanía de esencia siempre colonial y que tiende, reprimible e irre‐primiblemente, a reducir las lenguas al Uno, es decir, a la hegemonía de lo homo‐géneo. Se lo comprueba por doquier, allí donde esta homo‐hegemonía sigue en ac‐ción en la cultura, borrando los pliegues y achatando el texto. Para ello, el mismo poderío colonial, en el fondo de su fondo, no necesita organizar iniciativas especta‐culares: misiones religiosas, buenas obras filantrópicas o humanitarias, conquistas de mercados, expediciones militares o genocidas.
Van a acusarme de mezclarlo todo. ¡Claro que no! Pero sí, se puede y se de‐be, al mismo tiempo que se tiene cuidado con las distinciones más rigurosas, al mismo tiempo que se respeta el respeto de lo respetable, no perder de vista esta os‐cura potencia común, esta pulsión colonial que habrá comenzado por insinuarse —sin demorar nunca en invadirlo— en lo que se denomina con una expresión usada hasta el agotamiento: “¡La relación con el otro!” o “¡la apertura al otro.!”
Pero por esta misma razón, el monolingüismo del otro quiere decir además otra cosa, que se descubrirá poco a poco: que de todas maneras no se habla más que una lengua, y no se la posee. Nunca se habla más que una lengua, y ésta, al vol‐ver siempre al otro, es, disimétricamente, del otro, el otro la guarda. Venida del otro, permanece en el otro, vuelve al otro.
Desde luego, una vez obstruido el acceso a la lengua y la escritura de ese otro —aquí el árabe o el berbere—, como a toda la cultura que es inseparable de él, la inscripción de ese límite no podía no dejar huellas. Debía multiplicar en particu‐lar los síntomas de una fascinación en la práctica aparentemente común y privile‐giada del francés. La lengua sustraída —el árabe o el berbere, para empezar— se convertía sin duda en la más extranjera.
Pero ese privilegio no funcionaba sin alguna singular y confusa proximidad. A veces me pregunto si esa lengua desconocida no es mi lengua predilecta. La pri‐mera de mis lenguas predilectas. Y colocada una de ellas (porque confieso tener más de una), me gusta escucharla, sobre todo, fuera de toda “comunicación”, en la solemnidad poética del canto o la plegaria.
A partir de ello, me resultará mucho más difícil mostrar que la lengua fran‐cesa nos estaba igualmente interdicta. Igualmente pero, debo admitirlo, de otra manera.
En segundo lugar, la interdicta. Lo repito, esta experiencia pasa todavía y sobre todo por la escuela. Puede verse en ella una historia de patio y clase, pero de patio y clase escolares.* Un fenómeno tal debía distribuirse de acuerdo con varios lugares de generalidad. Giraba en torno de círculos, los círculos a la vez excéntricos y con‐céntricos de clausuras sociolingüísticas. Para los alumnos de la escuela francesa en Argelia, ya se tratase de argelinos de origen, “nativos franceses”,8 “ciudadanos franceses de Argelia” o que hubieran nacido en ese medio de los judíos del país que eran a la vez o sucesivamente lo uno y lo otro (“judíos indígenas”, como se decía bajo la Ocupación sin ocupación, judíos indígenas y no obstante franceses durante un cierto tiempo), el francés era una lengua supuestamente materna pero cuya fuente, normas, reglas y ley se situaban en otra parte. Se remitían a otra parte, diríamos para evocar o invertir el título de nuestro coloquio.** Otra parte, es decir, en la Metrópoli. En la Ciudad‐Capital‐Madre‐Patria. En ocasiones se decía Francia, pero la mayor parte de las veces la Metrópoli, al menos en la lengua oficial, en la retórica impuesta de los discursos, los diarios, la escuela. En cuanto a mi familia, y casi siempre en otros lados, entre sus miembros se hablaba de “Francia” (“aquellos pueden pagarse vacaciones en Francia”, “proseguirá sus estudios en Francia”, “se hará un tratamiento en Francia, por lo común en Vichy”, “ese profesor viene de Francia”, “este queso viene de Francia”).
La metrópoli, la Ciudad‐Capital‐Madre‐Patria, la ciudad de la lengua mater‐na: he aquí un lugar que representaba, sin serlo, un país lejano, cercano pero leja‐no, no extranjero, eso sería demasiado simple, sino extraño, fantástico y espectral. En el fondo, me pregunto si una de mis primeras y más imponentes figuras de la espectralidad, la espectralidad misma, no fue Francia; quiero decir, todo lo que lle‐vaba ese nombre (si se supone que un país y lo que lleva el nombre de un país sean alguna vez otra cosa, aun para los patriotas más insospechables; sobre todo para ellos, quizás).
* Téngase en cuenta en este pasaje el doble significado de cour, patio y corte (tanto tribunalicia como real) (n. del t.).
8 Sobre esta noción jurídica, como sobre la extraordinaria historia de la ciudadanía en Arge‐lia (que por lo que sé no tiene, stricto sensu, otro equivalente en el mundo), remito al luminoso artículo de Louis‐Augustin Barriere, “Le puzzle de la citoyenneté en Algérie”, publicado en la revis‐ta del Gisti (Plein droit, n° 29‐30, noviembre de 1995), a la que, de paso, quiero saludar por su traba‐jo, hoy en día ejemplar. Ese artículo comienza así (pero hay que leerlo todo): “Hasta la Liberación, los musulmanes de Argelia no eran considerados sino como nativos franceses y no como ciudada‐nos franceses. Esta distinción se explicaba por la historia”.
** “Renvois d’ailleurs”, en que renvoi, además de eco o reflejo, es también remisión (n. del t.).
Un país de sueño, por lo tanto, a una distancia inobjetivable. En cuanto mo‐delo del bien hablar y del bien escribir, representaba la lengua del amo (por otra parte, creo no haber reconocido nunca otro soberano en mi vida). El amo asumía en primer lugar y en particular la figura del maestro* de escuela. De tal modo, éste podía representar dignamente, bajo los rasgos universales de la buena República, al amo en general. Completamente a la inversa que en el caso de un niño francés de Francia, la Metrópoli era la Otra Parte, a la vez una plaza fuerte y un lugar muy otro. Desde el emplazamiento irreemplazable de ese Allá Lejos mítico, había que intentar —en vano, desde luego— medir la distancia infinita o la proximidad in‐conmensurable del hogar invisible pero radiante del que nos llegaban los paradig‐mas de la distinción, la corrección, la elegancia, la lengua literaria u oratoria. La lengua de la Metrópoli era la lengua materna, en verdad el sustituto de una lengua materna (¿hay alguna vez otra cosa?) como lengua del otro.
Para el niño provenzal o bretón existe, por supuesto, un fenómeno análogo. París puede cumplir siempre ese papel de metrópoli y ocupar ese lugar para un pro‐vinciano, como los barrios elegantes para ciertos suburbios. París es también la ca‐pital de la literatura. Pero el otro ya no tiene en ese caso la misma trascendencia del allá lejos, el alejamiento del estar en otra parte, la autoridad inaccesible de un amo que habita en ultramar. Le falta un mar.
Puesto que nosotros lo sabíamos con un saber oscuro pero seguro: Argelia no era en absoluto la provincia ni Argel un barrio popular. Para nosotros, desde la infancia, Argelia era también un país, Argel una ciudad en un país, en un sentido turbio de esta palabra que no coincide ni con el Estado ni con la nación ni con la religión y ni siquiera, me atrevería a decir, con una auténtica comunidad. Y en ese “país” de Argelia veíamos además reconstituirse el simulacro espectral de una es‐tructura capital/provincia (“Argel/el interior”, “Argel/Orán”, “Argel/Constantina” “Argel‐ciudad/Argel‐suburbios”, barrios residenciales, en general en las altu‐ras/barrios pobres, a menudo más abajo).
* “Maître”, amo, forma parte de “maître d’école”, maestro (n. del t.).
Acabamos de describir, tal vez, un primer círculo de generalidad. Entre el modelo llamado escolar, gramatical o literario, por una parte, y la lengua hablada, por la otra, estaba el mar, un espacio simbólicamente infinito, una sima para todos los alumnos de la escuela francesa de Argelia, un abismo. Recién lo atravesé, cuer‐po y alma o cuerpo sin alma (empero, ¿lo habré salvado alguna vez, salvado de otra manera?), en una travesía en barco, el Ville d’Alger, a los diecinueve años. Pri‐mer viaje, primera travesía de mi vida, veinte horas de mareos y vómitos; antes, una semana de angustia y lágrimas de niño en el siniestro internado del “Baz’Grand” (en la “khâgne”* del liceo Louis‐le‐Grand y en un barrio del que desde entonces prácticamente nunca salí).
De tal modo podría “contarse” hasta el infinito —ya se comenzó a hacerlo aquí o allá— lo que nos “contaban”, justamente, de la “historia de Francia”; enten‐damos con ello lo que se enseñaba en la escuela con el nombre de “historia de Francia”, una disciplina increíble, una fábula y una biblia, pero una doctrina de adoctrinamiento casi imborrable para los niños de mi generación. Sin hablar de la geografía: ni una palabra sobre Argelia, ni una sola acerca de su historia y su geo‐grafía, cuando podíamos dibujar con los ojos cerrados las costas de Bretaña o el es‐tuario del Gironda. Y teníamos que conocer a fondo, en general y en detalle —y en verdad los recitábamos de memoria—, los nombres de las capitales de todos los de‐partamentos franceses, los más pequeños afluentes del Sena, el Ródano, el Loira o el Garona, sus fuentes y desembocaduras. Esos cuatro ríos invisibles tenían poco más o menos la potencia alegórica de las estatuas parisinas que los representan, a las que descubrí mucho más tarde con un estallido de carcajadas: me encontraba frente a la verdad de mis lecciones de geografía. Dejémoslo ahí. Me contentaré con algunas alusiones a la literatura. En el fondo, es la primera cosa que recibí de la en‐señanza francesa en Argelia, la única, en todo caso, que me gustó recibir. El descu‐brimiento de la literatura francesa, el acceso a ese modo de escritura tan singular que se denomina “literatura francesa”, fue la experiencia de un mundo sin conti‐nuidad sensible con aquel en que vivíamos, casi sin nada en común con nuestros paisajes naturales o sociales.
* Khâgne o cagne es la clase del liceo preparatoria para el ingreso en la Escuela Normal Superior, en la especialidad de letras (n. del t.).
Pero esta discontinuidad ahondaba otra. Y se convertía, por esa razón, en do‐blemente reveladora. Mostraba sin duda la altura que siempre separa la cultura lite‐raria —la “literariedad” como un cierto tratamiento de la lengua, el sentido y la re‐ferencia— de la cultura no literaria, aun cuando esta separación nunca se reduce a lo “puro y simple”. Pero además de esa heterogeneidad esencial, además de esa je‐rarquía universal, una formación sin contemplaciones transmitía en ese caso una división más pronunciada, la que separa la literatura francesa —su historia, sus obras, sus modelos, su culto de los muertos, sus modos de transmisión y celebra‐ción, sus “barrios elegantes”, sus nombres de autores y editores— de la cultura “propia” de los “franceses de Argelia”. Sólo se entraba en la literatura francesa per‐diendo su acento. Yo creo no haber perdido el mío, no haber perdido del todo mi acento de “francés de Argelia”. Su entonación es más evidente en ciertas situacio‐nes “pragmáticas” (la ira o la exclamación en un medio familiar o íntimo, más en privado que en público; en el fondo, un criterio bastante confiable para la experien‐cia de esta extraña y precaria distinción). Pero creo que puedo contar —me gustaría tanto— con que ninguna publicación deje aparecer nada de mi “francés de Arge‐lia”. Por el momento, y mientras no se demuestre lo contrario, no creo que en la lec‐tura, y si yo mismo no lo declaro, pueda descubrirse que soy un “francés de Arge‐lia”. De la necesidad de esta transformación vigilante conservo sin duda una espe‐cie de reflejo adquirido. No estoy orgulloso de ello, no hago de ello una doctrina, pero es así: el acento, cualquier acento francés, y ante todo el fuerte acento meridio‐nal, me parece incompatible con la dignidad intelectual de una palabra pública. (Inadmisible, ¿no es cierto? Lo confieso.) Incompatible a fortiori con la vocación de una palabra poética: haber escuchado a René Char, por ejemplo, leer sus propios aforismos sentenciosos con un acento que me pareció a la vez cómico y obsceno, la traición de una verdad, no hizo poco para desmoronar una admiración de juven‐tud.
