Era una noche temblorosa, plagada de luces deformes y un ambiente congelado.
En el fondo de la casa esquinera, subiendo las escaleras y pasando por un pequeño callejón con tres puertas a los lados entre distancias a azar y una al frente, acabando con la vía y diciendo: “ya se te acabó la suerte; mira que queda mucho”, pues en la parte superior había una gran ventana con un vidrio de vitral cuadrado, semejando un ajedrez, por donde pasaban fotones alborotados: allí quería estar.
Sumergido en la oscuridad y aferrado al mástil de su voluntad, sin temor a los nuevos retos e impulsado por la plataforma de su instinto animal, tomó la cerradura y se percató que estaba abierta. Sus lágrimas prestas a tomar posición. Su mano oscilaba con más y más longitud. Por primera vez en su vida dudaba.
Entonces suspiró, plantó los píes y luego, saltó. Lo juro, así fue, sólo saltó. ¡Por Dios, simplemente saltó! Saltó hasta el más oscuro rincón del callejón y lloró por sus dudas. Le temía a lo nuevo, y hoy fue dudar. Ni su rostro de cordillera, ni sus ojos como carretera de pueblo, ni el entrenamiento militar de su pensamiento le impidieron apartarse de su humanidad. Algo que nunca había sentido lo invadía.
Hoy la puerta todavía está trancada y la luz llega, a veces más, a veces menos, cerca de su cara. El solamente cierra los ojos como un niño, haciendo de sus párpados una increíble muralla, impenetrable y sólida.
Está encerrado en sí mismo. Y la puerta permanece cerrada.
Su pensamiento foraminado y cariacontecido es su nueva guía, pues desde lo de la puerta, que aún está cerrada, para él únicamente existe el desconsuelo.
Mi hermano no lo ha visto, pero sé que debe estar ahí. No importa que yo no lo vea por estar sopeteando angustiado al otro lado de la puerta. Enigmáticamente cerrada.
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