La imagen abre en una toma de cámara con foco muy cercano a una fotografía y lentamente, apenas iniciada, se aleja, comienza a alejarse en un viaje muy suave hacia atrás –casi imperceptible- cuando simultáneamente suena la música, la banda sonora de la película, hasta que la foto ocupa toda la pantalla.
Es un grupo de chicos que visten uniforme de colegio y miran fijamente hacia la cámara. El sol les hace entrecerrar los ojos y todos sonríen menos uno. Es una foto antigua, en blanco y negro, ajada en los ángulos donde el fondo no está demasiado definido.
Esta toma se sostiene dos minutos completos, mientras dura la música. Detrás del sonido, casi como una alucinación acústica se deja oír la voz de Perón en un discurso, sube y baja su volumen cual si a las palabras las alejaran ráfagas de viento.
No hay ningún movimiento de cámara durante dos minutos mientras miramos una foto inmóvil, son cinco alumnos, todos varones con el cabello un poco largo, despeinados, quizá por el viento. A uno le vuela la corbata sobre el hombro, otro muestra un cigarrillo en los labios mientras lo sostiene con los dedos, es el que no ríe.
La inmovilidad de la imagen, es, obviamente, una elección deliberada. Ryan Bingham canta y puntea con su guitarra “Dont wait for me”.
Es una acción buscada, y funciona. Al sostener tanto tiempo la toma los espectadores le hacemos el trabajo. Los ojos recorren la fotografía, buscan detalles, se preguntan donde estarán hoy esos adolescentes, que será de ellos, los que ahí posaban tan felices.
En el sonido se suma un leve rumor de viento y la quietud misma del cuadro lleva con inteligencia a la siguiente escena.
Se apaga, se extingue la música y el sonido ambiente es el viento. La imagen se acerca a un plano primerísimo de uno de los jovenes que posa con sus compañeros en la foto del comienzo.
El film se abre así, no sabemos quienes son. No se los identifica. Una fecha y hora aparecen impresas en la imagen.
(18 de junio de 1973 – 13 hs.)
Viento. Viento y frío, rachas heladas que corren como fantasmas te hacen dar vuelta y no podés ofrecerles la cara.
Yo estaba así, como me rajé del colegio. Con los pantalones grises y el bleizer azul. El saco con la solapa levantada y la corbata en el bolsillo del saco, colgando. La carpeta bajo el brazo, forrada con los papelitos de chistes que traían los chicles Bazooca y después cubierta por un nailon transparente.
Y sí, ahí estaba, cagándome de frío parado en el andén del ferrocarril, al lado del Flaco y de Carita.
Nosotros éramos la JP.
Se abre el cuadro y los muestra a los tres (en plano americano), la voz en off.
La gloriosa JP, y de a poco nos enterábamos de los detalles del “hecho maldito” y esperábamos un tren que viajaba hacia la esperanza.
La esperanza solo llega si la esperamos, así que de acá no nos movemos, decía Carita.
Después se nos agregó el Cabezón, que se arrimó en silencio pero exageradamente, casi dándome un pechazo, como hace siempre el Cabeza, siempre que busca contar algún secreto y darle solemnidad a lo que dice.
(El personaje que se incorpora es un adulto, obeso, de aspecto no muy limpio y viste un pulóver crónicamente usado y roto en los codos)
Vino con un misterio en la mirada y en los labios un gesto preparado para decir algo. Se me pegó muy cerca de la cara y giró hasta estacionar su boca a cinco centímetros de mi oreja.
Tenia olor a meo en el pelo, así que me alejé un poco, discreta pero efectivamente me alejé, la distancia suficiente como para que él no insistiera con la aproximación.
Siempre tenía ese olor, mi teoría es que después de orinar se moja la mano que usa para sacudir y no se seca con una toalla o en la ropa, se pasa la mano por el pelo.
El Cabeza me informó entre olores que él se iba en el tren, que viajaba al acto de la llegada del General.
Tenía un bolsito en la mano.
- ¡Me llevo el grabador...!
Me dijo, fanfarroneando. Y le pegó un par de golpecitos con la otra mano al bolso.
