Matías
¡Un niño sin juguetes
Es más peligroso que un océano de furias
Decidido a conquistar por asalto
La más lejana estrella!
Victor Valera Mora
Matías era un muchacho que llegó a mi pueblo a principios de los años 80. Era extraño y feliz. Sobre todo recuerdo esto último. Tenía unos ojos alegres y amarillos que hurgaban alrededor suyo como buscando el mecanismo oculto en cada cosa.
Al principio nos daba miedo, como todos los guerrilleros que se iban a esconder en la montaña. En realidad no era un miedo directo el que nos inspiraba Matías, sino más bien un sentimiento parecido a la música estridente que ponen en las películas cuando va a salir el villano. Matías era el ruido, y nos imaginábamos que el malo venía en forma de balacera detrás de él. Los primeros meses de su estadía nos alertábamos cada vez que aparecía por la bodega del pueblo a comprar sus víveres, pero luego nos acostumbramos, y hasta llegamos a olvidar que era un perseguido.
Sus únicas pertenencias eran un fusil mudo y un cuatro que hablaba por los dos. Cuando Matías no estaba en el caserío, podíamos ubicarlo en los cerros circundantes gracias a su instrumento. Siempre tocaba la misma melodía, siempre los mismos tonos. Los campesinos que estaban más cerca escuchaban también su voz acompañando al cuatro, cantando una canción sobre no rezar tanto y hacer más. Este canto era extraño y no tardó en hacer exasperar al cura del pueblo, que blasfemó contra Matías un domingo en el sermón. El discurso asustó a las mujeres, aburrió a los hombres y nos emocionó a los más jóvenes, porque no hay nada más llamativo para un muchacho de pueblo que un hijo del demonio cantando y asustando en medio de la montaña.
Por esta razón y por la falta de buenas distracciones que padecíamos, Matías no tardó mucho en hacerse popular entre los chicos, quienes nos ofrecíamos de buen talante a buscar los racimos de topochos y a arrancar las mazorcas de los conucos, sólo para acercarnos a su escondite. Desde los sembradíos escuchábamos sus cantos, y siempre le dejábamos algo de comida, una cobija o cualquier cosa que se nos ocurriera le pudiera hacer falta. Esa fue nuestra relación con Matías durante un buen tiempo, hasta el día en que mi perro se escapó tras una cría de cunaguaro.
Yo estaba recogiendo mazorcas en el conuco de un vecino, y el perro se quedó petrificado frente a una mata de mango, oliendo las raíces. Yo no entendí nada hasta que lo vi salir corriendo hacia el monte, detrás del animalito, que tenía buen tamaño a pesar de ser joven. Entendiendo la muerte segura que esperaba a mi mascota cuando lo agarrara la madre del cunaguaro, corrí tras él lo más rápido que pude. Seguí adentrándome, siguiendo el rastro de ramas rotas, hasta que el monte se hizo espeso y la luz del sol llegaba en breves ramalazos, entre las rendijas del follaje. Ya me iba a dar por vencido cuando escuché, cerca de allí, el chillido de mi perro, que de seguro ya era presa de la cunaguara. Luego escuché un disparo. Corrí al encuentro de mi animal, aún confundido por la explosión, y allí estaban. Mi perro ensangrentado no hacía más que temblar en los brazos de Matías, herido en diferentes sitios por los mordiscos y arañazos de la felina.
-No la maté- me dijo el muchacho- sólo la asusté con un balazo y salió huyendo. El perro tiene algunos mordiscos, pero se va a recuperar.
Yo no sabía qué decir. Estaba ahí, inmóvil y con los ojos pegados al guerrillero. Llevaba el cuatro terciado a la espalda y el fusil recién disparado al hombro. Dejó a mi perro en una piedra grande que fungía de mesa, y empezó a revisarlo con cuidado –Busca en mi rancho una tablilla y trapos viejos- me dijo. En ese momento noté dónde estábamos. Era su escondite: apenas un espacio limpio de maleza, cubierto en lo alto por un espeso techo de follaje. Recostado a un tronco, se hallaba el rancho construido con ramas entreveradas. La puerta era un pequeño hueco, por donde sólo cabría una persona en cuclillas. No era nada cómodo, pensé, pero para ser una guarida, estaba bastante bien.-¡Muchachito!, ¿no vas a traer lo que te pedí?- Mi perro fue el primer paciente de Matías.
A partir de entonces, se convirtió en el veterinario del pueblo. Gallinas que no ponían, burros que no querían comer, perros con sarna, mulas con mal parto, hasta un que otro muchachito se vio bendecido de los consejos de Matías contra piojos y picaduras de zancudos. Los vecinos me mandaban a buscarlo, y él de buen talante se acercaba conmigo hasta las casas donde era requerido su servicio; la gente siempre le agradecía con un plato de comida, parte de la cosecha o alguna encomienda que éste necesitase de la ciudad.
