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Era una pequeña caja de madera, añeja como su dueña, con bordes canteados, cubierta tallada y una pequeña cerradura para una llave que no era habida. La desechaban por vieja, por su perdida belleza y por su poco valor; los herederos de la anciana buscaban con afán en las grandes cómodas de antigua confección y extraían de sus celosos cajones prendas de seda con olor a guardado, que se deshacían en sus dedos voraces.
Del antiguo ropero descolgaban las capas, los terciopelos y los tules, destrozando su otrora majestuosidad en el frío y polvoriento piso.
Una caja redonda, de aquellas para sombreros, con un lazo negro centró la atención de todos; allí debía estar lo que buscaban. Su tapa voló por los aires y su contenido fue vaciado en el piso: sombreros pequeños del 900 burlaron sus afanes.
Las horas corrían a la par que sus sedientas manos; en alguna parte debía estar, lo habían dicho los vecinos, lo comentaba el pueblo, era “vox populis”: ¡oro! Las viejas guardaban oro, aparte de todas las traperías y, el metal no desaparece con las polillas. Debía haber una caja, un cajón, un mueble que lo guardara, más… ¿dónde estaba?
La casa, antigua, oscura, mal ventilada, sucia y desordenada, se negaba a entregar su tesoro. Deberían botarla, volarla, demolerla; nadie se iría sin su parte del tesoro y comenzaban a vigilarse los unos a los otros, con ojos de avaricia. Si al menos la desdentada vieja hubiese dicho algo en sus últimos minutos. Se aferró a su chal colmado de polillas y envuelta en él, esperó la muerte. Ni una palabra, quejido o sonido en sus últimos días; sólo sus pequeños y vivaces ojillos indicaban que estaba viva, consiente y que se percataba de lo que ocurría a su alrededor. Sus últimos años habían sido en completa soledad, nunca una visita, jamás una carta. Sólo sus vecinos la veían de vez en cuando, cuando iba al mercado cercano y, en otras ocasiones llegaba hasta el almacén de la esquina. Y luego apoyada en su bastón y arropada en el chal lila, regresaba a pasitos cortos. Con el tiempo sus salidas se espaciaron y un día, ya no se la vio más. De la corta calle se había perdido la pequeña y negra figura.
No faltó la vecina, que caritativamente empezó a ir a verla y pronto necesitó un médico. Hasta dicen que más que eso, necesitaba quien supiera de aparecidos, puesto que la vecina aseguraba que una figura negra se paseaba por la casa de la enferma, pero que nunca le vio la cara. Cuentos decían y el médico consideró oportuno avisar a los sobrinos, los que se dejaron caer, cual aves de rapiña, sobre la casa y sobre los escuálidos huesos de la enferma.
Y comenzó la vigilia, que finalmente había terminado; resultó dura de morir y ellos querían regresar con la fortuna repartida equitativamente. La búsqueda continuó en los muebles del comedor, su contenido se espació sobre el piso y se despreciaron los pequeños tesoros bordados en hilos italianos ¿para qué querían manteles, si habían monedas de mayor valor? Y la loza se quiebra de mirarla. En los supermercados de la capital las hay más modernas; ni la resistente mesa del comedor se escapó a la revisión y luego, voraces, hambrientos fueron hasta la cocina y sus viejas alacenas se vaciaron, sin que hallaran lo que buscaban. En alguna parte debía estar, las viejas eran unas avaras. Fueron tres y una por una heredaron todo. Esta era la última, debía tenerlo.
Como perros volvieron al dormitorio y el colchón de la cama de bronce fue partido como una res, su lana arrinconada con una escoba, entre ella la cajita, el viejo chal, las frazadas y la colcha. Imitando lo hecho, en adelante todo lo tiraron allí, revisaron cada rincón y no escaparon las junturas de los muros, las que fueron violadas por sus dedos ansiosos.
El oro no estaba.
Cansados con la búsqueda, se percataron de la presencia de una anciana, vestida de negro, que los miraba sin comprender lo que hacían, al menos así les pareció. En su prisa no le hablaron ni le preguntaron qué hacía allí y continuaron. Finalizada la tarea devastadora, derrotados, decidieron regresar a sus hogares y esperar a que el abogado viniera a hacer el inventario y luego les dijera qué les correspondía a cada uno de ellos. El último en salir notó a la anciana de negro en medio del desorden y no le dio importancia, la supuso del vecindario y volviéndose hasta ella, le extendió un billete y le dijo:
- Limpie y bote lo que no sirve, por favor. En buenas cuentas, bote todo, aquí no hay nada que sirva…
Los ojillos de la anciana brillaron picarescos y con pasitos cortos, como los de la difunta, se dirigió hasta donde yacía el colchón desparramado. Buscó entre la lana con suaves movimientos y recogió la cajita desde su lecho empolvado. Con amor la arropó en su pecho y caminó con ella hasta una mesa. De su cuello sacó una larga y fina cadena, donde pendía una llave y la cerradura se abrió, mostrando su interior aterciopelado. Un rayo de luz se hundió en el interior de la cajita y arrancó destellos brillantes a las piedras que reposaban en su fondo azul…
Una sonrisa cruzó su vieja cara y se escuchó por los corredores su divertida exclamación:
- ¡Tontos!....éramos cuatro viejas!...y no era oro, eran diamantes!
El abogado…nunca los llamó!

Texto agregado el 23-04-2010, y leído por 196 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
24-04-2010 bien escritos como todo lo que escribes pero este en especial me recuerda una historia que presencie Rocxy
 
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