La cámara gira en una toma única, prolongada -hacer documentales es como pintar retratos me retumba en la cabeza- luego busca la pared blanca de la confitería del ferrocarril -entre los dos andenes- allí hay una leyenda que alguien había escrito raspando con un trozo de ladrillo: “Luche y Vuelve”.
¿Y si se moría antes de volver, como seguía la historia? (Relato en off).
La cámara vuelve al grupo de chicos y muestra uno a uno el plano de los rostros.
El Flaco padece el viento, me mira con cara de ¿por qué no nos vamos? y hace sonar la nariz cada vez que respira profundo, suspira, después se limpia con la mano las velas de moco que le caen sobre el labio superior.
El sufrimiento es patente. Aquí se abre la imagen, la cámara enfoca desde muy alto y lejos, desde una montaña que muestra el desierto y la geografía del lugar donde está enclavado el pueblo. La banda sonora aparece nuevamente con Bingham, ahora es “Sunshine” lo que suena.
En la calle sigue junio, y junio tiene ese olor que el viento mezcla en los inviernos juntando el frío y la tierra que vuela. Ese olor de acá, ese olor que con los ojos cerrados puedo decir donde estoy.
Y sumergida en ese olor, con un sol que apenas se muestra, que apenas brilla, que apenas calienta al mediodía, también comienza a pasar la semana con los días más cortos del año.
Miro hacia el horizonte, por ahora solo un telón de cielos, de cerros y de rieles. Busco que aparezca el tren.
La cámara fija sobre las tejas del techo del edificio ferroviario muestra los andenes vacíos, luego se escapa, vuela, penetra el horizonte hacia donde se prolongan los rieles.
El silencio en la estación del ferrocarril es un murmullo de espera, el murmullo de los que se juntan a esperar la llegada del tren, esperar y mirar todos hacia el mismo lugar. Hacia el Sur. Siguiendo con los ojos las líneas paralelas de las vías hasta que se escapan y se clavan en las sombras azuladas del horizonte y las montañas.
La escena se prolonga con la música y en la edición se resalta el paisaje.
***
Al rato, un punto brillante aparece como un reflejo del atardecer, como un punto ondulante que crece, que lentamente se agranda y muestra su forma mecánica, inhumana, moviéndose a paso de hombre. Evitando llegar. Suspendida al fondo de los andenes.
- ¡Ahí viene..!
Se escucha y hay un espacio de gritos, hasta que veo bien definida la figura amarilla de la locomotora, y veo las banderas ondear exageradas, movidas por brazos desnudos a través de las puertas de los vagones. La cámara toma esto con su máximo registro de aproximación y la gente que se asoma y se mueve hace hervir la figura de la formación del tren que avanza. Banderas argentinas y trapos pintados con consignas. Y el aire en oleadas trae también los cánticos.
Las voces graves cantando. Gritando.
Y la silueta de la máquina que se agranda, pero sigue inmóvil. Como fija, ronroneando. Y se sienten los olores.
Y el murmullo del silencio que espera en la estación se mueve, se agita y luego se aparta con prudencia del andén hasta que el animal de acero lentamente ingresa bramando a hierro, a motores y a gargantas. Y el animal asusta. No hay música, solo sonido ambiente.
Y el silencio -que somos nosotros- se olvida del frío.
***
En el escalón de la puerta del primer vagón que viene detrás de la máquina un hombre alto, barbado y de ojos claros, canta con un megáfono en la mano.
- ¡Perón!, ¡Evita!, ¡la patria socialista!
Asoma la cabeza por un agujero que le había hecho a una frazada marrón con guardas más claras, transformándola en un poncho que le cubre el cuello.
Es Clint Eatswood, y pasa marcando la escena del ingreso del tren a la estación frente a la cámara de mis ojos, en una toma rápida, desde un extremo a otro de la pantalla de mi campo visual.
La escena de la llegada, pienso. Un plano de sus ojos gana todo el monitor.
Detrás de él, un racimo de cabezas busca asomarse y golpean con las manos las chapas del vagón. Algunas con los dedos en V se confunden con los rostros desconocidos. Al ritmo de los gritos.