El acento señala un cuerpo a cuerpo con la lengua en general, dice más que la acentuación. Su sintomatología invade la escritura. Es injusto, pero es así. A tra‐vés de la historia que cuento y pese a todo lo que por otra parte a veces parezco profesar, contraje, lo confieso, una inconfesable pero intratable intolerancia: no so‐porto o no admiro, al menos en francés, y solamente en cuanto a la lengua, más que el francés puro. Como en todos los dominios, en todas sus formas, nunca dejé de poner en cuestión el motivo de la “pureza” (el primer movimiento de lo que se denomina la “deconstrucción” la lleva hacia esta “crítica” del fantasma o el axioma de la pureza o hacia la descomposición analítica de una purificación que volvería a conducir a la simplicidad indivisible del origen); sólo me atrevo a confesar una vez más esta exigencia compulsiva de una pureza de la lengua en los límites de los que estoy seguro: esta exigencia no es ni ética, ni política, ni social. No me inspira nin‐gún juicio. Sólo me expone al sufrimiento cuando alguien, y puedo ser yo, carece / 40 /
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de ella. Sufro más, desde luego, cuando me sorprendo o cuando yo mismo me atra‐po en “flagrante delito” (he aquí una vez más que hablo de delito, pese a lo que acabo de negar). Sobre todo, esta exigencia sigue siendo tan inflexible que a veces excede el punto de vista gramatical, incluso pasa por alto el “estilo” para plegarse a una regla más secreta, para “escuchar” el murmullo imperioso de un orden del que alguien en mí se jacta de comprender, aun en situaciones en que él sería el único en hacerlo, en un mano a mano con el idioma, el objetivo último: la última voluntad de la lengua, en suma, una ley de la lengua que no se confiara sino a mí. Como si yo fuera su último heredero, el último defensor e ilustrador de la lengua francesa. (Escucho aquí las protestas, de diversos orígenes: ¡claro que sí, claro que sí, vamos, ríanse!) Como si procurara desempeñar ese papel, identificarme con ese héroe‐mártir‐pionero‐legislador‐forajido que no vacilaría ante nada para señalar con cla‐ridad que esa última voluntad, en su pureza imperativa y categórica, no se confun‐de con nada que esté dado (el léxico, la gramática, el decoro estilístico o poético), que no vacilaría, por lo tanto, en violar todas esas instrucciones, en quemarlo todo para entregarse a la lengua, a esta lengua.
Puesto que, lo confieso, siempre me entrego a la lengua.
Pero a la mía como a la del otro, y me entrego a ella con la intención, casi siempre premeditada, de hacer que no se escape: aquí y no allá, allá y no aquí, no para agradecer a nada que sea dado, sino únicamente por venir, y es por eso que hablo de herencia o de última voluntad.
Confieso por lo tanto una pureza que no es muy pura. Cualquier cosa me‐nos un purismo. Al menos es la única impura “pureza” cuyo gusto me atrevo a confesar. Es un gusto pronunciado por cierta pronunciación. No dejé de aprender, sobre todo al enseñar, a hablar bajo, lo que fue difícil para un “pied noir”* y en espe‐cial en mi familia, pero a hacer que ese hablar bajo dejara traslucir la retención de lo que así se retiene, a duras penas, contenido con gran esfuerzo por la esclusa, una esclusa precaria y que deja aprehender la catástrofe. En cada pasaje puede suceder lo peor.
Digo “esclusa”, esclusa del verbo y de la voz, hablé mucho de ello en otra parte, como si un maniobrero sabio, un cibernético del timbre conservara todavía la ilusión de gobernar un dispositivo y vigilar un nivel durante el tiempo de un pa‐saje. Tendría que haber hablado de dique para aguas poco navegables. Ese dique siempre amenaza con ceder. Fui el primero en tener miedo de mi voz, como si no fuera la mía, y en impugnarla, e incluso detestarla.
Si siempre temblé ante lo que podría decir, fue en el fondo a causa del tono, y no del fondo. Y lo que procuro imprimir oscuramente, como a pesar de mí, dán‐
* Apelativo que se da a los franceses de Argelia, y cuyo significado literal es “pie negro” (n. del t.).
dolo o prestándolo a los otros como a mí mismo, a mí como a los otros, es tal vez un tono. Todo declara la mora de una entonación.
Y antes aún, en lo que da su tono al tono, un ritmo. Creo que en todo es con el ritmo que me juego el todo por el todo.
Esto comienza, entonces, antes de comenzar. He aquí el origen incalculable de un ritmo. El todo por el todo pero también quien pierde gana.
Puesto que, desde luego —no lo ignoro y es lo que había que demostrar—, también contraje en la escuela este gusto hiperbólico por la pureza de la lengua. Y por lo tanto por la hipérbole en general. Una hiperbolitis incurable. Una hiperboli‐tis generalizada. En fin, exagero. Siempre exagero. Pero como en el caso de las en‐fermedades que uno se pesca en la escuela, el buen sentido y los médicos recuer‐dan que hace falta una predisposición. Debe suponerse un terreno favorable. Lo cierto es que ninguna rebelión contra ninguna disciplina, ninguna crítica de la ins‐titución escolar habrá podido hacer callar lo que siempre se parecerá en mí a una “última voluntad”, la última lengua de la última palabra de la última voluntad: ha‐blar en buen francés, en francés puro, aun en el momento de agarrárselas, de mil maneras, contra todo lo que se asocia a él y a veces contra todo lo que lo habita. Este hiperbolismo (“más francés que el francés”, más “puramente francés” de lo que lo exigía la pureza de los puristas cuando, por otra parte, me las agarro desde siempre contra la pureza y la purificación en general, y desde luego contra los “ul‐tras” de Argelia), este extremismo intemperante y compulsivo, lo contraje sin duda en la escuela, sí, en las diferentes escuelas francesas en que pasé mi vida. (Mira, es fortuito, las instituciones que me albergaron, incluso en la enseñanza llamada su‐perior, se llamaban “escuelas” con más frecuencia que “universidades”).
Pero —acabo de sugerirlo—, esta desmesura indudablemente fue en mí más arcaica que la escuela. Todo debe haber comenzado antes del jardín maternal; ten‐dría que analizarlo, por lo tanto, más cerca de mi antigüedad, cosa que aún me siento incapaz de hacer. De todas maneras necesito trasladarme a esa antigüedad preescolar para dar cuenta de la generalidad de ese “hiperbolismo” que habrá de invadir mi vida y mi trabajo. De él depende todo lo que se propone en concepto de “deconstrucción”, desde luego; bastaría aquí un telegrama que comenzara por esa “hipérbole” (es la palabra de Platón) que habría de regirlo todo, incluida la reinter‐pretación de khóra, a saber, el pasaje mismo más allá del pasaje del Bien o del Uno más allá del ser (hyperbole… epekeina tes ousias), el exceso más allá del exceso: inex‐pugnable. La misma hipérbole, sobre todo, habría de precipitar a un niño judío francés de Argelia a sentirse, y a veces a atreverse a decirse en público, hasta la raíz de la raíz, antes de la raíz y en la ultrarradicalidad, más y menos francés pero tam‐bién más y menos judío que todos los franceses, todos los judíos y todos los judíos de Francia. Y aquí, además, que todos los maghrebíes francófonos.
Si bien comprendo, créeme, lo ridículo y desfachatado de estas afirmaciones pueriles (como el “soy el último de los judíos” en Circonfession), corro el riesgo para ser honesto con mis interlocutores y conmigo mismo, con ese alguien en mí que siente así las cosas. Así y no de otra manera. Como siempre te digo la verdad, pue‐des creerme.
Naturalmente, todo eso fue un movimiento en movimiento. El proceso no dejaba de acelerarse. Las cosas cambiaron más rápidamente que el ritmo de las ge‐neraciones. Esta precipitación duró un siglo para toda Argelia, menos de un siglo para los judíos de Argelia. El relato necesitaría entonces una cuidadosa modulación diacrónica. Pero hubo un momento singular en el transcurso de la misma historia. En el caso de todos los fenómenos de ese tipo, la guerra precipita la precipitación general. Como para las etapas de la ciudadanía ofrecida o quitada, como para el progreso de la ciencia y la técnica, la cirugía y la medicina en general, la guerra si‐gue siendo un formidable “acelerador”. En plena guerra, justo después del desem‐barco de los Aliados en África del norte, en noviembre de 1942, se asiste entonces a la constitución de una especie de capital literaria de la Francia en el exilio en Argel. Efervescencia cultural, presencia de escritores “célebres”, proliferación de revistas e iniciativas editoriales. Esto también confiere una visibilidad más teatral a la lite‐ratura argelina de expresión, como suele decirse, francesa, ya se trate de escritores de origen europeo (Camus y muchos otros) o, mutación muy diferente, de los de origen argelino. Algunos años más tarde, en la huella aún brillante de ese extraño momento de gloria, me sentí como arponeado por la literatura y la filosofía france‐sa, una y otra, una u otra: flechas de metal o de madera, cuerpo penetrante de pala‐bras envidiables, temibles, inaccesibles aun cuando entraban en mí, frases de las que había que apropiarse y a la vez domesticarlas, engatusarlas [amadouer], es decir amarlas inflamándolas (la yesca [amadou] nunca está lejos), tal vez destruirlas, en todo caso marcarlas, transformarlas, cortarlas, recortarlas, forjarlas, incorporarlas al fuego, hacerlas volver de otra manera; dicho de otra manera, a sí en uno mismo.
Seamos más justos. Engatusar, en ese caso, era un sueño, sin duda. Sigue siéndolo. ¿Qué sueño? No dañar la lengua (no hay nada que respete y ame tanto), no lastimarla o herirla en uno de esos movimientos de revancha de los que hago aquí mi tema (sin poder determinar nunca el lugar del resentimiento, quién se ven‐ga de quién, y en primer término si estos celos vengadores no cargan, desde el ori‐gen, con la lengua misma), no maltratarla en su gramática, su sintaxis, su léxico, en el cuerpo de reglas o normas que constituyen su ley, en la erección que la constituía a sí misma en ley. Pero el sueño que debía empezar a soñarse entonces era tal vez hacer que a esta lengua le pasara algo. Deseo de hacerla pasar aquí al hacer que le pasara algo, a esa lengua que permanecía intacta, siempre venerable y venerada, adorada en la oración de sus palabras y en las obligaciones que se contraen en ellas, al hacer que le pasara, por lo tanto, algo tan interior que ya no estuviera siquiera en condiciones de protestar sin tener que hacerlo al mismo tiempo contra su propia emanación, que no pudiera oponerse de otra manera que mediante horri‐bles e inconfesables síntomas, algo tan interior que llegara a gozar con ello como de sí misma en el momento de perderse encontrándose, convirtiéndose en sí misma, como el Uno que se da vuelta, que vuelve a su hogar, en el momento en que un huésped incomprensible, un recién llegado sin origen atribuible hiciera que la mencionada lengua llegara a él, obligándola entonces a hablar —a ella misma, la lengua— en su lengua, de otra manera. Hablar por sí sola. Pero para él y según él, guardando ella en su cuerpo el archivo imborrable de ese acontecimiento: no un hi‐jo, necesariamente, sino un tatuaje, una forma espléndida, oculta bajo la ropa, don‐de la sangre se mezcla con la tinta para hacerlo ver de todos los colores.9 El archivo encarnado de una liturgia cuyo secreto nadie delatara. Del que, en realidad, ningún otro pudiera apropiarse. Ni siquiera yo, que estaría, no obstante, en el secreto.
Aún debo soñar con ello, en mi “nostalgeria”.*
Había tenido que llamar a eso mi independencia de Argelia.
Pero, como ya lo dije, no había allí más que un primer círculo de generali‐dad, un programa común a todos los alumnos, desde el momento en que éstos se encontraban sometidos a esa pedagogía del francés y eran formados por ella. Desde el momento en que se encontraban en una palabra.**
Dentro de ese conjunto, privado en sí mismo de modelos de identificación fácilmente accesibles, puede distinguirse uno de los subconjuntos al que hasta cier‐to punto yo pertenecía. Sólo hasta cierto punto, ya que en cuanto se trata de cultu‐ra, lengua o escritura, el concepto de conjunto o de clase ya no puede dar lugar a una tópica simple de exclusión, inclusión o pertenencia. Ese cuasi subconjunto, en consecuencia, sería el de los “judíos indígenas”, como se decía precisamente en esa
9 En el momento de releer las pruebas de imprenta, veo en televisión una película japonesa cuyo tí‐tulo desconozco y que cuenta la historia de un artista del tatuaje. Su obra maestra: un tatuaje inau‐dito con que cubre la espalda de su mujer al hacerle el amor por atrás, ya que comprende que ésa es la condición de su “ductus”. Lo vemos hundir la punta de su pluma hiriente mientras la mujer, echada boca abajo, vuelve hacia él un rostro suplicante y doloroso. Ella lo abandona a causa de esta violencia. Pero más adelante le envía, sin que en principio el hombre lo reconozca, el hijo suyo que llevaba en su seno, para que, a su vez, haga de él un maestro del tatuaje. De allí en más, el padre ar‐tista sólo podrá hacer sus obras en la espalda de otra mujer acostada sobre su hijo, un hijo bello co‐mo un dios, un hijo al que todavía no reconoció pero a quien llama por su nombre en cada momen‐to de gran dolor; llamado que es una orden, para que en compensación dé más placer a la joven, so‐porte o sujeto de la operación, tela sufriente, pasión de la obra maestra. El desenlace es terrible; no lo diré, pero sólo sobrevive la mujer, y por lo tanto la obra de arte. Y la memoria de todas las pro‐mesas. Ella no puede ver directamente y sin espejo la obra de arte que lleva en sí, pero ésta subsiste en su mismo cuerpo, al menos por un tiempo. Permanentemente por un tiempo limitado, desde lue‐go.
