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Una lección de vida.

Era la chica más jovial del aula, ella tenía apenas trece años y estaba llena de vida, su sonrisa resultaba siempre ser contagiosa; Risitas, así le llamaban de cariño, la pequeña Risitas; sus compañeros la adoraban.

Ana era su nombre y vivía en una ciudad secreta de una provincia secreta ; era la hija mayor de cinco hermanos, todos paridos por la misma madre y todos nacidos con tan sólo un año de diferencia.

El padre, Carlos, vivió con ellos hasta cuando Ramón, el hermano menor de Ana, estaba en la barriga de su madre con tan sólo 4 meses de embarazo y Ana tenía seis años, Carlos era un hombre muy dado a las mujeres y al vicio del alcohol; tenía muchos años más que la madre de Ana y cuando se emborrachaba sacaba el machismo que tenía arraigado y que caracterizaba a los hombres de aquella tierra secreta;muchas veces Carlos golpeo a su mujer sin importarle los meses de embarazo que ella tenía, él miraba a las mujeres como un simple objeto sexual que tenía la obligación de satisfacerle y no participaba de la idea que ve a la mujer como una compañera de vida para el hombre ;él era de aquellos machos que no valoranban los sentimientos de sus mujeres; que no les importa con qué mujer se acuestan y con cuál van a levantarse. Esta situación era soportable para Magdalena, madre de Ana ,porque todas las mujeres de su familia habían vivido la misma historia.

Un día,de pronto, su mujer y sus cinco hijos le parecieron una carga muy pesada a Carlos, así que decidió abandonarlos a su suerte para él probar la suya al lado de otra mujer.Inventó la escusa que Magdalena lo estaba traicionando y sin importarle los cuatro meses de embarazo que su esposa tenía; la golpeo ferozmente hasta verla gemir de dolor y tirarla al suelo, mientras Magdalena protegia su vientre sólo con sus manos; después se fue y la dejó sin conocimiento rodeada de un charco de sangre que evocaba la sospecha de un posible aborto; los niños lloraban alrededor de su madre hasta que una buena vecina,se acercó con temor a auxiliarlos.Sin embargo, pese a la golpiza , ella había logrado salvar a su hijo.

Así pasaron unos años hasta que Magdalena logró recuperarse y comenzó a trabajar echando tortillas y
sus hijos le ayudaban saliendo a diario a las calles a venderlas; pero desde luego, sin descuidar sus estudios. Y aunque su vida era difícil volvió la tranquilidad para ellos pese a las huellas que el maltrato había dejado, los niños volvieron a sonreír . Siendo Ana la más sonriente de todos.

La faena de las tortillas comenzaba desde las cuatro de la mañana, con el canto del gallo, doña Magdalena que se encontraba enferma por culpa del reumatismo, se levantaba junto con sus hijos a encender el fuego y a poner la nizqueza.
Mientras trabajaban también se entretenían escuchando música mexicana en un programa mañanero de una de las tantas radios que hay allá en aquella tierra secreta.

Ana, ve y busca la leña¡ Ay que muchachos¡ ¡Qué no quieren levantarse! Vamos perezosos que hay que buscar el pan del día…

Esta riña entre su mamá y sus hermanos le causaba mucha gracia a Ana.
¡Vamos niña, deja ya de reírte tanto!

Y comenzaba aquel palmear de tortillas alegre, continuo en medio de risas, agitaciones y bullicios; que más bien parecía, que aquel grupo en lugar de trabajar; lo que estaban haciendo era admirar alguna obra humorística a esas horas de la mañana.

Cuando se terminaban de echar las tortillas salían los niños con un yagual sobre la cabecita de cada uno con una panita. ¡ tortillas! ¡tortillas! ¿ van a querer?. Miren, van calientitas y hermosas…¡las tortillas!

Un día Ana pasó junto a un hombre que estaba sentado en la calle, el hombre le pareció un poco extraño, éste estaba muy sucio y hedía , miró a Ana y le extendió la mano suplicándole una limosna, esperando que la niña respondiera con misericordia.

Se notaba que el alcohol había hecho su trabajo en él. No puedo darte dinero, le dijo Ana, porque es para mi madre y mis hermanos; por favor, le suplicó él, sólo un centavo. La niña introdujo su mano dentro de su bolsita de plástico y sacó una monedita. Tome, le dijo, le prometo que mañana le dejaré una más. Y se fue a casa. Cuando llegó a casa, siempre saludaba a su madre con un beso. Te quiero, mamá; y luego con la alegría que le caracterizaba se marchaba a la escuela.

Al día siguiente todo marchó igual, Ana cumplió su recorrido y le entregó a su amigo el dinero prometido. Promesa que empezó a cumplir día tras día, pues comenzó a frecuentar la misma calle. También inició una serie de interrogaciones para su nuevo amigo. ¿Usted dónde vive? No tengo casa. ¿Y su familia? No tengo familia. Pero, ¿cómo es posible? Una vez tuve familia, pero ahora no la tengo más. Y, ¿no se siente solo? Sí. ¿Sólo sí? ¿Esa es toda su respuesta? ¡Bah!

