EL REOLJERO

Antes de mi llegada, el pequeño relojero cumplía a diario con una inalterable rutina. Dentro del reloj apenas había espacio para él y los engranajes que hacía girar para que el reloj funcione. Cada movimiento, con su duración y espacio requerido, estaba meticulosamente planificado.
Al principio era una leve molestia, una erupción en la piel de la espalda; pero se fue de a poco convirtiendo en una especie de joroba, a la que le brotaron extremidades y hasta una cabeza.
Así, vine al mundo.
Mi crecimiento es constante y, desde que tengo boca, no hago otra cosa que comer vorazmente todo el tiempo. El relojero, a la vez que intenta cumplir con lo que va quedando de su antigua rutina, se ocupa de alimentarme, y lo hace con tal empeño que hasta me repugna: no entiendo por qué no intenta librarse de mí, especie de parásito descomunal.
Quisiera yo mismo anular mi existencia; pero no hago otra cosa que comer y crecer sin descanso. Esta leve conciencia que tengo no me sirve de nada; no es más que un constante murmullo.
De vez en cuando observo de reojo como el relojero se va haciendo cada vez más y más pequeño en mi espalda.

18 de abril de 2010