* Nostalgérie, combinación de “nostalgia” y “Argelia”, en francés Algérie (n. del t.).
** Mot, palabra, no parole, también palabra (n. del t).
época. Ciudadanos franceses desde 1870 y hasta las leyes de excepción de 1940, no podían identificarse verdaderamente, en el doble sentido de “identificarse uno mis‐mo” e “identificarse con” el otro. No podían identificarse de acuerdo con modelos, normas o valores cuya formación les era ajena, por ser francesa, metropolitana, cristiana, católica. En el medio en que yo vivía, se decía “los católicos”, se llamaba “católicos” a todos los franceses no judíos, aunque a veces fueran protestantes o, ya no lo sé, ortodoxos: “católico” significaba todo lo que no era ni judío, ni berebere ni árabe. Así, pues, esos jóvenes judíos indígenas no podían identificarse fácilmente ni con los “católicos” ni con los árabes o bereberes cuyas lenguas, en esa genera‐ción, en general no hablaban. Dos generaciones antes, algunos de sus abuelos toda‐vía hablaban árabe, al menos cierto tipo de árabe.
Pero ya ajenos a las raíces de la cultura francesa, aun cuando fuera ésa su única cultura adquirida, su única instrucción escolar y sobre todo su única lengua, aún más radicalmente ajenos, en su mayor parte, a las culturas árabe o berebere, la mayoría de esos jóvenes “judíos indígenas”, por añadidura, eran también ajenos a la cultura judía: alienación del alma, extrañamiento sin fondo, una catástrofe; otros dirían también una oportunidad paradójica. Tal habría sido, en todo caso, la incul‐tura radical de la que sin duda jamás salí. De la que salgo sin haber salido, al salir por completo sin haber salido nunca del apuro.
También allí una especie de interdicción habría de imponer su ley no es‐crita. Desde fines del siglo pasado, con el otorgamiento de la ciudadanía francesa, la asimilación, como suele decirse, y la aculturación, la sobrepuja afiebrada de un “afrancesamiento” que fue también un aburguesamiento, fueron tan frenéti‐cas y además tan despreocupadas que la inspiración de la cultura judía pareció sucumbir a una asfixia: estado de muerte aparente, suspensión de la respira‐ción, síncope, detención del pulso. Pero no era ése más que uno de los dos sínto‐mas alternados de la misma afección, ya que, un instante después, el pulso pare‐cía desbocarse, como si la misma “comunidad” hubiera sido drogada, intoxicada, embriagada, en todo caso, por la nueva riqueza. Miles de signos lo muestran, y al mismo tiempo su recuerdo se había vaciado o transferido, trasvasado. La comu‐nidad se sofocaba hasta el último aliento, pero para incorporarse a otra a toda prisa. A menos que ese movimiento se hubiera iniciado antes, y hubiese expues‐to de antemano a esta comunidad judía a la expropiación colonial. No estoy en condiciones, justa y espontáneamente, de poner a prueba esta última hipótesis: porque llevo en negativo, por así decirlo, la herencia de esa amnesia a la cual nunca tuve el valor, la fuerza, los medios de resistirme, y porque sería preciso un trabajo de historiador original del que me siento incapaz. Tal vez a causa de eso mismo.
Esta incapacidad, esta memoria discapacitada, verdaderamente son aquí el tema de mi queja. Son mi aflicción. Puesto que, tal como creí percibirlo en la adolescencia, cuando empezaba a comprender un poco lo que pasaba, esa heren‐cia ya había llegado a la esclerosis, incluso a la necrosis, en comportamientos ritua‐les cuyo sentido ni siquiera era ya legible para la mayoría de los judíos de Argelia. Yo tenía que vérmelas, pensaba entonces, con un judaísmo de “signos exteriores”. Pero no podía rebelarme y, créeme, me rebelaba contra lo que consideraba como gesticulaciones, en particular los días de fiesta en las sinagogas, no podía enfure‐cerme sino a partir de lo que era ya una insidiosa contaminación cristiana: la creen‐cia respetuosa en la interioridad, la preferencia por la intención, el corazón, el espí‐ritu, la desconfianza con respecto a una literalidad o una acción objetiva entregada a la mecanicidad del cuerpo, en suma, una denuncia tan convencional del farise‐ísmo.
No insisto en esas cosas demasiado conocidas y de las que estoy muy de vuelta. Pero las evoco al pasar solamente para señalar que yo no era el único afecta‐do por esa “contaminación” cristiana. Los comportamientos sociales y religiosos, los mismos rituales judíos, en su objetividad sensible, a menudo estaban marcados por ella. Se imitaba a las iglesias, los rabinos llevaban una sotana negra y el perti‐guero o suizo (chemasch) un bicornio napoleónico; la “bar mitzva” se llamaba “co‐munión” y la circuncisión “bautismo”. Las cosas cambiaron un poco desde enton‐ces, pero yo me refiero a los años treinta, cuarenta, cincuenta…
En cuanto a la lengua, en sentido restringido, ni siquiera podíamos recurrir a algún sustituto familiar, a algún idioma interior a la comunidad judía, a una es‐pecie de lengua de retiro que hubiera asegurado, como el yiddish, un elemento de intimidad, la protección de una “casa propia” contra la lengua de la cultura oficial, una ayuda complementaria en situaciones sociosemióticas diferentes. El “ladino” no se practicaba en la Argelia que yo conocí, en particular en las grandes ciudades como Argel, donde estaba concentrada la población judía.10
10 De suponer que estas modestas reflexiones se proponen aportar un ejemplo bastante común, en suma, a la documentación de un futuro estudio general, y de suponer también que éste será de tipo histórico o socioantropológico, en estas hipótesis que aquí seguirán siendo tales podría verse el anuncio, entonces, de una taxonomía o una tipología general. Su título más ambicioso podría ser: El monolingüismo del huésped. Los judíos del siglo XX, la lengua materna y la lengua del otro, en ambas orillas del Mediterráneo. Desde la costa de esta larga nota, es como si yo tuviera a la vista la otra ribera del judaísmo, sobre otro litoral otro del Mediterráneo, en unos lugares que me son aún más ajenos, de otra manera, que la Francia cristiana.
Sus figuras más conocidas y más justamente célebres serían europeas por nacimiento. Y to‐das “askenazis”. Cosa que plantea ya numerosos problemas. ¿Cuál sería la vertiente “sefaradí” de esta tipología? Además, la diversidad de esas figuras askenazis de Europa exige una taxonomía en‐marañada (que intento estudiar en un seminario sobre la hospitalidad y a la cual espero consagrar algún día una investigación). Antes de decir unas palabras, por más insuficientes y fuera de proporción que sean, desde luego, acerca de sólo algunas entre las aventuras que fueron inmensas y singu‐lares (de Kafka a Lévinas, de Scholem a Adorno, de Benjamin a Celan y Arendt), recordemos en pri‐mer lugar la situación de Franz Rosenzweig. En primer lugar, porque éste propuso una puesta en perspectiva general de nuestro problema; desplegó la cuestión de los judíos y de “su” lengua extran‐jera, por decirlo así. Lo hizo de manera más “teórica” y formalizada. Ya se suscriban o no, sus inter‐pretaciones ofrecen una especie de topografía sistemática y por ello tanto más preciosa.
1. Rosenzweig, entonces. Para empezar, el “pueblo eterno”, a diferencia de todos los demás, “no co‐mienza por la autoctonía”. El “padre de donde surgió Israel era un inmigrante” (L’Étoile de la rédem‐ption, traducción francesa de A. Derczanski y J. L. Schlegel, París, Seuil, 1982, pág. 354). Ya está pri‐vado de un “hogar propio” en el que “dormir”, salvo la tierra santa o sagrada cuya propiedad, por otra parte, sólo corresponde a Dios (pág. 355). Y, sobre todo, no es propietario exclusivo de una len‐gua; sólo tiene la del anfitrión: “El pueblo eterno ha perdido su lengua propia (seine eigne Sprache verloren hat)”, “habla en todas partes la lengua de sus destinos exteriores, la lengua del pueblo con el que reside como huésped (bei dem es etwa zu Gaste wohnt), por ejemplo; y cuando no reivindica el derecho a la hospitalidad (das Gastrecht), sino que vive para sí en colonias cerradas [in geschlossener Siedlung: no se trata aquí de colonia de ‘colonización’ sino, en el sentido amplio, de habitación o aglomeración], habla la lengua del pueblo del que ha recibido, al dejarlo, la fuerza de emprender esa marcha [Siedeln, ese establecimiento]; nunca posee esa lengua debido a su pertenencia a la mis‐ma sangre sino, siempre, como la lengua de inmigrantes llegados de todas partes: el ‘judeoespañol’ [‘dzudezmo’] en los Balcanes y el ‘tatsch’ [otro nombre del yiddish] en Europa del este son simple‐mente los casos más conocidos en la actualidad. En tanto que todos los otros pueblos, por consi‐guiente, se identifican con su lengua propia y ésta se deseca en sus labios el día en que dejan de ser pueblo, el pueblo judío ya no se identifica nunca enteramente con la lengua que habla (wächst das jüdische Volk mit den Sprachen, die es spricht, nie mehr ganz zusammen)”.
Y luego de un juicio que merecería más de una sospecha inquieta, como ocurre, por otra parte, con todo su discurso sobre la sangre —a veces, uno y otro parecen a punto de confundirse, involuntariamente, desde luego, aunque con mucha imprudencia, con consignas antisemitas—, Rosenzweig concluye que “esa lengua… no es la suya (nicht die eigene ist: no es la lengua propia)”: “Aun en los lugares donde se habla la lengua del anfitrión que lo acoge (die Sprache des Gatsvolks), un vocabulario propio o al menos una selección específica en el vocabulario común, giros propios, un sentimiento propio de lo que es hermoso o feo en la lengua en cuestión, todo eso delata que esa lengua… no es la suya” (pág. 356).
Así como hay una tierra santa (la suya, pero de todas maneras inapropiable, sólo alquilada, prestada por Dios, su único propietario legítimo), del mismo modo la lengua santa no es suya sino en la medida en que no la “habla” y en tanto que en la plegaria (pues en ella “no puede más que orar”) aquélla sólo está allí para atestiguar: “testimonio” (Zeugnis) de que “su vida lingüística se siente siempre en tierra extranjera y que su patria lingüística personal (seine eigentliche Sprachheimat) se sabe en otra parte, en el ámbito de la lengua santa, inaccesible al lenguaje cotidiano”.
[Tal vez vuelva a hablar en otro lado (en Les yeux de la langue. L’abîme et le volcan, de próxima aparición) de la carta que Scholem le escribió a Rosenzweig como homenaje el día de su cumplea‐ños, en diciembre de 1926 (“Une lettre inédite de Gerschom Scholem á Franz Rosenzweig. Á propos de notre langue. Une confession”, notable texto editado y traducido por Stéphane Mosés en Archives de sciences sociales des religions, 60 [l], julio‐septiembre de 1985, págs. 83‐84. Seguía a esta traducción, que citaremos, un valioso artículo de S. Mosés, “Langage et sécularisation chez Gerschom Scho‐lem”).
Esta “Confesión con respecto a nuestra lengua” (Bekenntnis über unsere Sprache) confesaba angustia frente a las erupciones volcánicas que amenazaban provocar algún día la modernización, la secularización y más precisamente la “actualización” (Aktualisierung) del hebreo sagrado: “Ese país es un volcán donde herviría el lenguaje (Das Land ist ein Vulkan. Es beherbergt die Sprache). […] Existe otro peligro, mucho más inquietante (unheimlicher) que la nación árabe, y que es una conse‐cuencia necesaria de la empresa sionista: ¿qué pasa con la ‘actualización’ de la lengua hebrea? ¿Esa lengua sagrada con que se alimenta a nuestros hijos no constituye un abismo (Abgrund) que no deja‐rá de abrirse algún día? […] ¿No se correrá el riesgo de ver cómo, algún día, la potencia religiosa de ese lenguaje se vuelve violentamente contra quienes lo hablan? […] En lo que se refiere a nosotros, vivimos dentro de nuestra lengua, semejantes —la mayoría— a ciegos que caminaran por encima de un abismo. Pero cuando se nos devuelva la vista, a nosotros y a nuestros descendientes, ¿no cae‐remos en el fondo de ese abismo? Nadie puede saber, además, si el sacrificio de quienes sean ani‐quilados en esa caída bastará para volver a cerrarlo”.
