El misterio de Elisa fue para Federico una espina, esas espinas que se clavan y no sabemos como quitar. Algo había en ella que despertaba pasión y temor a la vez.
Apareció en la oficina como una empleada más.
La llamaban la rosa negra, por su piel oscura. Su cuerpo era escultural y su cara bella y serena: encantaba.
Todos los solteros de la oficina se fueron al humo y los casados también, todos rebotaron menos el negro Sánchez. Con su pinta de elegante sport siempre pulcro y perfumado, la ganó.
Duro poco tiempo el romance.
Un viernes por la noche, muy tarde, la esposa del negro llamó a Federico.
Sánchez no había llegado. Sábado y domingo sin noticias. Federico pensó que la rosa negra y Sánchez se habían escapado juntos.
No fue así. El lunes, Elisa entró como siempre y cuando preguntaron por el negro, se encogió de hombros:
—Lo vi el viernes aquí, después no sé.
Su cara inocente la liberó de toda duda. Del negro nunca se supo nada, se perdió en bruma de la vida.
Seguramente, el negro, cansado de la rutina familiar y laboral, se tomo el piro, pensó Federico.
Pasados unos meses, él se fue acercando a Elisa, sutilmente la invitaba a una exposición, otra vez al estreno de una película y cada día al salir del trabajo la llevaba hasta la casa.
Cuando ella lo invitó a cenar en su departamento, creyó tocar el cielo con las manos.
Esa noche llegó con un ramo de flores y una cara de baboso total.
Cenaron, luego el café, música, bailaron y se fueron poniendo cachondos.
Ella fue a ponerse algo liviano, así dijo. Él se sentó a esperarla, Lo hizo un sillón de cuero marrón, el tono era parecido a la piel de Elisa, pensó Federico. Era cómodo, muy cómodo. Demasiado cómodo, tan placentero que comenzó a hundirse en su mullido asiento, se hundía más y más. Intentar salir de allí fue imposible. El sillón lo fue tragando en un abrazo del que no pudo salir.
Allí comprendió Federico el misterio de Elisa y quién era Elisa.
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