El Manuscrito
El escritor se levanta temprano, cepilla sus dientes y se mira al espejo. Sus ojos aún se hunden en las lagunas violáceas que el insomnio le produjo. Toda la noche pensó en el manuscrito hecho pedazos, y los pocos momentos de sueño que pudo tener, siempre fueron interrumpidos por pesadillas de papeles quemados y hombres de verde amenazándole con sus cañones relucientes.
En realidad nunca ha visto a esos hombres, pero sabe que están ahí. Así se lo hizo saber el muchacho desconocido que llegó aquella madrugada, tocando su puerta para escapar de una persecución. De haber sabido esto, nunca lo hubiera recibido, pero su rostro asustado y su mirada suplicante lo impulsaron a colaborar con él. Cerraron la puerta tras de sí, apagaron todas las luces, y se sentaron a la mesa del comedor, en silencio, a escuchar las patrullas que recorrían la calle una y otra vez. Luego se fue, sin más. Nunca supo nada sobre él, pero supuso que era un guerrillero, e imaginó que los soldados debían ir tras sus pasos.
El escritor recuerda su pasado exitoso, su incursión en la novela humorística, los relatos románticos que publicaba semanalmente en una revista dominical. Pese a saberse sin mucho talento, se ha ganado la vida escribiendo, cosa que pocos logran en este país. Aunque cada vez se le hace más difícil.
Cuando el muchacho salió de su casa, con un gracias susurrado como único intercambio, dejó tras de sí un despliegue de dudas que persiguieron al escritor hasta la desesperación. Antes de conocerle lo intuía. La guerra estaba ahí, en algunas noticias del periódico, en conversaciones de pasillo entre universitarios. La guerra era como una moda que algunos asumían, la gente rara, los hippies, los punk, los guerrilleros. Pero después de esa visita no sabía qué pensar, ya no era lo mismo. Más de una vez se vio buscando su rostro entre los muchos cadáveres que mostraban las páginas de periódicos amarillistas, pensando una y otra vez en esa noche, en el por qué. Así se decidió a investigar.
Después de mucho preguntar, dio con el permiso para entrevistarlos. Lo recibieron algunos hombres encapuchados, bajo el resguardo de una casa abandonada que acondicionaron para la ocasión. Ahí supo sobre ellos y comprendió que había mucho más.
Luego salió dispuesto a escribirlo todo. Sería la novela de su vida, el legado que dejaría a la posteridad. Noche a noche se dedicó a construir la historia, basada en los hechos que el grupo armado había puesto en sus manos. Todo lo antes escrito, todo lo que pudiera ahora escribir, fuera de la novela, sería basura ante sus nuevos ojos, relatos insignificantes con la única pretensión de ganarse el pan que le permitiría culminar su proyecto. Hizo un gran libro, hojas y hojas de una ficción teñida de esa realidad que se colaba entre los párrafos, igual que aquel muchacho intruso en su propia casa. El libro terminaba con un gran triunfo, eran héroes que al final lograban sobreponer sus ideales de igualdad sobre el caos reinante. Toda una gesta.
Cuando estuvo conforme llevó el trabajo a su editor. Te va a gustar, le dijo, será un rotundo éxito. A él sólo le bastó una noche para tomar la decisión. Al otro día recibió la llamada de una secretaria, quién con voz discreta y educada le hizo entender que no sería publicado. Él, autor de confianza para la editorial, no sería publicado. Ya lo verían.
Irrumpió en la oficina de su editor por segunda vez, dispuesto a disuadirlo, luego a insultarle y finalmente a arrebatarle el manuscrito. Fue la misma historia una y otra vez. Nadie quiso imprimir el libro. Pero por lo menos cámbiale el final. ¿Es necesario que ganen? Ya sabemos que son unos héroes y todo eso, nadie dice que tengan que terminar triunfando. Hasta le aconsejaron que se dejara de politiquerías y siguiera en lo suyo, que por esas historias la gente no pagaba un céntimo.
Una noche, después de muchos intentos, recibió una llamada. Déjate de eso, escritorcito… no nos obligues a buscarte. Allí acabó la comunicación. Al otro día lo despidieron de su trabajo en la revista sin razón aparente ¿Qué más podía hacer? Solo, sentado en su banco de trabajo, leyó el manuscrito. Su voz reprodujo una a una cada palabra, narrando su mayor logro artístico a la soledad. Cada hoja que leía era despedazada entre sus propios dedos, humedecida por sus propias lágrimas y arrojada al suelo vacío del estudio. Pronto no fue más que una novela muerta, una alfombra de papeles sin vida que desaparecerían durante el servicio de limpieza.
El escritor observa una lágrima que rueda sobre la mejilla de ese hombre en el espejo, y suspira. Lava su rostro y lo restriega de mala manera contra la toalla de la pared. Busca una taza de café y se encierra en su estudio. Pese a todo, debe continuar. Toma papel y lápiz y, tras un momento de contemplación, escribe el título de su nuevo trabajo: “Fulminante amor”.
Lo intentó, nadie puede negarlo.
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