Del fondo de ese abismo (Abgrund) cuya figura no deja de reaparecer, al menos cinco veces en esa carta de dos páginas, sube una voz espectral. La lógica de la obsesión no se alía fortuitamente a una lingüística del nombre. Scholem, como otros —Benjamin o Heidegger, por ejemplo—, deter‐mina la esencia del lenguaje —digamos también de la lengua (Sprache)— a la vez desde la sacralidad y desde la nominación; en pocas palabras, desde los nombres sagrados, desde la fuerza del nombre sacrosanto: “El lenguaje es nombre (Sprache ist Namen). Es en el nombre donde se refugia la poten‐cia del lenguaje, es en él donde está sellado el abismo que encierra (Im Namen ist die Macht der Spra‐che beschlossen, ist ihr Abgrund versigelt)”.
Desde la pérdida de los nombres sagrados, desde su desaparición aparente, su espectrali‐dad regresa, vuelve a atormentar nuestro pobre discurso. “Es cierto, la lengua que hablamos es ru‐dimentaria, casi espectral (wir freilich sprechen eine gespenstische Sprache). Los nombres habitan como espectros nuestras frases; escritores o periodistas juegan con ellos y fingen creer —o fingen hacer creer a Dios— que todo eso no tiene importancia (es habe nichts zu bedeuten). Y sin embargo, en esta lengua envilecida y espectral, a menudo parece hablarnos la fuerza de lo sagrado (die Kraft des Heiligen). Pues los nombres tienen vida propia. Si no la tuvieran, desdichados nuestros hijos, que se verían entonces entregados sin esperanza a un porvenir vacío.”
Scholem nombra en más de una ocasión el peligro de esta pérdida: veredicto y apocalipsis; en suma, la verdad de un juicio final de la historia.]
¿Cómo situar entonces el discurso del primer destinatario de esta extraña carta? ¿Desde qué lugar entender a Rosenzweig, cuya L’Étoile de la rédemption (1921) ya había aparecido y a la que Scholem, que no tardó en malquistarse con su autor, tenía por “una de las creaciones más importan‐tes del pensamiento religioso judío de nuestro siglo” (De Berlin á Jérusalem, traducción de S. Bollack, París, Albin Michel, 1984, págs. 199‐200)?
Dos observaciones mínimas sobre las únicas características que podemos retener aquí: cua‐lesquiera sean el radicalismo y la generalidad de esta desapropiación de la lengua atribuida al “pueblo judío”, Rosenzweig, podríamos aventurarnos a decir, la atenúa de tres maneras, que desig‐nan también tres reapropiaciones interdictas al “judío francés de Argelia” que habla y del que hablo aquí.
a. Rosenzweig recuerda que el judío puede todavía apropiarse y amar la lengua del anfi‐trión como la suya propia en un país que es el suyo, y sobre todo en un país que no es una “colonia”, una colonia de colonización o de invasión guerrera. Rosenzweig indicó su apego sin reservas a la lengua alemana, a la lengua de su país. Lo hizo de todas las maneras, y al punto de traducir la Biblia al alemán. Rivalidad respetuosa y aterrorizada con Lutero, “Gastgeschenk”, agradecimiento y testimonio de huésped que da gracias por la hospitalidad recibida, dice Scholem —de nuevo él— un día, en Jerusalén, en Israel, más de treinta años después, en 1961. Scholem se dirigía entonces a Buber, colaborador de Rosenzweig en la traducción de la Biblia, y jugaba con esa palabra, Gastges‐chenk, con tanta admiración convencional como ironía y escepticismo hacia el presunto par “judío‐alemán”. Ese Gastgeschenk, a saber, una traducción, la traducción de un texto sagrado, agrega enton‐ces Scholem, “será más bien —digo esto no sin desagrado— la piedra sepulcral de una relación que fue aniquilada por una catástrofe pavorosa. Los judíos para quienes ustedes emprendieron esa tra‐ducción ya no están, y aquellos de sus hijos que escaparon a esa catástrofe ya no leen en alemán […]. El contraste que existía entre el lenguaje corriente de 1925 y el de su traducción no se atenuó en el transcurso de los últimos treinta y cinco años; diría al contrario que se incrementó”.
Una traducción de la Biblia como piedra sepulcral, una piedra sepulcral en lugar de un don del huésped o un obsequio de hospitalidad (Gastgeschenk), una cripta funeraria para agradecer por una lengua, la tumba de un poema en memoria de una lengua dada, una tumba que engloba tantas otras, incluidas todas las de la Biblia, incluida la de los Evangelios (y Rosenzweig nunca estuvo lejos de devenir cristiano), el don de un poema como ofrenda de una tumba que, se sabrá algún día, po‐dría ser un cenotafio: ¡qué oportunidad para conmemorar un monolingüismo del otro! ¡Qué santua‐rio —y qué sello— para tantas lenguas!
Scholem insinúa cortésmente la sospecha del cenotafio, pero es verdad que, al final de esta misiva extraordinaria, también a él le resulta ciertamente preciso citar además a Hölderlin, y dar a su turno, al inolvidable poema de la lengua alemana, un saludo que aquí creo memorable. Todavía se dejan oír en ella la promesa o el llamado: “En cuanto al uso que los alemanes harán de aquí en más de su traducción, ¿quién podría predecirlo? Puesto que en la vida de los alemanes ocurrió mu‐cho más que todo lo que Hölderlin podía prever cuando escribía:
Und nicht übel ist, wenn einiges
verloren gehet, und von der Rede
verhullet der lebendige Laut
(No está mal si algo / sufre la perdición y del discurso / la viva voz llega a velarse.)
Esa viva voz que ustedes quisieron hacer vibrar desde el seno de la lengua alemana se veló. ¿Habrá todavía alguien que la escuche?”.
Esta pregunta parece estremecer las últimas palabras de la alocución de Jerusalén (cf. Gershom G. Scholem, “L’achèvement de la traduction de la Bible par Martin Buber”, alocución pro‐nunciada en Jerusalén en febrero de 1961, en Le Messianisme juif. Essais sur la spiritualité du judaisme, París, Calmann‐Lévy, 1974, traducción de Bernard Dupuy levemente modificada, págs. 441‐447).
b. Rosenzweig recuerda también las lenguas “judías” que son pese a todo el judeoespañol y el yiddish cuando se las habla efectivamente.
c. Por último, recuerda la lengua sagrada, la lengua de la plegaria que sigue siendo una len‐gua propia del pueblo judío cuando éste la practica, la lee y la comprende, al menos en la liturgia.
Ahora bien, para mantenernos en el punto de vista taxonómico así privilegiado, la situación típica del judío franco‐maghrebí que intento describir es aquella en la cual —destaquémoslo una vez más— la expropiación llega a la pérdida de estos tres recursos:
a. El francés “auténtico” (el judío franco‐maghrebí disponía de un francés aparentemente “materno”, tal vez, pero no metropolitano, un francés de colonizado, cosa que no fue el alemán de Rosenzweig, como tampoco el de los judíos askenazis de Europa);
b. El judeoespañol (que ya no se empleaba);
c. La lengua sagrada, que, en los casos en que todavía se pronunciaba en la oración, las más de las veces no se enseñaba ni auténtica ni ampliamente, y por lo tanto tampoco se comprendía, sal‐vo excepciones.
2. Arendt. La ética de la lengua de ese judío alemán que fue Rosenzweig no fue la de una judía ale‐mana llamada Hannah Arendt. No había para ella ningún recurso, ni en la lengua sagrada ni en un nuevo idioma como el yiddish, sino un apego indesarraigable a una lengua materna única, el ale‐mán. (En una medida limitada que no analizaremos aquí, su experiencia sería análoga a la de Ador‐no. En Was ist deutsch? [que en principio, en 1965, fue una entrevista radiofónica; traducción france‐sa de M. Jimenez y E. Kaufholz, en Modales critiques, París, Payot, 1984, pág. 220 y sigs.], éste da a entender claramente que toleró mal la coacción del inglés y el exilio lingüístico, un exilio que inclu‐so rompió, a diferencia de Arendt, al volver a Alemania, donde pudo reencontrar una lengua a la que no cesa de reconocer un privilegio “metafísico”, pág. 229.)
Son conocidas las famosas declaraciones de Arendt sobre ese tema en “Qu’est‐ce qui reste? Reste la langue maternelle” (Was bleibt? Es bleibt die Muttersprache, entrevista con Günter Gaus que se difundió en 1964 por la televisión alemana y obtuvo, hay que señalarlo, un premio en ese país, el Adolf Grimme; fue publicada en 1965 en Günter Gaus, Zur Person, Munich; en francés en La tradi‐tion cachée, le Juif comme paria, traducción de Sylvie Courtine‐Denamy, París, Bourgois, 1987). Arendt responde a la vez de manera débil, ingenua y culta cuando se le pregunta sobre su apego a la len‐gua alemana. ¿Habrá sobrevivido éste al exilio estadounidense, a su enseñanza y a sus publicacio‐nes en angloamericano, e incluso “a los momentos más amargos”? “Siempre”, contesta sin rodeos ni vacilaciones. La respuesta parece sostenerse en principio en una palabra, immer. Siempre conservó ese apego indefectible y esa familiaridad absoluta. El “siempre” parece calificar justamente ese tiempo de la lengua. Tal vez diga más: no sólo que la lengua llamada materna está siempre allí, el “siempre allí”, el “siempre ya allí” y “siempre todavía allí”; sino también que, quizá, sólo hay expe‐riencia del “siempre” y de lo “mismo”, allí, como tal, donde existe, si no la lengua, sí al menos algu‐na huella que se deje figurar por la lengua: como si la experiencia del “siempre” y de la fidelidad al otro como a sí mismo supusiera la fidelidad indefectible a la lengua; el perjurio mismo, la mentira, la infidelidad, supondrían además la fe en la lengua; no puedo mentir sin creer y hacer creer en la lengua, sin dar crédito al idioma.
Después de haber dicho “siempre”, muy simplemente, como si la respuesta fuera suficiente y se agotara en sí misma, Arendt agrega sin embargo algunas palabras, frente a una insistente pre‐gunta acerca de lo que pasó en su habitar la lengua “en los momentos más amargos”, por lo tanto en la época del nazismo más desbocado (el más desbocado como tal, desbocado como nazismo, por‐que siempre hay un tiempo del nazismo antes y después del nazismo):
“Siempre. Me decía: ¿qué hacer? ¡Pese a todo no es la lengua alemana la que se volvió loca! Y en segundo lugar: nada puede reemplazar a la lengua materna” (traducción francesa, pág. 240).
Aparentemente simples y espontáneas, esas dos frases se suceden naturalmente, sin que su autora vea, sin que dé a ver, en todo caso, el abismo que se abre debajo de ellas. Debajo de ellas o entre ellas.
No podemos volver a todos los pliegues de estos enunciados clásicos. Como “la solicitud maternal [que] no tiene reemplazo”, decía Rousseau, nada puede reemplazar, confirma Arendt, a la lengua materna. ¿Pero cómo pensar juntas esta supuesta unicidadsingularidad‐irreemplazabilidad de la madre (fantasma indestructible acreditado por la segunda frase) y esa extraña cuestión sobre una locura de la lengua, un delirio considerado pero excluido en el acto por la primera frase?
¿Qué hace Arendt cuando, al preguntarse y luego lanzar una exclamación, parece negar co‐mo una cosa absurda que una lengua pueda enloquecer (“Me decía: ¿qué hacer? ¡Pese a todo no es la lengua alemana la que se volvió loca!”)? No niega, deniega. Procura visiblemente tranquilizarse al exclamar “¡pese a todo!”, “¡nunca me harán creer eso, a pesar de todo!” En principio, parece pen‐sar, una lengua en sí misma, con el buen sentido incluido, no podría ser ni razonable ni delirante: una lengua no puede volverse loca; no es posible hacerla tratar ni ponerla en análisis, no se la puede confiar a una institución psiquiátrica. Hay que estar loco o buscar una coartada para alegar la de‐mencia de una lengua. El buen sentido, por lo tanto, insufla a Arendt esta protesta incrédula: pese a todo no es la lengua la que se volvió loca; ya que eso no tiene sentido, es extravagante; ¿a quién se lo harían creer? De modo que son más bien los sujetos de esta lengua, los hombres mismos, quienes pierden la razón: los alemanes, algunos alemanes una vez amos del país y la lengua. Sólo éstos se volvieron entonces diabólicos y frenéticos. No tienen ningún poder sobre la lengua. Ésta es más vie‐ja que ellos, los sobrevivirá, seguirá siendo hablada por alemanes que ya no serán nazis, incluso por no alemanes. De allí la consecuencia lógica, el mismo buen sentido que encadena la segunda frase a la primera, a saber, que no se puede reemplazar la lengua materna.
