El ministerio de educación estrenaba nuevo nombre. En las calles se vivía el ambiente tradicional de los días normales, con los venduteros a la vista y el transito vehicular de siempre. El limpiabotas, ubicado casi a la entrada del viejo edificio de educación, se afanaba por terminar de darle lustre a mis zapatos reusados, en el mismo momento en que lo vi. No sé cual fue la razón, pero todos lo vimos casi al mismo tiempo. Lo miré minuciosamente: era alto, su piel estaba reseca, arrugada y sin color definido. Su vestimenta era desconocida, cuando pasó frente a mi creí ver un pañal plástico envolverle las nalgas y los genitales, y me pareció ver que desde muy adentro de sus partes impublicables le salía un trapo color rojo lanilla, como las que usan los chicos para lavar autos. No miró a nadie, sólo seguía su camino como si alguien le esperara en algún lugar. Era tan diferente al resto del mundo, que todos nos preguntamos su procedencia, hasta los extranjeros que iban detrás se hacían la misma pregunta en lengua extraña. Todos lo vimos pasar, y todos nos miramos como si aquel ser salido de la nada nos dejara algún mensaje tras su paso y sin decir palabras. Lo único en que todos estuvimos de acuerdo, fue en que no era un extraterrestre el que acababa de pasar sino un hombre, y quizás el hombre màs pobre y màs libre del mundo.


Pablo Martinez