Transcurrió así el tiempo y llegó el invierno, uno de esos inviernos en los que en aquella tierra caían tremendos aguaceros acompañados de rayos y centellas que hacían resplandecer el cielo y su rugido llenaban de terror a quienes los escuchan.

Un día en uno de sus recorridos Ana no encontró a su amigo en el lugar de siempre, y se preocupó por él. Se preguntó donde podría estar. Así que comenzó a investigar, porque a ella le gustaba hacer de detective, hasta que dio con su paradero. El hombre se alojaba en unas ruinas,era una de las casas destruidas de aquella ciudad secreta cuando sufrió un bombardeo durante una guerra por una causa popular que me es prohibido revelar.

¡Dios mío, amigo! ¿ qué le ha pasado?
Estoy enfermo, muy enfermo. Me sentí mal; unas personas me llevaron al hospital, me dejaron allí y me diagnosticaron septicemia, pero como no tengo dinero, decidieron echarme a la calle con la escusa de que mi enfermedad no tiene cura y es mortal.
Al médico no le interesa más que conocer la billetera del paciente pero no le importa ayudarle. No le importa el dolor del que está enfermo y sufre. Para mi mal no hay remedio, es incurable, la muerte sólo será mi libertad. No quiero morir.
No puedo buscar a mi familia ya que los he abandonado, ahora estoy solo sin nadie quien me asista; sin nadie que llore por mí el día que fallezca; nunca valoré lo que la vida me ofreció y sólo supe hacer daño a las personas que me amaron; y todo lo que ahora me ha sucedido, desde el día que me viste por primera vez en la calle y me diste aquella limosna, hasta el día de hoy, sólo han sido desgracias; cuando me ahogaba en mi vicio nunca pensé que podía sucederme algo así. Es claro, que todo el daño que hacemos aquí, la vida se encarga de cobrarlo.

Ana no le decía nada, sus palabras estaban atragantadas en su garganta. Se limitó a abrazarlo.

¡Vamos, amigo! Tenga valor.

Y así transcurrió un mes, la situación de aquel hombre empeoraba, la niña lloraba en silencio, y no se atrevió a contarle aquella historia a su madre; intento ver y consolar a su amigo como le fue posible; todos los días, en lugar de monedas, le llevaba su comida, fingía delante de su madre que la comía, y luego la escondía en una gaveta de una vieja mesa para después llevársela a su amigo. Ana perdía su alegría y las calificaciones en su escuela daban mucho de qué hablar.

¿Qué te pasa Risitas? ¿? … ¡ Por Dios, niña, dime algo…
Ella sólo callaba.

Como era de esperarse llegó el momento en que el amigo de Ana comenzó a empeorar, se acercaba al final de su camino y se preparaba para alzar el vuelo a la morada que le aguardaba.


Ana comenzó a faltar a la escuela. Su maestra dio aviso a su madre; la cual decidió callar, espiarla y seguirla sigilosamente hasta su secreto destino.

La vio entrar a aquella extraña morada y ella entró también.
Ana, ¿Qué haces aquí?

Con mucho asombro miró al hombre que jadeaba en medio de mucho dolor próximo a exhalar su último suspiro; sin embargo su corazón también se llenó de incertidumbre cuando vio detenidamente los ojos de aquel hombre y reconocer su identidad:

¡ Carlos!¡ Carlos! Por Dios, Ana… ¡es tu padre!

Ana respondió perpleja:¡Mamá, él está muriendo!

Magdalena lo abrazo con fuerza.A Carlos le aparecieron dos lágrimas en sus ojos...
Perdoname… Perdonenme.

¡Papito¡ Te perdonamos.

Se hizo un largo silencio, donde el moribundo cada vez sentía que su cuerpo se le hacía más y más pesado, su presión bajaba y su respiración era cada vez más dificultosa.¡ Perdón! Exhaló.

Madre e hijas estaban perplejas…no podían dar crédito de lo que estaba sucediendo.
Te perdonamos, Carlos, descansa en Paz.
Despues de estas palabras el pobre hombre exhaló en los brazos de Magdalena.
Mientras que Ana lloraba amargamente.
Era mi padre y no lo reconocí.
¡Madre¡¿Por qué no pude reconocerlo?

Era necesario que lo ignoraras para que le enseñaras a amar.






Texto agregado el 03-05-2010, y leído por 111 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
23-05-2010 Nunca escupas al cielo, porque en la cara te cae, se dió lo del dicho, pero este hombre tuvo la suerte que pudo pedir perdón a quienes mas habia lastimado y tuvo la suerte de no morir solo, como se lo merecía. Quien siembra tormentas, cosecha tempestades. gordinflon
04-05-2010 Shisa, Cuando abras tu libro te cuento... ¡Avísame! logan5
03-05-2010 Triste en parte pero una gran historia bien narrada. logan5
03-05-2010 Que historia tan desgarradora y triste, es un caso común en el hombre machista y que no sabe valorar a la mujer, pero casi siempre quedan solos y terminan muy mal porque se aislan de todos y no tienen salida, por suerte este hombre pudo pedir perdón, otros nunca lo hacen por su orgullo desmedido, muy buena historia y muy bien relatada****** silvimar-
 
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