Ahora bien, lo que Arendt no parece contemplar en absoluto, lo que parece conjurar, dene‐gar o forcluir de la manera más natural del mundo, es en una palabra más de una cosa:
a. Por una parte, que en sí misma una lengua pueda volverse loca, incluso convertirse en una locura, la locura misma, el lugar de la locura, la locura en la ley. Arendt no puede o no quiere pen‐sar esta aberración: para que los “sujetos” de una lengua se volvieran “locos”, perversos o diabóli‐cos, enfermos de un mal radical, verdaderamente fue preciso que la lengua tuviera algo que ver; de‐be haber tenido su parte en lo que hizo posible esa locura; un ser no hablante, un ser sin lengua “materna” no puede volverse “loco”, perverso, malvado, asesino, criminal o diabólico; y si la len‐gua es para él otra cosa que un simple instrumento neutro y exterior (lo que Arendt, justamente, tie‐ne razón en suponer, dado que la lengua ha de ser más y otra cosa que una herramienta que perma‐nezca todo el tiempo, “siempre”, con uno mismo a través de los desplazamientos y los exilios), ver‐daderamente tiene que suceder que el ciudadano hablante se vuelva loco en una lengua loca, en la que las mismas palabras pierdan o perviertan su sentido presuntamente común. Y no se compren‐derá en absoluto algo como el nazismo si se excluye de él, junto con la lengua y el lenguaje, todo lo que es inseparable de ellos: no es una nada, sino casi todo.
b. Por otra parte, y por eso mismo, también es preciso que una madre, la madre de la lengua llamada “materna”, pueda volverse o haber sido loca (amnésica, afásica, delirante). Cuando en rea‐lidad debería haber sido llevada a ello por sus propias palabras (la unicidad irreemplazable de la lengua materna), lo que Arendt, más en profundidad, no parece tener en vista, aunque sea desde muy lejos, lo que tal vez no quiso ver, no pudo querer ver, es que es posible tener una madre loca, una madre “única” y loca, loca por ser, en la lógica del fantasma, única. Aun cuando una madre no sea loca, ¿no se puede tener una madre loca? La relación con la madre sería entonces una locura.
Esta terrible hipótesis puede decirse de muchas maneras. Una de ellas volvería a llevarnos a la gran cuestión del fantasma, de la imaginación como phantasia y lugar del phantasma. Por ejemplo, para seguir cerca del Rousseau de la “solicitud maternal [que] no tiene reemplazo”, podríamos vin‐cular esta temática de la imaginación (fantasmática) a la de la compasión. Una y otra, tanto una co‐mo otra facultad parecen coextensivas a la suplementariedad, es decir, al poder de suplir, de agre‐gar reemplazando, por lo tanto, y de cierta manera, reemplazar lo irreemplazable: por ejemplo y por excelencia la madre, allí donde cabe suplir lo imposible de suplir. En la lógica o amenaza de la sustitución, no hay maternidad que no aparezca como sustituible. La idea de que, a diferencia del padre, se sabe “naturalmente” quién es la madre, ante el espectáculo del nacimiento, es un viejo fantasma (aún en acción en el Freud de El Hombre de las ratas) que no tendría que haber esperado a las “madres portadoras” y la “procreación asistida” para ser reconocido como tal, a saber, como fantasma. Recordemos ese nombre extraño que no sé quién (Voltaire dice que fue Malebranche) dio a la imaginación: “la loca de la casa”. La madre puede convertirse en la loca de la casa, la delirante de la morada, de ese lugar de sustitución donde mora el propio hogar, el alojamiento o el lugar, la loca‐lidad o la locación de la casa propia. Puede suceder que una madre se vuelva loca, y ése puede ser, ciertamente, un momento de terror. Cuando una madre pierde la razón y el sentido común, la expe‐riencia es tan pavorosa como cuando el rey se vuelve loco. En los dos casos, lo que enloquece es al‐go así como la ley o el origen del sentido (el padre, el rey, la reina, la madre). Ahora bien, esto puede suceder a veces como un acontecimiento, sin duda, y amenazar algún día, en alguna ocasión, en la historia de la casa o la estirpe, el orden mismo del hogar propio [chez‐soi], de la casa, del chez. Esta ex‐periencia puede angustiar como una cosa que ocurre pero habría podido no ocurrir: incluso habría debido no ocurrir.
Pero además se puede decir lo mismo en dos sentidos más radicales, a la vez diferentes y no diferentes de éste, a saber: l) formalmente, la madre como la única imposible de suplir pero siempre sustitutiva, y precisamente como lugar de la lengua, es lo que hace posible la locura, y 2) más pro‐fundamente, como esa posibilidad siempre abierta, ella es la locura misma, la locura siempre en ac‐ción: la madre, como la lengua materna, la experiencia misma de la unicidad absoluta que sólo pue‐de ser reemplazada porque es irreemplazable, traducible porque es intraducible, allí donde es intra‐ducible (¿qué se traduciría, de otra manera?), la madre es la locura: la madre “única” (digamos la maternidad, la experiencia de la madre, la relación con la madre “única”) es siempre una locura y por lo tanto, en cuanto madre y lugar de la locura, siempre está loca. Loca como el Uno de lo único. Una madre, una relación con la madre, una maternidad siempre es única y por ende siempre lugar de locura (nada enloquece más que la unicidad absoluta del Uno o la Una). Pero siempre única, siempre es reemplazable, reemplazable, pasible de ser suplida exclusivamente allí donde no hay lu‐gar único más que para ella. Reemplazo del lugar mismo, en lugar del lugar: khóra. La tragedia y la ley del reemplazo es que reemplaza lo único, lo único en tanto sustituto sustituible. Ya seamos hijos o hijas, y cada vez de modo diferente según seamos una u otra cosa, siempre estamos locos por una madre que siempre está loca por aquello de lo que es, sin poder serlo nunca de manera única, la madre, precisamente en el lugar, y en la morada, de la casa propia única. Y sustituible por ser única. Podría mostrarse que la unicidad absoluta enloquece tanto como la reemplazabilidad absoluta, la reemplazabilidad absoluta que reemplaza el emplazamiento mismo, el sitio, el lugar, la morada de la casa propia, el ipse, el estar en la propia casa o el estar consigo del sí mismo.
Este discurso sobre lo insensato nos aproxima a una energía de la locura que bien podría estar ligada a la esencia de la hospitalidad como esencia de la casa propia, esencia del ser uno mis‐mo o de la ipsidad como estar en la propia casa. Pero también como lo que identifica la Ley con la lengua materna, la arraiga o la inscribe en ella, en todo caso.
“Siempre. Me decía: ¿qué hacer? ¡Pese a todo no es la lengua alemana la que se volvió loca! Y en segundo lugar [¡en segundo lugar!]: nada puede reemplazar a la lengua materna.” Después de haber mencionado lo irreemplazable, lo imposible de suplir de la lengua materna, Arendt añade:
“Uno puede olvidar su lengua materna, es cierto. Conozco ejemplos a mi alrededor, y esas perso‐nas, por otra parte, hablan las lenguas extranjeras mucho mejor que yo. Yo siempre hablo con un acento muy pronunciado y a menudo me sucede que no puedo expresarme de manera idiomática. Ellas, en cambio, son capaces de hacerlo, pero entonces hay que vérselas con una lengua en la cual un cliché ahuyenta al otro porque la productividad de la que uno da prueba en su propia lengua se cortó de un golpe, a medida que se olvidaba esa lengua”.
El interlocutor le pregunta entonces si ese olvido de la lengua materna no es la “consecuen‐cia de una represión”. Arendt está de acuerdo: sí, el olvido de la lengua materna, la sustitución que suple entonces la lengua materna, debe ser sin duda el efecto de una represión. Tal vez, más allá de esta formulación arendtiana, podría decirse: allí se encuentran el lugar y la posibilidad misma de la represión por excelencia. Arendt, como se sabe, menciona en ese momento a Auschwitz como el corte, el lugar tajante, el tajo de la represión:
“Sí, muy a menudo. Frente a ciertas personas lo experimenté de una manera completamen‐te trastornadora. Vea, lo decisivo fue el día en que escuchamos hablar de Auschwitz.”
Otro modo de reconocer y dar crédito a una evidencia: un suceso tal, que “Auschwitz”, o el nombre mismo que nombra ese suceso, puede responder de las represiones. La palabra sigue siendo un poco vaga y sin duda es insuficiente, pero nos pone sin miramientos en el camino de una lógica, una economía, una tópica que ya no competen al ego y la conciencia propiamente subjetiva. Nos exhorta a abordar esas cuestiones más allá de la lógica o la fenomenología de la conciencia, lo que aún sucede muy rara vez en la esfera más pública del lenguaje contemporáneo.
3. Lévinas. La ética de la lengua, para Lévinas, fue otra: ni la de Rosenzweig, ni la de Adorno, ni la de Arendt. Experiencia diferente, en efecto, para alguien que escribió, enseñó y vivió casi toda su vida en la lengua francesa, mientras que el ruso, el lituano, el alemán y el hebreo seguían siendo sus otras lenguas familiares. Me parece que en él hay pocas referencias solemnes a una lengua materna, ninguna seguridad buscada en ella sino, de parte de alguien que declaró que “la esencia del lengua‐je es amistad y hospitalidad”, el agradecimiento al francés en cada oportunidad, al francés lengua de adopción o de elección, lengua de recepción, lengua del anfitrión. Durante una entrevista (¿por qué a menudo se habla de cosas tan graves en ocasión de entrevistas públicas y como por sorpresa, en una especie de improvisación?), Lévinas menciona un suelo del suelo, el “suelo de esta lengua que es para mí el suelo francés” (Emmanuel Lévinas, qui étes vous?, de François Poirié, Lyon, La Ma‐nufacture, 1987). Se trata del francés clásico de la Ilustración. Al escoger una lengua que dispone de un suelo, Lévinas habla de una familiaridad adquirida: ésta no tiene nada de originario, no es mater‐na en su figura. Sospecha radical y típica, prudencia que era de esperar en Lévinas con respecto a lo que podría llamarse el radicalismo arendtiano, a saber, el apego a una cierta sacralidad de la raíz. (Es sabido que Lévinas siempre distingue la santidad de la sacralidad, en hebreo incluso, aunque ya es difícil hacerlo en otras lenguas, el alemán, por ejemplo.) Como la heideggeriana que sigue siendo en este aspecto, pero también como muchos alemanes, judíos o no, Arendt reafirma la lengua materna, es decir una lengua a la cual se le otorga una virtud de originariedad. “Reprimida” o no, esa lengua sigue siendo la esencia última del suelo, la fundación del sentido, la inalienable propiedad que uno transporta consigo. En cuanto a Lévinas, lo que dice del francés en su propia historia, lo concede en primer lugar a la lengua de la filosofía. La lengua de filiación griega es capaz de acoger todo el sen‐tido venido de otra parte, aunque sea de una revelación hebrea. Otra manera de decir que la lengua, y en primer término el idioma “materno”, no es el lugar originario e irreemplazable del sentido: proposición consecuente, en efecto, con el pensamiento levinasiano del rehén y la sustitución. Pero la lengua es “expresión” más que generación o fundación: “La tradición filosófica occidental no per‐día en ningún momento, en mi opinión, su derecho a la última palabra; efectivamente, todo debe ex En una palabra, he aquí una “comunidad” desintegrada, cercenada o supri‐mida. Cabe imaginar el deseo de borrar un acontecimiento semejante, o al menos de atenuarlo, compensarlo, y también negarlo. Pero ya se cumpla o no ese deseo, el trauma se habrá de producir, con sus efectos indefinidos, desestructurantes y es‐tructurantes a la vez. Esta “comunidad” habrá sido disociada tres veces por lo que con un poco de apresuramiento llamamos interdicciones. 1) Fue cercenada, en pri‐
presarse en su lengua [en la herencia de la lengua griega] pero tal vez no sea ella el lugar del primer sentido de los seres” (Éthique et infini, París, Fayard, 1982, pág. 15; subrayado mío).
¿Cómo entender, en Lévinas, esta frecuente exhortación? ¿Por qué habría que romper, en cierto modo, con la raíz o la originariedad presuntamente natural o sagrada de la lengua materna? Para romper con la idolatría de la sacralización, sin duda, y oponerle la santidad de la ley. ¿No es también, empero, un llamado a desengañarse de la locura materna en nombre de la santa ley pater‐na (aunque la presencia de la schekhina sea también femenina)? ¿En nombre de un padre que, por añadidura —Rosenzweig lo recuerda— no está fijado a la tierra? En cuanto a la unicidad de la len‐gua paterna, deberíamos poder repetir, en lo esencial, lo que decíamos antes sobre la lengua mater‐na y su ley. Padre y madre, verdaderamente habrá que admitirlo, son esas “ficciones legales” que Ulises reserva a la paternidad: a la vez reemplazables e irreemplazables.