Un día llegué a buscarlo y no estaba. Sólo encontré el cuatro guindado en una rama de su rancho. No lo busqué, al contrario, me dejé llevar por la curiosidad acercándome sigiloso hasta el instrumento. Lo bajé y empecé a rasgar tímidamente cada una de las cuerdas, disfrutando del sonido que, susurrante en un principio y luego a gritos, manaba de su boca al contacto con mis dedos. No me di cuenta cuando llegó Matías, pero al verlo era demasiado tarde. Me había levantado sobre la mesa de piedra cantando a viva voz la última ranchera que se oía en la radio. Mis manos no ayudaban mucho al pobre instrumento, pero éste hacía lo que podía para seguirle los pasos a mi inspiración. Casi iba a terminar mi interpretación cuando a Matías se le escapó una risotada, desarmándome el escenario, el público y las ovaciones que mi cabeza había creado -Si quieres tocar, primero tendrás que aprender. Yo fui el primer alumno de Matías.
A la maestra de nuestra escuela le gustó mucho la idea de mis clases de cuatro, por lo que se puso de acuerdo con varios vecinos, y de ese modo reunieron una docena de instrumentos, bastante sordos y de mala calidad, para crear una escuela de música que funcionaba todas las tardes, después de las lecciones de lectura y matemáticas, siempre que no hubiese lluvia ni redada. Dada la lejanía entre mi caserío y cualquier destacamento de la Guardia, esta actividad se convirtió en rutina rápidamente.
Ella terminaba la clase y se asomaba a la calle. De estar el día brillante y libre de posibles sapos, bajaba los cuatros y nos dejaba hacer todo el ruido que quisiéramos. A los quince minutos llegaba Matías, con su instrumento en la mano, dispuesto a enseñarnos la única canción que se sabía y a contarnos cuentos que casi siempre tenían que ver con animales, el diablo o los duendes de la montaña.
Esa fue nuestra rutina por un tiempo indefinido, hasta que una tarde llegó la Guardia al pueblo. Me encontraron en la bodega, feliz de haberme podido escapar de un examen para el que no estudié, dispuesto a comprar chucherías y a perderme entre las últimas ramas de cualquier mata de mango, donde nadie pudiera obligarme a ir a clases. Entraron y pidieron al bodeguero una cerveza, mientras entablaban conversación con él. Hacían preguntas sobre movimientos de personas extrañas en las cercanías y se comentaban entre ellos la posibilidad de encontrar “al cartero” por esta zona. Decían que iba a ser fácil encontrarlo, porque era un imprudente, que hacía mucho ruido con su cuatro y gustaba de hacer amistad con cualquiera. Definitivamente hablaban de Matías.
Corrí a la escuela, olvidando el examen y sus consecuencias. Teníamos que hacer algo. Ya era tarde para avisarle porque toda una patrulla estaba peinando la zona. Conociendo su costumbre de tocar y cantar mientras se hacía la hora de nuestro encuentro, esperábamos llegar antes de que fuera demasiado tarde. Todos corrimos a tomar posiciones. Cuatro en mano, invadimos sigilosamente el territorio. Desde los sembradíos, entre la montaña, en los caminos de tierra, doce cuatros retumbando su cambur pintón al viento, desde el principio hasta el final de nuestro minúsculo poblado. Los guardias escucharon primero a uno, luego a otro, otro más. Corrían desesperados tratando de ubicar al verdadero Matías entre la maleza y los conucos. Yo tocaba, agazapado y bullanguero, desde mi escondite en la mata de mango. Desde allí escuché cómo fueron silenciándose los instrumentos, doce, diez, tres, dos, hasta que la montaña sólo susurraba al compas de mi cuatro y el chasquido de sus botas acercándose. Por fin asomó la tela de camuflaje bajo las ramas de mi guarida.
-Bájate, carajito, y calla ese coroto. Ya el tipo se nos escapó.
Nos quitaron los cuatros e hicieron una gran fogata con sus astillas, cerraron nuestra escuela y se llevaron a la maestra presa por averiguaciones. Casi todos los adultos le dieron una pela fuerte y sonora a sus hijos frente a la guardia, para dejar sentado su acuerdo de nunca más permitir guerrilleros en ese sector. Por mi parte, no agarré otro cuatro en mi vida, y tampoco volví a ver a Matías. Nadie supo de él nunca más. Sin embargo, aún dicen en mi pueblo que cuando la tarde es clara y paseas solitario, puedes oír a lo lejos el canto de un cuatro que retumba desde lo profundo del Aitón.
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