EL DESTINO DE JUAN NATERA
Por Nadim Marmolejo Sevilla
Para Juan Natera, labrador de nacimiento, la pobreza no era dura. Como fuese, aliviaba sus penurias y afrontaba la cuesta de la cotidianidad. La desigualdad humana no lo descorazonaba. Parecía inmune a la ambición que atormenta.
—Mientras haya menos que cuidar, se está más tranquilo —solía decir con estricta franqueza ya que, para él, la poquedad material no es el origen preciso de la infelicidad.
La pequeña casa donde residía, una inacabada construcción de cemento y Eternit, erigida sobre un terreno del que se apropió subrepticiamente junto con otros de su condición social que no hallaron otra forma de conseguir un techo bajo el que vivir, se estremecía cada vez que soplaba el viento. En el principio era bien acogido en el arrabal, ya que la decencia de sus actos y la permanente disposición para ejecutar cualquier favor que le solicitaran lograron conquistar la aquiescencia de la mayoría, pero como nunca se asociaba con nadie al pasar el tiempo generó la antipatía de muchos, que a lo último fueron todos, lo cual repercutió en que no fuera incluido en los planes rutinarios de asueto y diversión de la comunidad con tanta severidad que cayó en el más rotundo olvido. De aquella vida solitaria a la que quedó rezagado ninguno volvió a dar razón, como si se hubiera convertido en un verdadero fantasma.
Era un hombre delgado pero de firmes carnes, bien fileña su nariz, cabello negro y ojos claros, marcha presurosa, talega al hombro siempre surtida de utensilios secretos, y una seriedad eterna que espantaba hasta los gatos. Poseía la fuerza de un toro, por eso pudo correr y correr tanto, que no supo adónde fue a parar, cuando aparecieron los que cortan la vida como ramas con sus machetes y sierras eléctricas. Desvanecido, se subió a bordo de un enorme autobús con el propósito de poner aún más distancia de aquellos despiadados agentes de la muerte.
En la gran ciudad se alojó en un cuartucho del sur, en el que la cama estaba separada de la cocina con un cortinaje de plástico. La ventana daba hacia la vasta cordillera de los Andes que achicaba el horizonte. Debido a esta circunstancia, llegó a experimentar muchas veces, antes de acostumbrarse, una asfixiante sensación de encierro pues hacia donde mirara sus ojos tropezaban con aquella verde y celosa muralla. Espoleado por la necesidad, quiso pedir para sobrevivir, pero advirtió a tiempo que la caridad hace más insignificante al menesteroso, por lo que prefirió ocupar una esquina para vender baratijas. La grande avenida que corría de oriente a occidente y viceversa no se la había imaginado nunca. Los primeros frutos del negocio callejero fueron alentadores y a raíz de eso no le faltaron las lisonjas de los demás por su buena suerte e incomparable disposición de quedarse en la intemperie aún después del crepúsculo de la tarde.
Pero nadie llegó a maliciar siquiera que en las noches poco podía conciliar el sueño debido a los tormentosos recuerdos del pasado reciente y la añoranza de su terruño. Ni nadie podía percibir que lo carcomía el temor de que aquellos viles hombres hubieran seguido su rastro y en cualquier momento aparecieran con su atrabiliario armamento dispuestos a atacarlo. Además, le era imposible despojarse del peso insoportable de aquel secreto debido a la poca confianza que le inspiraba la gente que lo rodeaba. Y tampoco le llamaba la atención acudir a la justicia debido a su poca fe en la misma. De repente se le dio, con el definido propósito de entretenerse, por andar con un tabaco apagado en la boca. Los clientes que fijaban sus ojos en ello, no demoraban en considerarlo desquiciado. Incluso muchos se abstenían de comprarle, con tal de evitar que pudiera dañarlos. Doblegado por el aislamiento, quiso echar reversa a su incomprendida manía, pero ya se le había convertido en un deleite irreversible. Sin pretenderlo, tal extravagancia le vino a servir para constatar que el secreto del placer está en los vicios, cualquiera que sea, pues al final halló en ella la distracción pretendida.
