Todas las mañanas transito por el mismo lugar y a la misma hora. Esto, lo he hecho desde siempre y no me desacomoda en absoluto. Conozco de memoria los adoquines de esas calles, sus accidentes y los rayados de los muros. Nada cambia, sólo la flora, que desaparece y luego reaparece, de acuerdo a los ritmos de las estaciones.
Pero, de un tiempo a esta parte, me he cruzado todos los días con un hombre que oprime el timbre de una casona. Él, siempre está allí, con rostro desesperanzado, pulsando con desgano el botón. Al parecer, nadie habita allí. Pero, todas las mañanas, está el tipo en la misma situación y con el mismo gesto de desesperanza. Está claro que todo se debe a que yo paso por ese lugar siempre a la misma hora, la que coincide con la del tipo. Es seguro que alguien acude a su llamado y le franquea el portón. Entonces dirá: Buenos días don Ramón, o don Roberto o don Julián. Y el de adentro, le responderá el saludo y le permitirá pasar.
Pero, por la relatividad de las circunstancias, para mí, siempre será el hombre del timbre, el tipo que aguarda con una paciencia espartana, día y noche, bajo el aguacero o torrado por un sol infernal, allí, silente, como una estatua. Tiene que ser así, tengo que apreciarlo de ese modo, para hacerlo partícipe de mis relatos, manipulando el tiempo y los argumentos. Para transformarlo, al fin y al cabo, en la imagen misma de la perseverancia…
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