Hay grandes escritores que no me apresuraré a inscribir en el esbozo de esta pequeña taxo‐nomía. Kafka y Celan en primer lugar. Una nota ni siquiera bastaría para mencionar todo lo que es‐tos no alemanes (diferentes en ese aspecto de Rosenzweig, Scholem, Benjamin, Adorno, Arendt), que escribieron sobre todo en alemán (diferentes en ese aspecto de Lévinas), provocaron en la len‐gua alemana. Baste con indicar este valor diacrítico, en cierto modo, entre los destinos: para Kafka y Celan, que no eran alemanes, el alemán no fue, no obstante, ni una lengua de adopción o elección (como es sabido, la cosa fue más complicada) ni, a diferencia del francés para los judíos de Argelia, una lengua “colonial” o una “lengua del amo”. Tal vez pueda hablarse, al menos, de lo que Kafka llamó un día, de manera enigmática pero tan perturbada, tan perturbadora, “la aprobación vaga de los padres”: “En alemán, la clase media del lenguaje no es más que ceniza, una ceniza que sólo pue‐de asumir una apariencia de vida cuando hurgan en ella unas manos judías excesivamente anima‐das… Lo que quería la mayor parte de los que empezaron a escribir en alemán era abandonar el ju‐daísmo, en general con la aprobación vaga de los padres (esta vaguedad era revulsiva); lo ansiaban, pero sus patas traseras se aferraban todavía al judaísmo del padre y sus patas delanteras no encon‐traban un nuevo terreno. La desesperación generada por ello constituyó su inspiración” (a Max Brod, junio de 1921, citada por Hanns Zischler, “Kafka va au cinéma”, Cahiers du cinéma, 1996, Dif‐fusion Seuil, O. Mannoni, pág. 165). Dado que vamos al cine con Kafka, una breve imagen detenida: estamos en Europa central, preguntémonos cuál es la intriga y qué casamentero, qué matrimonio de conveniencia habría podido unir el alemán de una lengua materna que en ningún caso se hubiera “vuelto loca”, el alemán de Hannah Arendt, con el de Kafka, y de aquellos que “empezaron a escri‐bir en alemán” y a “abandonar el judaísmo, en general con la aprobación vaga de los padres”. Kaf‐ka y Arendt: ni endogamia ni exogamia de la lengua. ¿Razón o locura? En esta tipo‐topología, pero también fuera de ella, en ese lugar de desafío para la distinción entre askenazi y sefaradí, me siento aún menos capaz de un discurso a la medida de otra poética de la lengua, de un acontecimiento in‐menso y ejemplar: en la obra de Héléne Cixous, y de manera milagrosamente única, otro cruza‐miento trenza todas estas filiaciones, reengendrándolas en pos de un futuro todavía sin nombre. So‐bre esta gran‐escritora‐francesa‐judía‐de‐Argelia‐sefardita que reinventa, entre otras, la lengua de su padre, su lengua francesa, una lengua francesa inaudita, hay que recordar que es también una judía‐askenazi‐alemana por la “lengua materna”.
mer lugar, de la lengua y la cultura árabe o berebere (más propiamente maghrebí). 2) También fue cercenada de la lengua y la cultura francesa, e incluso europea, que no es para ella más que un polo o una metrópoli distante, heterogénea a su histo‐ria. 3) Se la cercenó, por último —o para comenzar—, de la memoria judía, y de la historia y la lengua que se deben suponer suyas, pero que en un momento dado ya no lo fueron. Al menos de manera típica, para la mayor parte de sus miembros y de un modo suficientemente “vivo” e interior.
Triple disociación de aquello que, sin embargo, hay que seguir designando, por una ficción cuyo simulacro y crueldad son aquí nuestro tema, como la misma “comunidad”, en el mismo “país”, la misma “república”, tres departamentos del mismo “Estado‐Nación”.
¿Dónde nos encontramos entonces? ¿Dónde encontrarse? ¿Con quién es posi‐ble aún identificarse para afirmar la propia identidad y contarse la propia historia? ¿A quién contarla, ante todo? Habría que constituirse uno mismo, habría que poder inventarse sin modelo y sin destinatario seguro. Destinatario al que, es cierto, nunca puede sino presumirse en todas las situaciones del mundo. Pero en ese caso los es‐quemas de esta presunción eran tan raros, tan oscuros, tan aleatorios, que apenas parece exagerada la palabra “invención”.
Si describí con claridad esas premisas, ¿qué es entonces el monolingüismo, mi “propio” monolingüismo?
Mi apego al francés tiene formas que a veces considero “neuróticas”. Me siento perdido fuera del francés. Las otras lenguas, las que más o menos torpemen‐te leo, descifro, en ocasiones hablo, son lenguas que no habitaré jamás. Allí donde “habitar” empieza a querer decir algo para mí. Y permanecer. No estoy solamente extraviado, desposeído, condenado fuera del francés, tengo además la sensación de honrar o servir a todos los idiomas —en una palabra, de escribir lo “máximo” y lo “mejor”— cuando aguzo la resistencia de mi francés, de la “pureza” secreta de mi francés, aquella de la que antes hablaba, su resistencia, por lo tanto, su resistencia encarnizada a la traducción: en todas las lenguas, incluido tal o cual otro francés.
No es que cultive lo intraducible. Nada lo es, por poco que uno se tome el tiempo del gasto o la expansión de un discurso competente que rivalice con la po‐tencia del original. Pero “intraducible” se mantiene —debe seguir siendo, me dice mi ley— la economía poética del idioma, el que me importa, pues moriría aún más rápido sin él, y que me importa, a mí mismo en mí mismo, allí donde una “canti‐dad” formal dada fracasa siempre en restituir el acontecimiento singular del origi‐nal, es decir, hacerlo olvidar una vez registrado, arrebatar su número, la sombra prosódica de su quantum. Palabra por palabra, si quieres, sílaba por sílaba. Desde el momento en que se renuncia a esta equivalencia económica, por otra parte estricta‐mente imposible, puede traducirse todo, pero en una traducción laxa en el sentido laxo de la palabra “traducción”. Ni siquiera hablo de poesía, sólo de prosodia, de métrica (el acento y la cantidad en el momento de la pronunciación). En un senti‐do, nada es intraducible, pero en otro sentido todo lo es, la traducción es otro nom‐bre de lo imposible. En otro sentido de la palabra “traducción”, por supuesto, y de un sentido al otro me es fácil mantenerme siempre firme entre esas dos hipérboles que en el fondo son la misma y se traducen además una a la otra.
¿Cómo puede decirse y cómo saber, con una certeza que se confunde con uno mismo, que nunca se habitará la lengua del otro, la otra lengua, cuando es la única que se habla, y se la habla con una obstinación monolingüe, de manera celo‐sa y severamente idiomática, sin estar jamás en ella, no obstante, en la propia casa? ¿Y que la vigilancia celosa que se monta frente a su lengua, en el mismo momento en que se denuncian las políticas nacionalistas del idioma (yo hago una y otra co‐sa), ordena multiplicar los shibboleths como otros tantos desafíos a las traducciones, otros tantos impuestos recaudados en la frontera de las lenguas, otras tantas alian‐zas encargadas a los embajadores del idioma, otras tantas invenciones ordenadas a los traductores: inventa por lo tanto en tu lengua si puedes o quieres entender la mía, inventa si puedes o quieres hacer entender mi lengua como la tuya, allí donde el acontecimiento de su prosodia no sucede más que una vez en su hogar, allí mis‐mo donde su “en su hogar” molesta a los cohabitantes, los conciudadanos, los compatriotas? ¡Compatriotas de todos los países, poetas‐traductores, rebelaos con‐tra el patriotismo! Cada vez que escribo una palabra, entiendes, una palabra que me gusta y que me gusta escribir, en el transcurso de esa palabra, en el instante de una sola sílaba, el canto de esa nueva internacional se eleva entonces en mí. No me resisto jamás, me echo a la calle a su llamado aun si, en apariencia, trabajo desde el amanecer sentado a mi mesa.
Pero, sobre todo, y ésta es la pregunta más fatal: ¿cómo es posible que la única lengua que habla y está condenado a hablar este monolingüe, para siempre, cómo es posible que no sea la suya? ¿Cómo creer que aún sigue muda para él, que la habita y es habitado por ella en lo más íntimo, cómo creer que se mantiene dis‐tante, heterogénea, inhabitable y desierta? ¿Desierta como un desierto en el que hay que impulsar, hacer brotar, construir, proyectar hasta la idea de una ruta y la huella de un retorno, otra lengua aún?
Digo ruta y huella de retorno, puesto que lo que distingue una ruta de un pasaje o de una via rupta (su étimo), como methodos de odos, es la repetición, el retor‐no, la reversibilidad, la iterabilidad, la iteración posible del itinerario. ¿Cómo es po‐sible que, recibida o aprendida, esta lengua sea sentida, explorada, trabajada, y de‐ba reinventarse sin itinerario ni mapa, como la lengua del otro?
No sé si hay arrogancia o modestia en pretender que ésa fue, en gran medi‐da, mi experiencia, o que esto se parece un poco, al menos por la dificultad, a mi destino.
Pero se me dirá, no sin razón, que siempre es así a priori, y para cualquiera. La lengua llamada materna no es nunca puramente natural, ni propia ni habitable. Habitar: he aquí un valor bastante descaminante [déroutante] y equívoco: nunca se habita lo que se suele llamar habitar. No hay hábitat posible sin la diferencia de es‐te exilio y esta nostalgia. Es cierto. Es demasiado sabido. Pero de ello no se deduce que todos los exilios sean equivalentes. Al partir, sí, al partir de esta ribera o esta derivación común, todas las expatriaciones son singulares.
Puesto que en esta verdad hay un pliegue. En esta verdad a priori universal de una alienación esencial en la lengua —que es siempre del otro— y al mismo tiempo en toda cultura. Aquí, esa necesidad está re‐marcada, por lo tanto marcada y revelada una vez más, siempre una primera vez más, en un sitio incomparable. Una situación llamada histórica y singular —podría decirse que idiomática— la de‐termina y la fenomenaliza al referirla a sí misma.
Todas esas palabras: verdad, alienación, apropiación, habitación, “casa propia”, ipsidad, lugar del sujeto, etcétera, siguen siendo problemáticas, en opinión. Sin ex‐cepción. Llevan el sello de la metafísica que se impuso, justamente, a través de esta lengua del otro, este monolingüismo del otro. De manera que el debate con el mo‐nolingüismo no habrá sido otra cosa que una escritura deconstructiva. Ésta siempre se las toma con el cuerpo de esa lengua, mi única lengua, y de aquello con que ésta carga más o mejor, a saber, esa tradición filosófica que nos proporciona la reserva de conceptos del que verdaderamente debo servirme, y al que verdaderamente de‐bo servir desde hace poco para describir esta situación, hasta en la distinción entre universalidad trascendental u ontológica y empiricidad fenoménica.
¿Por qué subrayar esta última distinción? Porque, entre tantos efectos para‐dójicos, estaría éste, del que sólo indico el principio. Querría mostrar ahora que está re‐marca empírico‐trascendental u óntico‐ontológica, este plegado que se im‐prime directamente sobre la articulación enigmática entre una estructura universal y su testimonio idiomático, invierte sin demora todos los signos.
La ruptura con la tradición, el desarraigo, la inaccesibilidad de las historias, la amnesia, la indescifrabilidad, etcétera, todo esto desencadena la pulsión genealó‐gica, el deseo del idioma, el movimiento compulsivo hacia la anamnesis, el amor destructor, la interdicción. Lo que hace un momento llamaba el tatuaje, cuando, di‐rectamente sobre el cuerpo, hace verlo de todos los colores. La ausencia de un mo‐delo de identificación estable para un ego —en todas sus dimensiones: lingüísticas, culturales, etcétera— genera movimientos que, al encontrarse siempre al borde del hundimiento, oscilan entre tres posibilidades amenazantes:
1. Una amnesia sin remedio, con la forma de la desestructuración patológica, la desintegración creciente: una locura.
2. Estereotipos homogéneos y acordes con el modelo francés “medio” o domi‐nante, otra amnesia en la forma integradora: otra especie de locura.
3. La locura de una hipermnesia, un complemento de fidelidad, un añadido, incluso una excrescencia de la memoria: embarcarse, en el límite de las otras dos posibilidades, en pos de unos trazados —de escritura, de lengua, de ex‐periencia— que llevan la anamnesis más allá de la simple reconstitución de una herencia dada, más allá de un pasado disponible. Más allá de una carto‐grafía, más allá de un saber pasible de ser enseñado. Se trata en este caso de una anamnesis muy otra, e incluso de una anamnesis de lo completamente otro, por decirlo así, con respecto a la cual querría explayarme un poco.