Como no conocía el amor, quiso probar, pero su corazón cubierto de escamas no se dignó abrirle sus afligidas puertas a Rosa, otra desarraigada no se sabe de dónde, cuando ella le espernancó el suyo. Nadie en absoluto le oiría después referencia alguna sobre sus gustos femeniles o atracción hacia ninguna mujer, menos hablar de matrimonio ni para bien ni para mal, como si en general fuera más bien de acero y no de carne humilde, como cualquiera de los mortales.
Alguna vez, persuadido por un cliente asiduo, prometió deshacerse para siempre del tabaco. Pero al siguiente día cuando el comprador volvió, estaba de nuevo con el tabaco en la boca.
—Es mejor el placer que la vida misma —arguyó para justificar el incumplimiento de su palabra.
Y aún después de que los estragos inevitables de la vejez lo redujeron a un montón de huesos que marchaban por obra y gracia de su indeclinable voluntad de vivir, continuó con el tabaco.
—Son cosas de viejo —comenzó a decirle entonces a todo el que siguió interesándose en ello.
Obnubilado por la sencillez y la honestidad de un niño aldeano que se estableció al frente de su negocio de un día para otro, también huyendo del exterminio, se le dio por adoptarlo pero el reto de la crianza lo venció antes que el imberbe cumpliera dos años bajo su custodia. No pudo lidiar con su creciente rebeldía natural. Orestes, como se llamaba el muchacho, entendió la situación y se marchó hacia otra parte atraído por las ofertas de trabajo de unos desconocidos que resultaron ser reclutadores de un grupo de muerte en el que encontró la oportunidad de ponerse a la altura de los enemigos que provocaron su destierro.
Aquel suceso, sin que nadie pudiera explicarlo nunca, contribuyó a que la gente comentara después que Juan Natera estaba relacionado clandestinamente con alguno de los bandos de la guerra y durante varios meses debió soportar el asedió, la vigilancia clandestina, y numerosos registros por parte de los sabuesos del Estado. Y así, desechado como una carta mala, conciente de la estrechez de la comprensión humana, culminó su vida. La noche en que murió, arrollado por un carro fantasma en la misma esquina, permaneció tirado en la vía tanto tiempo que su cuerpo alcanzó a ser husmeado por las ratas que hurgaban por comida en derredor.
Otro muerto que llegó al lugar a recoger los pasos no pudo, al verlo allí olvidado como animal de monte, contener el lamento que le inspiró tan tristísima escena.
—El amor al prójimo es todavía un sueño lejano —dijo.
Y no lo dejó solo hasta que las autoridades, por fin, vinieron por él y lo subieron en el platón de la patrulla policial. Quiso seguirlo pero se abstuvo. Por eso no pudo observar que a su sepelio si concurrió todo el mundo y corroborar que la sociedad suele procurar solidaridad cuando ya no se necesita.
Las anchas calles de la barriada resultaron angostas para el torrente humano que se precipitó por ellas a acompañar al difunto. Los sauces y eucaliptos frondosos de las verjas, dieron cobijo a quienes buscaron sus ramas por no llevar paraguas para protegerse de la llovizna que los siguió hasta el cementerio. Abril estaba en su máxima intensidad.
En vano, hombres y mujeres trataron de aprontar la procesión que con dificultad ganaba una cuadra cada cuarto de hora y en ocasiones hasta retrocedía debido al vaivén de aquella desmedida e inusitada compañía. El ataúd exornado con cristales y tornapuntas, adquirido mediante una colecta entre vecinos y desconocidos, se tornó tan frío al filo de las seis de la tarde debido a la brisa helada que conllevó a que le traslado del mismo se convirtiera en una tortura para los voluntarios cargadores, pero ninguno desistiría de hacerlo. Dos horas o tres, más tarde, arribaron finalmente al camposanto. La puerta de arco que izaba en su cúspide una pequeña cruz de hierro también resultó estrecha para el gentío. El sepulturero no abrió la boca hasta que hubo terminado de pegar con cemento la tapa de la bóveda.
—Pongan el nombre y la fecha antes que seque la mezcla —dijo.
Una de las señoras de la asociación de fieles católicas de la parroquia lo hizo con un trozo de rama. Al tornar a sus casas, la gente retomó el curso de sus vidas y la muerte de Juan Natera empezó a diluirse en la memoria de todos, como un espejismo.
FIN.
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