Sé que quizás no pueda justificar lo mal que me comporté frente a cada situación que se me presentaba.

Pero la amé, más que a nada, más que a mí mismo. Jamás acudí a su llamado.
Casi no me atrevía a mirarla por el temor que me causaba el caer en aquella mirada tan hermosa como profunda.

Su sonrisa era lo único que podía llenar el vacío de mi alma.
No era mía y no lo sería jamás, pero me bastaba con saber que respirábamos el mismo aire.

Recuerdo aún el día que la sorprendí llorando, la sensación que me recorrió el cuerpo era indescriptible.
Las lágrimas le brotaban como haces de luz que resplandecían ante mis ojos.

Intenté olvidarla pero el sonido de su voz ya apagada, resonaban en mis oídos, me ensordecían.
La luz de sus ojos, ya sin vida, me enceguecían.

La amé más que a nada, más que a mi vida.
Ella nunca lo supo, ni lo sabrá.