Es lo más difícil. Esta anamnesis debería permitirme volver a mis dos propo‐siciones iniciales y aparentemente contradictorias, pero induce otro pensamiento de la admisión o la confesión, del “hacer la verdad” que tal vez esbocé en Circonfes‐sion, ante una madre que moría perdiendo la memoria, el habla y la facultad de nombrar.
Resumamos. El monolingüe del que hablo habla una lengua de la que está privado. El francés no es la suya. Debido a que está por lo tanto privado de toda len‐gua y ya no tiene otro recurso —ni el árabe, ni el berebere, ni el hebreo, ni ninguna de las lenguas que habrían hablado los ancestros—, debido a que ese monolingüe es en cierto modo afásico (quizás escribe porque es afásico), se ve arrojado en la tra‐ducción absoluta, una traducción sin polos de referencia, sin lengua originaria, sin lengua de partida. No hay para él más que lenguas de llegada, si tú quieres, pero lenguas que —singular aventura— no logran lograrse, habida cuenta de que ya no saben de dónde parten, a partir de qué hablan y cuál es el sentido de su trayecto. Lenguas sin itinerario, y sobre todo sin autopista de no sé qué información.
Como si no hubiera más que llegadas, por lo tanto acontecimientos, sin lle‐gada.* Desde esas solas “llegadas”, desde esas llegadas solas, surge el deseo; surge aun antes de la ipsidad de un yo [je]‐yo [moi] para traerlo de antemano, traído que es, este último, por la llegada misma; surge, se erige incluso como deseo de restau‐rar, pero en realidad de inventar una primera lengua que sería más bien una prepri‐mera lengua** destinada a traducir esta memoria. Pero a traducir la memoria de lo que precisamente no tuvo lugar, de lo que, tras haber sido (la) interdicción, debió no obstante dejar una huella, un espectro, el cuerpo fantasmal, el miembro fantas‐ma —sensible, doloroso, pero apenas legible— de huellas, de marcas, de cicatrices. Como si se tratara de producir, al confesarla, la verdad de lo que nunca había teni‐do lugar. ¿Qué es entonces esta confesión? ¿Y la falta inmemorial o el defecto inme‐morial desde los cuales hay que escribir?
Inventada para la genealogía de lo que no sucedió y de la cual habrá estado ausente el acontecimiento, tras dejar sólo huellas negativas de sí mismo en lo que hace la historia, tal preprimera lengua [lengua de preestreno] no existe. Ni siquiera es un prefacio, un “foreword”, una lengua de origen perdido. No puede ser más que
* Habrá que tener en cuenta los diversos significados del arriver utilizado en el original. Llegar, en primer lugar, pero también suceder, ocurrir, pasar, y lograr en el caso de arriver á. De manera que la arrivée podría ser “lo acontecido”, y sans arrivée tener el sentido de “sin cosa ocurrida”, pero igual‐mente de “sin suceso” (logro, éxito). Traducción que avanza a tientas, fantasma entre las sombras (n. del t.).
** Avant‐première langue en el original: una lengua, por decirlo así, “de preestreno” una lengua de llegada o más bien de porvenir, una frase prometida, una lengua del otro, además, pero muy otra que la lengua del otro como lengua del amo o del co‐lono, aunque a veces las dos puedan proclamar entre ellas, alimentándolas en se‐creto o guardándolas en reserva, tantas semejanzas perturbadoras.
Perturbadoras porque este equívoco nunca se resolverá: en el horizonte es‐catológico o mesiánico que esta promesa no puede negar —o que únicamente pue‐de negar—, la preprimera lengua [lengua de preestreno] siempre puede correr el riesgo de convenirse o de querer ser aún una lengua del amo, a veces la de nuevos amos. En cada instante de la escritura o de la lectura, en cada momento de la expe‐riencia poética, la decisión debe conquistarse sobre un fondo de indecidibilidad. Con frecuencia es una decisión política, y con respecto a lo político. Lo indecidible, condición tanto de la decisión como de la responsabilidad, inscribe la amenaza en la suerte, y el terror en la ipsidad del huésped.
Tal vez sea éste el lugar para hacer dos observaciones [remarques], una más ti‐pológica o taxonómica, la otra sin duda más legiblemente política.
1. Destaquemos una vez más lo que distingue esta situación de la de los franco‐maghrebíes o más precisamente de los escritores maghrebíes francófonos que, por su parte, tienen acceso a su lengua llamada materna. Este recurso fue no‐tablemente señalado por Khatibi. Su análisis parece a la vez cercano y sutilmente diferente del que intento aquí:
Toda lengua (se) propone al pensamiento varios modos, direcciones y sitios, e in‐tentar mantener toda esta cadena bajo la ley del Uno habrá de ser la historia milenaria de la metafísica, cuya referencia teológica y mística por excelencia representa aquí el Islam.
Ahora bien, en este relato [Talismano, de Abdelwahab Meddeb] que se transcribe entre una diglosia y una lengua muerta, ¿qué sería pensar de acuerdo con esta direc‐ción unificadora (en la lengua francesa)? Y, según nuestra perspectiva, ¿qué sería pen‐sar de acuerdo con esta incalculabilidad: hacer de tres el uno, y del uno el del medio, el otro, el intervalo de ese palimpsesto?
Ya sugerí […] que el escritor árabe de lengua francesa está atrapado en un quiasma, un quiasma entre la alienación y la inalienación (en todas las orientaciones de estos dos términos): este autor no escribe su propia lengua, transcribe su nombre propio transformado, no puede poseer nada (por poco que sea, uno se apropia de una len‐gua), no posee ni su hablar materno que no se escribe [subrayo: si no posee su hablar ma‐terno en cuanto éste no se escribe, al menos lo “posee” en cuanto “hablar”, lo que no es el caso del judío de Argelia, cuyo hablar materno no tiene verdaderamente la unidad, la edad y la proximidad supuesta de un hablar materno, habida cuenta de que ya es la lengua del otro, del colono francés no judío], ni la lengua árabe escrita que está aliena‐da y entregada a una sustitución, ni la otra lengua aprendida y que le señala que se desapropie y se borre en ella. Sufrimiento insoluble cuando este escritor no asume esa identidad esbozada, en una claridad de pensamiento que vive de ese quiasma, de esa esqui‐zia.11
2. Pese a las apariencias, esta situación excepcional es al mismo tiempo ejem‐plar, ciertamente, de una estructura universal; representa o refleja una especie de “alienación” originaria que instituye a toda lengua como lengua del otro: la impo‐sible propiedad de una lengua. Pero esto no debe llevar a una suerte de neutraliza‐ción de las diferencias, al desconocimiento de expropiaciones determinadas contra las cuales puede librarse un combate en frentes muy diferentes. Al contrario, en ello radica lo que permite repolitizar lo que está en juego. Allí donde no existe la propiedad natural y tampoco el derecho de propiedad en general, allí donde se re‐conoce esa desapropiación, es posible y se vuelve más necesario que nunca identi‐ficar, a veces para combatirlos, movimientos, fantasmas, “ideologías”, “fetichiza‐ciones” y simbólicas de la apropiación. Un llamamiento de esa naturaleza permite a la vez analizar los fenómenos históricos de apropiación y abordarlos políticamen‐te, evitando en particular la reconstitución de lo que pudieron motivar esos fantas‐mas: agresiones “nacionalistas” (siempre más o menos “naturalistas”) u homo‐he‐gemonía monoculturalista.
Como el preprimer tiempo [tiempo de preestreno] de la lengua preorigina‐ria [de preestreno] no existe, hay que inventarlo. Intimaciones, puesta en mora de otra escritura. Pero sobre todo hay que escribirlo adentro, por decirlo así, de las len‐guas. Hay que convocar a la escritura al interior de la lengua dada. Para mí ésta ha‐brá sido, del nacimiento a la muerte, el francés.
Por definición, ya no sé decir, jamás pude decir: es un bien o un mal. Fue así. Permanentemente.
La suerte oscura, mi suerte, una gracia por la que habría que agradecer a no sé qué potencia arcaica, es que siempre me resultó más fácil bendecir ese destino. Más fácil, las más de las veces —y aún ahora—, que maldecirlo. El día que sepa a quién dar las gracias, lo sabré todo y podré morir en paz. Todo lo que hago, en es‐pecial cuando escribo, se parece al juego de la gallina ciega: quien escribe, siempre con la mano, aunque se valga de máquinas, tiende la mano como un ciego para tra‐tar de tocar a aquel o aquella a quien pueda agradecer el don de una lengua, las palabras mismas con que se dice dispuesto a dar gracias. A pedir gracia también.
Mientras que la otra mano, otra mano de ciego, procura, más prudente, pro‐teger —la cabeza en primer lugar contra la caída, contra una caída prematura; en una palabra, contra la precipitación. Desde hace tiempo digo que se escriben ma‐nuscritos para dos manos. Y digitalizo como un loco.
Pero esta intimidad desconcertante, este lugar “adentro” del francés, he aquí que no pudo no inscribir en la relación de la lengua consigo misma, en su auto‐afección, por decirlo así, un afuera absoluto, una zona fuera de la ley, el enclave cli‐vado de una referencia apenas audible o legible a esa muy otra preprimera lengua, a ese grado cero menos uno de la escritura que deja su marca fantasmagórica “en” la susodicha monolengua. Hay allí además un fenómeno singular de traducción. Tra‐ducción de una lengua que todavía no existe y que no habrá existido nunca, en una lengua de llegada dada.
Esta traducción se traduce en una traducción interna (francofrancesa) que juega con la no identidad consigo misma de toda lengua. Que juega y goza con ella.
Una lengua no existe. En la actualidad. Ni la lengua. Ni el idioma ni el dia‐lecto. Es por eso, además, que esas cosas nunca podrían contarse, y por eso —en un sentido que explicitaré en un instante— si nunca se tiene más que una lengua, ese monolingüismo no constituye uno consigo mismo.
Por supuesto, para el lingüista clásico cada lengua es un sistema cuya uni‐dad siempre se reconstituye. Pero esta unidad no se compara con ninguna otra. Es susceptible al injerto más radical, a las deformaciones, a las transformaciones, a la expropiación, a cierta anomia, a la anomalía, a la desregulación. De modo que siempre es múltiple el gesto —aquí lo llamo todavía escritura, aunque puede ser puramente oral, vocal, musical: rítmico o prosódico— que intenta afectar la mono‐lengua, la que uno tiene sin saberlo. Ese gesto sueña con dejar en ella marcas que recuerden aquella muy otra lengua, ese grado cero menos uno de la memoria, en suma.
El gesto es plural en sí, dividido y sobredeterminado. Siempre puede dejarse interpretar como un movimiento de amor o agresión hacia el cuerpo así expuesto de toda lengua dada. En realidad hace las dos cosas, se pliega y se aplica y se enca‐dena ante la lengua dada, aquí el francés en francés, para darle lo que ésta no tiene y él mismo tampoco. Pero ese saludo‐salvación [salut], pues se trata de un saludo di‐rigido a la mortalidad del otro y un deseo de salvación infinita, es también zarpazo e injerto. Acaricia con las garras, a veces garras de imitación.
Si, por ejemplo, sueño con escribir una anamnesis de lo que me permitió identificarme o decirme yo [je] a partir de un fondo de amnesia y afasia, sé al mis‐mo tiempo que no podré hacerlo a menos que me abra un camino imposible, que abandone la ruta, me evada, me aleje repentinamente de mí mismo, invente una lengua lo bastante otra para no dejarse ya reapropiar en las normas, el cuerpo, la ley de la lengua dada, ni por la mediación de todos esos esquemas normativos que son los programas de una gramática, un léxico, una semántica, una retórica, géneros de discurso o de formas literarias, estereotipos o clichés culturales (los más autorita‐rios siguen siendo los mecanismos de la reproductibilidad vanguardista, la regeneración infatigable del superyó literario). La improvisación de alguna inauguralidad es sin duda lo imposible mismo. La reapropiación siempre se produce. Como sigue siendo inevitable, la aporta induce entonces un lenguaje imposible, ilegible, inad‐misible. Una traducción intraducible. Al mismo tiempo, esta traducción intraduci‐ble, este nuevo idioma hace llegar, esta signatura hace su llegada, produce aconteci‐mientos en la lengua dada a la cual todavía hay que dar, a veces, acontecimientos no comprobables: ilegibles. Acontecimientos siempre prometidos más que dados. Mesiánicos. Pero la promesa no es una nada, no es un no acontecimiento.
¿Cómo tener en cuenta esta lógica? ¿Cómo sostener esa cuenta o ese logos? Aunque a menudo me haya valido de la expresión “la lengua dada” para hablar de una monolengua disponible, el francés por ejemplo, no hay lengua dada, o más bien, hay lengua, hay donación de lengua (es gibt die Sprache), pero una lengua no es. No es dada. No existe. Llamada, llama, como la hospitalidad del anfitrión aun antes de toda invitación. Prescribiente, queda por ser dada, sólo permanece con es‐ta condición: quedar aún por ser dada.