Eatswood pasa y mira sin mirar con los ojos claros penetrando las cosas, la gente, las paredes, clavados en la distancia.
Después viene la hilera interminable de vagones con las pancartas colgadas, con banderas agitadas, furiosas. Los vagones color mierda, quemados por el sol. Con las ventanillas metálicas bajas, tapando lo que ocurre en su interior.
- No suben las ventanillas para evitar los toscazos.
Me dice el Cabeza, en una oleada amoniacal.
Desde los andenes, el murmullo del silencio, ahora excitándose por la llegada se transforma en cánticos, se transforma en la Marcha, y nosotros con algunas compañeras, arremetemos entre puteadas con un agudo coro:
- ¡Perooooón!, ¡Eviita!, ¡la patria peronista...!
Desde el interior de los vagones, - ya detenidos - nos hacen saber que también eran muchachos peronistas, que eran como nosotros, corean lo mismo.
Eso evita el quilombo.
Ahora el silencio es una fiesta y el andén de pronto se inunda por el movimiento de la gente que baja del tren, esa gente distinta, esa gente contenta por el arribo de su líder después de dieciocho años de exilio, que viajan a verlo, esa gente que salta por las ventanas de los vagones y se mueven unidos, agarrados de las manos o de los brazos o con los brazos pasados sobre los hombros y se unen a nosotros, que antes fuimos un murmullo dentro del silencio, y ahora somos los muchachos de Perón cantando la Marcha y pegándole al aire con el brazo extendido, y los dedos en V.
Ahora todos somos lo mismo, somos iguales, somos como los que bajan del tren, y nos mezclamos en abrazos, con las banderas y los bombos, y los bombos son parte del mismo cuerpo que salta unido, los bombos son parte de las voces.
Sigue solo el sonido ambiente y un relato en off.
Y en la emoción de los cánticos desgarrados honramos nuestra lucha y honramos a Evita, y esto es un sentimiento que seguro el gorilaje no puede entender, seguro que nunca va a entender.
-¡Nosotros somos esto, el sentimiento peronista!
Me dice el Flaco y grita. La escena se corta con la edición de su cara conmovida.
Y yo no sé cómo agarrar la carpeta del colegio, para poder saltar más alto. Y en el cielo, en el cielo gris del invierno veo el dibujo de una magia que nunca más volví a encontrar.
No nos conocemos pero somos lo mismo, y gritamos y saltamos. Y saltando y empujando subimos al tren. La cámara vuela sobre la multitud que asciende a un vagón.
- ¡Yo también me voy!
Le digo al Cabeza entre el calor de los gritos y los saltos.
- ¡Bien, pendejo!
Me dice, y me abraza y me da un beso sin soltar el bolsito. Y el ambiente del vagón es tan intenso que no identifico el olor del Cabezón, todo tiene el mismo aroma. Espeso.
La imagen funde distorsionando el gentío que se mueve en el interior del tren y apagando el sonido ambiente. Luego aparece un plano primerísimo del muchacho y Ryan Bingham inicia “Southside of heaven” como último tema.
Después veo los ojos del Flaco, esos ojos que dicen tanto, que hablan sin necesidad de emitir palabras, sobre todo cuando se viene algo pesado.
Y con los ojos me señala hacia abajo por una ventanilla abierta, entre tipos que buscan asiento y otros que saltan y cantan.
Y veo a mi vieja parada en el andén con el delantal de cocinar puesto y con una mano señalándome y la expresión de su rostro y el movimiento de sus labios, y entiendo perfectamente lo que me grita, aunque no la escuche entre los gritos y los cánticos de los compañeros la entiendo.
Es mi vieja, cómo no la voy a entender.
Y me bajo sin ganas. Y me quedo confundido entre el murmullo del silencio que, como yo, se queda parado en el andén mientras el tren se mueve nuevamente, mientras el tren se va.
Y ahora sí la escucho a mi vieja, ahora la escuchan todos.
- ¡Es mejor que te vayas enseguida para casa!
Me dice, gritando. Y la música sube, sube con la imagen fija del último vagón que se aleja, y que se achica en el centro de la pantalla.
(2010)
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