Todas las figuras danzan, de entre los objetos y pertrechos, sus sombras. Como extraños duendes de la noche que abandonan sus brillantes trajes por negras vestiduras. Siluetas oscuras que se esconden detrás de todo, como queriendo liberar su inusual vocación de guardaespaldas femeninas, o como infames ladronas sin rostro que se oculta a hurtadillas entre el hondo refugio de la oscuridad. Se mueven al unísono, siguiendo el mismo compás, la misma tonada. Pero no escuchan música, ni mucho menos son espectadoras entusiastas de una gran sinfonía -aunque la escena pareciera una obertura a la italiana: allegro adagio allegro, según lo imponga el ritmo caprichoso del viento-. Ni tampoco practican una coreografía ensayada de maromas y zapateos, aunque así lo parezca. Solo se mueven, si, pero mas bien siguen una luz, una luz central, brillante, de amarillos rojos y azules, que hace la vez de director, moviendo su batuta invisible sobre un alto mástil de cera en decadencia, que se escurre, sucumbiendo al calor inclemente de su propio fuego, fuente de toda magia, fuente de todo movimiento. |