El agua resbalaba sobre sus enmarañadas ramas, su grueso tronco, verde mohoso y lleno de sombras, se elevaba y extendía vertiginosamente en el espacio colmado de maleza. Era un árbol siniestro, lleno de rostros informes que me sonreían, yo sentía temor al verlo.
La lluvia mojaba mi rostro e intentaba serrarme los ojos con sus afiladas gotas. Mientras, yo seguía allí, observándolo, sin escatimar en tiempo, llegado de algún sitio que no me importaba, como si mi memoria se hubiese borrado. De pronto solo me encontré plantado en el suelo como aquel viejo árbol en la inmensidad del bosque, con no más que el murmullo de la lluvia y el ruido de las criaturas nocturnas. Crujían sus largas ramas que como brazos se movían. El viento era consiente de mis temores y jugaba con mi mente.
Empapado y tembloroso decidí dar un paso, acercarme o huir, pero me fue imposible, mis pies ya no eran pies, mis dedos parecían haber crecido, largos muy largos, encarnados en la tierra, sentía su vivacidad, me alimentaba. Mis raíces conectaban con las suyas, como tomados de las manos. Aquella situación era desesperante, pero placentera, paresia que la selva quería reclamarme como suyo, llamándome, pero me atraía su dominio. Era un extraño sentimiento.
Han pasado muchas lunas, muchas lluvias y muchos soles, se ha transformado mi carne, se han fortalecido mis raíces. El viejo árbol murió dejándome su legado. Comprendí mi destino.
Fuerte te hace el tiempo y estas obligado a madurar, ha extender tus raíces, solo tienes que saber a que naturaleza perteneces.
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