Este es mi mejor cuento y se lo dedico a Justiniano Artola.
Una manía repugnante, Molina, esa de limpiar con los dedos la bombilla. Le cuento que justito detrás de usted, ahora, un tarambana limpia la bombilla con los dedos antes de pasar el cuenco. Como lo oye: con los dedos. Ahá, claro que es un horror. Le digo más, Molina: algunos juegan con la bombilla haciéndola golpear contra los dientes y es como que la tocan con la puntita de la lengua, todo esto mientras participan fluidamente de la conversación, como en un acto involuntario. O dan pequeños soplidos cual si de una flautita se tratase. Y que conste que estamos ante una tradición milenaria que une a la gente. El gaucho, Molina. Ha leído usted la cosa telúrica, la vivencia del hombre de campo, el rigor de la intemperie que convoca al parroquiano a reunirse junto al fuego. Ni que lo diga, Molina, un frío de cagarse, sí. Imagínese que el gaucho no iba a andarse con la mariconada de limpiar la bombilla con los dedos roñosos. A rebencazo limpio se amansaba el caballo. Una fogata y la comunión entre hombres rústicos templados por la tierra, en silencio, y el frío tajante de la noche; ése fue el escenario prístino del mate, Molina. Efectivamente, querido, otros tiempos. La decadencia estrepitosa. Acá en el camping no se puede, Molina. No se puede. No mire, pero detrás de usted la señora gorda ha enviado a su pequeño niño a la pileta porque el mocoso se halla pringoso de yogur. Sí, mi viejo, se le cayó el tarro de yogur en la cabeza; lo sobrevuela un nutrido enjambre de abejas. No se mueva. No. Parece que tiene usted una abeja en el pelo, sí; y le está libando la caspa, Molina. Qué asco.
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