Volvamos entonces una vez más a esa proposición un poco sentenciosa: “Nunca se tiene más que una sola lengua”. Hagámosle dar un giro más. Hagámos‐le decir lo que no sabe querer decir, dejémosla decir otra cosa todavía.
Desde luego, pueden hablarse varias lenguas. Hay sujetos competentes en más de una. Algunos llegan incluso a escribir varias lenguas a la vez (prótesis, tras‐plantes, traducción, transposición). ¿Pero no lo hacen siempre con vistas al idioma absoluto? ¿Y en la promesa de una lengua aún inaudita? ¿De un solo poema ayer inaudible?
Cada vez que abro la boca, cada vez que hablo o escribo, prometo. Quiéralo o no: aquí hay que disociar la fatal precipitación de la promesa de los valores de vo‐luntad, intención o querer decir que están razonablemente vinculados a ella. Lo performativo de esta promesa no es un speech act entre otros. Está implicado por cualquier otro performativo; y la promesa anuncia la unicidad de una lengua veni‐dera. Es el “es preciso que haya una lengua” [que sobreentiende necesariamente: “porque no existe” o “porque falta”], “prometo una lengua”, “una lengua es pro‐metida” que a la vez precede toda lengua, llama a toda palabra y pertenece ya a ca‐da lengua lo mismo que a cada palabra.
Ese llamado por venir se reúne de antemano con la lengua. La acoge, la re‐coge, no en su identidad, en su unidad, ni siquiera en su ipsidad, sino en la unici‐dad o singularidad de una reunión de su diferencia en sí: en la diferencia consigo más que en la diferencia de sí. No es posible hablar al margen de esta promesa12
12 Contrariamente a lo que sin duda dirían los teóricos de la promesa como “speech act” y lenguaje performativo, no es necesario que esta promesa, para ser propiamente lo que es, sea sostenible, y ni siquiera que sea sincera o seriamente considerada sostenible. Para que una promesa se lance como tal (e implique por lo tanto la libertad, la responsabilidad, la decidibilidad), es preciso que, más allá que da, pero prometiendo darla, una lengua, la unicidad del idioma. No puede ser cuestión de salir de esta unicidad sin unidad. No tiene que oponerse al otro, y ni si‐quiera distinguirse del otro. Es la monolengua de el otro. El de no significa tanto la propiedad como la procedencia: la lengua está en el otro, viene del otro, es la veni‐da del otro.
La promesa de que hablo, aquella de la que antes decía que sigue siendo amenazante (contrariamente a lo que en general se piensa de la promesa) y sobre la que ahora sostengo que promete lo imposible pero también la posibilidad de toda palabra, esa singular promesa no entrega ni transmite aquí ningún contenido mesiá‐nico o escatológico. Ningún saludo que salve o prometa la salvación, aun si, más allá o más acá de toda soteriología, esta promesa se parece al saludo dirigido al otro, al otro reconocido como otro muy otro (todo otro es muy otro, allí donde no bastan un conocimiento o un reconocimiento), al otro reconocido como mortal, fi‐nito, abandonado, privado de todo horizonte de esperanza.
Pero el hecho de que no haya ningún contenido necesariamente determinable en esta promesa del otro y en la lengua del otro no hace menos irrecusable la aper‐tura de la palabra por algo que se asemeja al mesianismo, la soteriología o la escato‐logía. Es la apertura estructural, la mesianicidad, sin la cual el mesianismo mismo, en el sentido estricto o literal, no sería posible. A menos que, tal vez, el mesianismo sea justamente esto, esa promesa originaria y sin contenido propio. Y a menos que todo mesianismo reivindique para sí mismo esta rigurosa y desértica severidad, esta mesianicidad despojada de todo. No lo excluyamos nunca.
También allí tendríamos relación con una observación [remarque] de la estruc‐tura universal: el idioma mesiánico de tal o cual religión singular encontraría allí su impronta. Tendríamos relación con el devenir‐ejemplar que cada religión lleva en su núcleo, por la razón misma de esa remarcabilidad. Ese monolingüismo del otro tiene por cierto el rostro y los rasgos amenazantes de la hegemonía colonial. Pero lo que sigue resultándole insuperable, cualquiera sea la necesidad o la legitimidad de todas las emancipaciones, es nada menos que el “hay lengua”, un “hay lengua que no existe”, a saber, que no hay metalenguaje y que siempre se convocará a una lengua a hablar de la lengua, porque ésta no existe. No existe en lo sucesivo, hasta ahora nunca existió. ¡Qué tiempo! ¡Qué tiempo hace, qué tiempo hace que esta len‐gua no llega de manera permanente!
Puedes traducir una necesidad tal de muchas maneras, en más de una len‐gua, por ejemplo en el idioma de Novalis o Heidegger cuando dicen, cada uno a su
de todo programa constrictivo, siempre pueda dejarse atormentar por la posibilidad, precisamente, de su perversión (conversión en amenaza allí donde una promesa no puede prometer más que bien, compromiso no serio de una promesa insostenible, etcétera). Esta posibilidad‐virtualidad es irre‐ductible y exige otra lógica de lo virtual. Sobre este punto, me permito remitir una vez más a “Avan‐ces”, ob. cit.
modo, el Monólogo de una palabra que habla siempre de sí misma. Heidegger de‐claró explícitamente la ausencia de todo metalenguaje, cosa que se recordó en otra parte. Esto no quiere decir que la lengua sea monológica y tautológica, sino que siempre corresponde a una lengua invocar la apertura heterológica que le permita hablar de otra cosa y dirigirse al otro. También se puede traducirlo en el idioma de Celan, ese poeta‐traductor que, pese a escribir en la lengua del otro y del holocaus‐to, e inscribir a Babel en el cuerpo mismo de cada poema, sin embargo reivindicó expresamente, firmó y selló el monolingüismo poético de su obra. También se pue‐de transmitirlo, sin traiciones, en otras invenciones de idiomas, en otras poéticas, hasta el infinito.
EPÍLOGO
Unas pocas palabras más como una suerte de epílogo. Lo que esbozo aquí no es, en particular, el comienzo de un bosquejo autobiográfico o de anamnesis, y ni siquiera un tímido intento de Bildungsroman intelectual. Más que la exposición de mí sería la mostración de lo que habría de ponerme obstáculos a esa autoexposi‐ción. De lo que me habría expuesto, por lo tanto, a esos obstáculos, y arrojado con‐tra ellos. Ese grave accidente de tránsito en el que no dejo de pensar.
Es cierto, todo lo que, digamos, me ha interesado desde hace tiempo, en ra‐zón de la escritura, la huella, la deconstrucción del falogocentrismo y “la” metafísi‐ca occidental (a la que, pese a lo que se repitió hasta la saciedad, nunca identifiqué como una sola cosa homogénea y regida por su artículo definido singular; ¡con tan‐ta frecuencia dije lo contrario, y tan explícitamente!), todo eso no pudo dejar de proceder de esta extraña referencia a un “otra parte” cuyo lugar y lengua me eran desconocidos e interdictos, como si tratara de traducir en la única lengua y la única cultura franco‐occidental de que dispongo, en la cual fui arrojado al nacer, una po‐sibilidad inaccesible a mí mismo, como si tratara de traducir en mi “monolengua” una palabra que aún no conocía, como si tejiera además algún velo al revés (cosa que, por lo demás, hacen muchos tejedores) y como si los puntos de paso necesa‐rios de ese tejido al revés fueran lugares de trascendencia, por lo tanto de un “otra parte” absoluto con respecto a la filosofía occidental greco‐latino‐cristiana, pero aún en ella (epékeina tés ousías, y más allá —khóra—, la teología negativa, el maestro Eckhart y más allá, Freud y más allá, cierto Heidegger, Artaud, Lévinas, Blanchot y algunos otros).
Es cierto. Pero no podría dar cuenta de ello a partir de la situación indivi‐dual que acabo de referir tan esquemáticamente. Esto no puede explicarse a partir del trayecto individual, el del joven judío “franco‐maghrebí” de una determinada generación. Los caminos y las estrategias que tuve que seguir en este trabajo o en esta pasión obedecen también a estructuras y por ende a asignaciones interiores a la cultura greco‐latino‐cristiano‐gala en la cual mi monolingüismo me encierra pa‐ra siempre; había que contar con esta “cultura” para traducir a ella, atraer, seducir eso mismo, el “otra parte”, hacia el que yo mismo era exportado de antemano, a sa‐ber, el “otra parte” de ese completamente otro con el que debí guardar, para res‐guardarme pero también para guardarme de él como de una temible promesa, una especie de relación sin relación en que uno se guardaba del otro, en la espera sin horizonte de una lengua que sólo sabe hacerse esperar.
Es todo lo que sabe hacer: hacerse esperar, y eso es todo lo que sé de ella. Aún hoy, y sin duda para siempre. Todas las lenguas de “la” llamada metafísica oc‐cidental, puesto que hay más de una, y hasta esos léxicos proliferantes de la de‐construcción, todas y todos pertenecen, por casi todo el tatuaje de sus cuerpos, a este reparto de las cartas con el cual hay que explicarse de este modo.
Una genealogía judeo‐franco‐maghrebí no lo aclara todo; lejos de ello. ¿Pero podría yo explicar algo sin ella, alguna vez? No, nada, nada de lo que me ocupa, me compromete, me mantiene en movimiento o en “comunicación”, nada de lo que a veces me llama a través del tiempo silencioso de las comunicaciones inte‐rrumpidas, nada tampoco de lo que me aísla en una especie de retiro casi involun‐tario, un desierto que en ocasiones tengo la ilusión de “cultivar” por mí mismo, de recorrer como un desierto, dándome hermosas y buenas razones —¡un poco de afi‐ción, pero también la “ética”, la “política”!—, en tanto que se me reservó en él, des‐de antes de mí, una plaza de rehén, una declaración de mora.
El milagro de la traducción no se produce todos los días; a veces hay desier‐to sin travesía del desierto. Y tal vez en ello radique lo que, en el confinamiento de la cultura parisina, sin duda, pero ya en la “mediatización” occidental, incluso en las autopistas de la globalización en curso del “espacio público”, hoy se llama con tanta frecuencia la ilegibilidad.
¿Cuáles son entonces las posibilidades de legibilidad de un discurso seme‐jante sobre lo ilegible? Puesto que no sé si lo que acabas de escucharme decir será inteligible. Ni dónde ni cuándo, ni para quién. Hasta qué punto. Tal vez acabo de hacer una “demonstration”, no es seguro, pero ya no sé en qué lengua entender esa palabra. Sin acento, la demonstration no es una argumentación lógica que impone una conclusión; es en principio un acontecimiento político, una manifestación en la calle (hace poco conté cómo bala a la calle todas las mañanas; jamás a la ruta sino a la calle), una marcha, un acto, un llamamiento, una exigencia. Una escena, además. Acabo de hacer una escena. En francés también, con acento, la demostración [dé‐monstration] puede ser ante todo un gesto, un movimiento del cuerpo, el acto de una “manifestación”. Sí, una escena. Sin teatro pero una escena, una escena calleje‐ra. De suponer que ésta tenga interés para alguien, cosa que dudo, lo tendrá en la medida en que me traiciona, en la medida en que tú entiendas, desde una escucha de la que no tengo idea, lo que no quise decir ni enseñar ni hacer saber, en buen francés.
—¿Me prometes con ello un discurso sobre los secretos aún legibles de la ile‐gibilidad? ¿Habría alguien aún para escucharlo?
—Hace mucho tiempo, eso se habría parecido para mí, con otras palabras, a un aterrorizador juego infantil, allá lejos, inolvidable, interminable; lo dejé allá, algún día te lo contaré. La voz viviente, una voz muy joven, quedó velada en él, pero no está muerta. Si algún día me la devuelven, tengo la sensación de que veré en‐tonces, en realidad por primera vez, como luego de la muerte un prisionero de la caverna, la verdad de lo que viví: ella misma más allá de la memoria, como el rever‐so oculto de las sombras, de las imágenes, de las imágenes de las imágenes, de los fantasmas que poblaron cada instante de mi vida.
No hablo de la brevedad de una película filmada que pudiera volverse a ver (la vida habrá sido tan corta), sino de la cosa misma.
Más allá de la memoria y del tiempo perdido. Ni siquiera hablo de un des‐velamiento último sino de lo que seguirá siendo, en todo momento, extraño a la figura velada, a la figura misma del velo.
Ese deseo y esa promesa hacen correr a todos mis espectros. Un deseo sin horizonte, porque en eso reside su oportunidad o su condición. Y una promesa que ya no espera lo que espera: allí donde, tendido hacia lo que se consagra a venir, sé por fin que ya no debo discernir entre la promesa y el terror.

Texto agregado el 05-05-2010, y leído por 123 visitantes. (0 votos)


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